Era la primera mañana en Mar del Plata. Jorge, su esposa y sus tres pequeños hijos (dos varones y una nena) desayunaron en el hotel sindical donde se alojarían los próximos siete días y se subieron al auto. Apuntarían al mar. Caminarían un rato por la rambla de Playa Grande, abrigados, con el viento frío y salado en la cara, la postal de cualquier familia argentina joven de mediados de los 90. Pero apenas subieron al coche y encendieron la radio, una noticia irrumpió como un tsunami. El tiempo se detuvo un instante. Se llenó de silencio. Inmediatamente, sobrevino una incredulidad pavorosa.
La voz de un locutor decía que una bomba había explotado en la AMIA. Y Jorge Zak, sentado al volante del auto, a punto de dar rienda suelta a sus vacaciones de invierno, trabajaba desde hacía muchos años en una oficina de la AMIA. Miró a su esposa y, por el espejo retrovisor, a sus hijos, que jugaban ajenos a lo que se escuchaba por los parlantes. Después se miró a sí mismo, como si intentara cerciorarse de que todo esto no era una pesadilla.
Un impulso de supervivencia lo llevó a negar la realidad. Jorge se aferró a lo que tantas veces había repetido en conversaciones familiares o entre amigos de la comunidad judía porteña: la creencia, algo ingenua, de que no atacarían dos veces en tan poco tiempo. El polvo de la explosión de la embajada de Israel todavía flotaba sobre Buenos Aires, no podía ocurrir otra vez.
No puede ser, se dijo para sí varias veces mientras volvía al hotel, donde con la familia empacó las cosas y así como acababan de llegar, volvieron al barrio de Almagro. A poco del viaje, el locutor despejó la incerteza. Dijo que había una víctima fatal confirmada. Y pronunció su nombre. Era un amigo de Jorge.
Treinta año después, Zak, histórico gestor cultural y educativo de la comunidad judía en Argentina y en Israel, parece que reflexiona en voz alta. “Sentí que estuve ausente de un lugar donde tendría que haber estado. Ahí, presente. Ahora mientras te hablo pienso en aquello que pasó en 1994 y me doy cuenta″, dice Jorge, que este año cumplirá 70, mientras revuelve un café en un bar de Villa Crespo. Nunca, hasta ahora, se había animado a contar su perspectiva, la de alguien que no puede disfrutar la fortuna de haber estado lejos, de haberse evitado el trauma de, con suerte, ser un sobreviviente.
Zak empezó a trabajar en AMIA hace casi medio siglo, en 1976, como integrante del Departamento de Juventud. Fue la primera de sus cuatro etapas vinculadas a la mutual. Se fue y volvió en el 80, para asumir como el director del área de Cultura. “Implicaba gestionar cultura en plena dictadura, era un trabajo complicado”, ironiza. Tiempo después pasó a comandar la oficina Institucional y finalmente se asentó como asesor y evaluador de proyectos de la entidad.
Y allí estaba, o quiso él haber estado, la mañana del 18 de julio de hace 30 años cuando una camioneta se metió en el edificio de la AMIA y pasó lo que pasó. Todas las mañanas él ocupaba su oficina del cuarto piso, pegado a su amigo Jaime.
“Ya volvíamos por la ruta desde Mar del Plata y en la radio dicen que encontraron el primer cuerpo. Yo estaba llorando. Ese viaje fue un espanto. Y dan el nombre. Y era Jaime”, cuenta Zak. “Lo quería mucho, era un sabio. Sabía mucho de judaísmo. Muchísimo. De fuente bíblica. Y no era un practicante exacerbado. Yo tenía aparte una sensación, le venía diciendo que se jubilara. Ya estaba pronto a jubilarse. Le faltaba un año. Me daba pena porque era un tipo muy valioso”, repasa.
Zak, que tenía 39, manejó gran parte del camino a Buenos Aires pensando en Jaime Abraham Plaksin, nacido en Polonia, muerto a los 61. Apenas llegaron dejó a la familia en el departamento de Corrientes y Ángel Gallardo y se fue a la AMIA. Se quedaría allá prácticamente los próximos cuatro días, casi no volvería a su casa, casi no dormiría. Se puso a disposición, una forma, tal vez, de compensar la ausencia en la explosión.
“Yo tenía muchos años, conocía a todo el mundo, a las secretarias, a los porteros, a las personas de limpieza, a todos”, cuenta. Jorge llegó y se convirtió una de las tres personas que inicialmente pudieron pasar las vallas que restringían el acceso a la zona cero. Junto a otros pocos se pusieron a coordinar el trabajo de las Fuerzas Vivas en la zona del desastre.
“Estábamos a disposición de lo que necesitaran los bomberos, policías, los que entraban, los que salían, coordinábamos eso, lo que se podía coordinar porque era todo un caos y uno buscaba qué hacer para ordenar el caos”, narra Jorge, que actualmente vive una parte del año en Buenos Aires y otra en Tel Aviv.
¿Cómo se manejan las emociones, entre la incredulidad y el espanto, en un momento así? Zak no tiene una respuesta. Sólo sabe que se puso a trabajar “en automático, como trabajo en toda situación de crisis, automatizado”. Dice que siempre fue así, toda su vida. “Después puedo colapsar, después me cae la ficha, claro, pero mientras tanto la negación funciona bárbaro. A mí el mecanismo de negación me funciona”, sonríe.
Entonces se puso a trabajar. Enseguida llegó una misión importante. Alguien le dijo que, como hablaba hebreo, estaría a cargo junto a otra persona de ir a buscar al Equipo de Rescate de las Fuerzas de Defensa de Israel que llegaría al aeropuerto de Ezeiza especialmente para la ocasión.
“Aterrizaron en un avión de la Fuerza Aérea israelí, en una pista especial, y bajaron con unos vehículos modernos cuatro por cuatro, y perros. Fue muy impresionante. Y volví con ellos por la Ricchieri, directo a la AMIA, donde se pusieron a levantar escombros y buscar sobrevivientes”, detalla Zak, que recuerda el traje que tuvo puesto esos días, sin cambiarse. “Ni al baño fui”, dice.
En cambio, se quedó apostado en una tienda de campaña militar que se montó sobre la calle Pasteur, frente al hueco que dejó el atentado. “Yo estaba metido haciendo lo mío. Pero ya estaba golpeado porque, claro, empezaban a aparecer los cadáveres y sus familiares y había que mantener la compostura”, recuerda, pero a la vez se pregunta qué fuerza extraña lo instaló allí por días y días y también se responde: “Creo que era la culpa, la culpa de no haber estado ahí ese 18″.
Recuerda que empezaron a llegar agentes de servicios secretos de varios países, como Estados Unidos o Francia. Y vio cómo los equipos de rescatistas rotaban, y alguien le dijo ‘andá a dormir’. “En un momento me di cuenta, viéndolos trabajar, que había que ir a descansar un poco, que no se podía estar lúcido y era necesario estarlo”, explica.
Cuando se fue a dormir empezó a pensar. Que sí, que podía ser entonces otro ataque en Argentina. Y recordó que él también se salvó por poco del atentado a la Embajada. Para ese día le habían encomendado desde la delegación diplomática organizar un almuerzo con periodistas e intelectuales para contarles los avances que estaban teniendo en ese entonces con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
Había llegado un negociador desde Madrid para relatar los acontecimientos. Se había pensado hacerla en el edificio oficial de la embajada pero finalmente decidieron ir a la AMIA. “Cuando terminé la reunión y volví a mi oficina escuché el ruido de la bomba. El hombre que había estado al lado mío volvía en taxi para allá, pero se salvó por minutos”, cuenta Zak, a quien después le tocó colaborar para la organización del entierro de las víctimas en el cementerio de La Tablada.
Dos años y unos meses después, cuando ya no quedaban cuerpos por hallar y el agujero del edificio de la AMIA se volvía cada vez más grande y vacío y Zak había vuelto a conciliar el sueño alguien lo llamó y le anunció que tenían una bolsa para darle, con las cosas de él que habían encontrado entre los escombros.
Jorge la fue a buscar y entre carpetas que ahora parecían carecer de sentido, encontró algo a lo que no le había dado importancia pero que, en ese instante, le imprimió magnitud al hecho de estar vivo. “Entre las cosas había unos dibujos de mi hijo Ariel. Él venía seguido, qué se yo, y le daba hojas y lápices para que se entretuviera. Podríamos haber estado todos ahí”, comenta. Esos dibujos, en los que se puede intuir el fanatismo por River del niño, ahora están enmarcados.
Jorge piensa que ese “automatismo” que lo hizo trabajar cinco días casi sin dormir ni cambiarse la ropa fue un modo de “reponer” el hecho de no haber estado en el ataque. “No de compensar, porque esa es una palabra complicada, pero sí sentía que me había perdido de vivir algo importante con la comunidad. Yo soy muy de vivir en comunidad, en el sentido de lo colectivo. Y pensé que ‘si soy de comunidad, tendría que haber estado ahí'”, comenta, y cierra: “No haber estado para morirme ahí, porque yo siempre pienso que me salvo, y me hubiese salvado”.