Miguel está haciendo una cirugía con tanta responsabilidad como pasión, y no deja que nada lo distraiga. De eso se da cuenta Bongo, el mestizo de pelaje blanco de 11 años, que hace una década llegó a la vida del médico del barrio de Flores para cambiarlo todo. Apenas termina la intervención, el hombre baja con sumo cuidado a su paciente y, bajo la atenta mirada del perro, la acuesta sobre una colchoneta para que se recupere. El animal toma la posta: se para enfrente de la recién operada, la mira y se recuesta al lado, y pone su cabeza encima del cuerpo de la convaleciente. Con total amor y compasión se queda allí hasta que puede pararse y caminar. Luego se convierte en su sombra y hasta que reciba el alta no dejará de cuidarla.
Ese sentimiento de compasión es tan humano como canino. Y Bongo, que hace 10 años vagaba por las calles porteñas, lo lleva a la práctica con tanta naturalidad que quienes lo conocen aseguran ver en él algo “muy especial”, ya que además de brindar calma a sus pares y otros animales, es capaz de hacer lo mismo con los humanos.
“En la veterinaria se viven grandes alegrías y tristezas. Hay animales que vienen a un simple control, otros que están en tratamiento y algunos muy enfermos. Él se queda al lado de ellos en la sala de espera y durante la consulta. Y en muchos casos se acerca a contener a sus tutores cuando los nota nerviosos o sufriendo”, dice Miguel Onofrio Longo el veterinario que es atleta vegetariano y lucha contra el maltrato animal.
Bongo llegó a la vida de Onofrio Longo porque así lo eligió. De eso no caben dudas: “Un día, abro la puerta de casa y él se metió adentro, como si hubiera vivido ahí toda su vida. Yo ya lo había visto. Recorrí todo el barrio con él, preguntando a los vecinos si alguien sabía de dónde era o de quién... Dejé carteles avisando que yo lo tenía, sin embargo, nadie lo reclamó. Se quedó conmigo”, revive con una sonrisa al recordar el momento en que el más conocido de su manada (compuesta por otros tres perros) lo adoptó como familia.
Querido por los tutores de los pacientes de Miguel y por los vecinos de Flores, Bongo tuvo la suerte de pocos: en Argentina, hay más de 6.000.000 de perros y gatos que nacen, crecen y mueren en las calles. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la World Society for Animal Protection (WSPA), la única forma de detener la sobrepoblación canina callejera es la esterilización y la educación sobre los cuidados que un animal necesita.
Fue justamente para concientizar sobre esto, que desde 2004, cada 21 de julio se celebra el Día Mundial del Perro a modo de homenajearlos y para poner el foco en el abandono que padecen. Además se intenta fomentar la adopción en lugar de la compra de compañeros de vida ya que, según los datos de 2023 de la OMS, en todo el mundo existen más de 300 millones de perros y el 70% de ellos no tiene un hogar.
Ángel de 4 patas
Al poco tiempo de ser rescatado y adoptado, Bongo fue a pasear a la playa con Miguel y los otros tres perros. Durante esos días comenzó a tener actitudes diferentes a los demás canes. De regreso a Buenos Aires, el médico volvió a su rutina laboral: cuando se subió a la camioneta para ir a la veterinaria, su perro también subió. Dejó que lo acompañara y desde entonces lo hace todos los días.
“Me di cuenta de que en él había algo especial el día en que había castrado a la perra de una amiga y, como hago con todos, la dejé recuperándose en el piso, sobre una colchoneta, y él se fue acostar al lado. Le pregunté qué hacía ahí, levantó la cabeza, me miró y se quedó a su lado, en silencio, y con una actitud tan compasiva que me conmovió. Después de ese momento, comencé a prestarle atención porque, obviamente, me sorprendió lo que hacía”, recuerda.
Antes, durante el veraneo, ya había notado el primer indicio de que estaba frente a un perro muy peculiar: “A los pocos días de adoptarlo lo castré. Íbamos a viajar a la Costa con mis otros perros. Ya desde el primer contacto me di cuenta de que era un perro super dócil, tranquilo... ¡Es más buenazo!”, dice orgulloso. Y sigue: “Cuando fuimos al mar, se enloqueció corriendo, saltando... Y buscaba a los chicos para jugar. Ahí me di cuenta de que los nenes le gustaban mucho y los buscaba todo el tiempo, pero cuando alguno se metía en el mar corría detrás, como si quisiera salvarlo del agua... ¡Era una cosa tremenda!”.
Apenas lo vio de cerca y evaluó, Miguel supo que ese perro era un “chico de ciudad” porque no sólo estaba muy bien físicamente sino que sus patas no eran las propias de un animal que llevaba tiempo abandonado.
“La primera vez que lo vi estaba a unas cuadras de mi casa: era un cachorrón de unos diez u once meses, de pelaje todo blanco y lo más parecido a un labrador. Estaba saltando, jugando con algo y corriendo de un lado a otro de la vereda. Me acerco, me salta y llena de besos, y sigue saltando. Le pregunto a los vecinos si era de alguno o si lo conocían... Y me dijeron que ya lo habían visto dando vueltas por la cuadra”, revive el hombre de 64 años que desde hace 38 se especializa en veterinaria homeopática y hace 15 que lleva una alimentación vegetariana. Cuando volvió la vista al animal, ya no estaba a su lado sino que iba detrás de otra persona. Miguel siguió su rumbo, pero cada vez que salía a caminar giraba la cabeza para ver si ese perro juguetón andaba por allí. No entendía por qué, pero deseaba verlo y saber que estaba bien.
Esperanzado por el reencuentro, a la semana siguiente regresó a la misma esquina de Flores. Ahí estaba y haciendo lo mismo que la primera vez que lo vio: cual niño feliz en la vereda, saltaba, ladraba contento y jugaba. “Ya era grandote pese a ser aún cachorro: tenía unos 15 kilos, el peso de un perro mediano”, cuenta. El contacto de ese día fue breve: “Seguí mi camino y a las dos horas apareció ladrando en la puerta de mi casa (¡como si me hubiera seguido y se hubiera dado cuenta de que yo vivía ahí!). Abrí la puerta y se metió, sin ser invitado —se ríe—. Ahí nomas exploró todo, olfateó los rincones, a mis perros... ¡y se quedó!”, dice el también militante de la Ley Sintientes —que encabeza Liz Solari, actriz y productora de cine—, proyecto que busca que los animales dejen de ser considerados objetos por la Justicia.
Aunque estaba contento con la visita, Miguel pensaba en que quizás alguien lo estaba buscando y fue cuando comenzó a pasear con él por el barrio preguntando si alguien lo conocía. “Insistí tanto en buscar a su familia porque estaba impecable: súper limpio, las almohadillas de las patas blanquitas, como si no hubiera estado nunca antes en la calle y pasó dos semanas dando vueltas”, remarca sobre el inicio de la vida en común con el perro que ya lleva más de una década.
Desde ese mágico día, Bongo tuvo una familia y encontró sólo una manera diferente de expresar su amor. “Es un perro súper compasivo: él entra acá (la veterinaria), que es un ambiente de trabajo, de sufrimiento, muchas veces de alegría; y otras veces convive con la vida y con la muerte de esta manera. Él, por su propia voluntad y deseo, es el acompañante de cada uno de los animales que llegan a la clínica. Eligió ser acompañante durante el sufrimiento de otros perros. Lo veo y pienso... ¡Es un animal increíble! En casa hace lo mismo: si a uno de sus hermanos le pasa algo, lo cuida. Él está siempre asistiendo. Mira a todos los perros, los huele, olfatea a sus tutores y está siempre alerta de las necesidades de los demás. ¡Es lo más bueno, dulce y educado que hay!”, lo describe, enternecido.
Emocionado mientras lo mira, comparte un pensamiento profundo: “Siempre digo que es un ángel y no un perro. Hay algo en él que me hace creerlo. Es como si hubiese venido a mutar en este cuerpo de perro para hacer el bien con tanta, pero tanta bondad porque no puede ser.... Mirá que he tenido perros toda mi vida y todos mis perros fueron súper buenos, pero este es especial. ¡Realmente es especial!”, enfatiza.
La vida de Bongo es feliz. Junto a Miguel y a su manada salen a caminar al Parque Chacabuco, corretea por ahí, una vez al mes viajan a la Costa, donde el médico atiende en otra veterinaria. Y entonces el perro la pasa aún mejor porque ama el mar. “Siempre está a mi lado. Las pocas veces que en estos años me enfermé y quedé en cama, él no se movió de mi lado. ¡Es increíble! Donde estoy, él está. Es mi gran amigo, mi gran compañero. Me llena de felicidad recordar el momento en que entró de prepo a mi casa porque siento que él me eligió a mi para compartir su vida”, concluye con una sonrisa.