Lo peor que puede hacer una víctima es tratar de convencerse de que no pasó nada

Hay dolores tan intensos que si nos hubiéramos permitido sentirlos, no habríamos sobrevivido. Una historia para reflexionar

Guardar

Nuevo

Había hecho lo peor que puede hacer una víctima: tratar de convencerse de que no había pasado nada (Imagen Ilustrativa Infobae)
Había hecho lo peor que puede hacer una víctima: tratar de convencerse de que no había pasado nada (Imagen Ilustrativa Infobae)

Me había pasado treinta años escapándome de mi misma. Tantos años dando vueltas, mirando para otro lado, haciendo como si nada hubiera pasado. ¿Por qué no enfrentaba esa oscuridad de una vez por todas? Sentía la necesidad de hacer lo que había que hacer, y a su vez tenía pánico de hacerlo. Toda una encrucijada. Había hecho varias terapias sin siquiera poder balbucear lo único que me importaba.

Mi vida era una lucha diaria: criar a un hijo prácticamente sola y trabajar duro para pagar las cuentas. No veía ninguna posibilidad de proyectarme ni de hacer una mínima diferencia; solo seguir remando.

El nacimiento de Mateo había sido inesperado. Si bien con Alfredo teníamos una relación bastante consolidada, tener un hijo no estaba en los planes. La vida nos sorprendió y después de una noche de deliberaciones decidimos tenerlo. En ese mismo instante empezamos a amarlo sin tener dimensión de lo que ese ser cambiaría nuestras vidas. Yo que apenas podía con mi existencia, tendría que hacerme cargo de otra persona. Justo a mí, que vivía sin aceptar nada de los demás para no tener que ofrecer nada. Odiaba recibir, porque me sentía presionada a después tener que devolver.

Nuestra pareja funcionaba aceptablemente bien hasta que después de algunos años Alfredo tomó la decisión de separarse. No había terceros sino su frecuente reclamo de que no sabía con quién estaba. Aunque llevábamos años juntos me decía que yo era inaccesible. Hasta cuando teníamos relaciones me preguntaba infinitas veces si había acabado, porque él no llegaba a percibirme.

Después del terremoto de la separación me tomó algunos años estabilizarme. Arrancar temprano todas las mañanas, preparar el desayuno, despertar y vestir a Mateo, dejarlo en la escuela para recién entonces empezar el largo día de trabajo. Pelear diez horas en la jungla, volver a casa agotada y encontrarme con un hijo que demandaba. Lo contenía con el poco resto emocional que me quedaba, a veces mejor otras no tanto. Después de darle de cenar y dormirlo, finalmente tenía un rato de paz.

El hecho de que Mateo me mintiera seguido me llevó a hacerme varias preguntas y fue mi amigo Diego el que insistió en que viera a una terapeuta. Pese a tener fiaca de empezar otra terapia -y también miedo por lo que pudiera surgir-, algo me llevó a hacerla.

Después de unos meses intensos fui a tomarme unos vinos con Diego.

-Estoy en medio de una crisis muy grande, me sorprendí confesándole. Tanto me hinchaste para que fuera a ver a esa especialista que te hice caso. Fue abrir la Caja de Pandora. Se ve que por eso no quería ir. Décadas tapando dolores, tratando de controlarlos, de que no jodan, y vos queriendo que abra el sótano, ventile y limpie. Una vez que el dentífrico se sale del pomo, ¿quién diablos lo vuelve a poner adentro?

-Con los años se nos vuelve cada vez más caro seguir obturando ese pomo, ¿no? ¿Me querés contar algo de ese dentífrico que salió?

-A los nueve años fui abusada. Estuve más de treinta años guardándomelo, me despaché después de tomar un buen trago. Era tal el dolor que no podía abordarlo, ni mucho menos ponerle palabras. Estaba convencida de que si lo ignoraba, si hacía como si no existiera, desaparecería. Pero el hijo de puta sigue ahí; agazapado, esperando el momento oportuno para torturarme. Mi tío me abusó dos meses seguidos durante un verano.

-No lo pudiste hablar con tus padres…

-¿Hablar? Durante veinte años no fui capaz ni de balbucear el nombre de mi tío abusador. Y en casa no había margen; no se hablaba de emociones, mucho menos de una barbaridad así. Él era el cuñado de mamá, si se lo contaba se moría.

-¿Y tu padre?

-Con papá hubiera sido peor porque además de concuñado era su mejor amigo. Te juro que tenía miedo de que si se enteraba lo fuera a matar. Literalmente.

El dolor guardado tantos años estaba saliendo como si me hubieran abusado ayer. No lo había podido expresar en casa, ni en años de terapia, y tampoco con mis parejas.

-¿Llegaste a hablarlo con Alfredo?

-Sobre el final… Él, que tiene el don de la palabra, vivía intentando que yo me expresara. Decía que no me conocía, que no sabía con quién estaba, ni qué cosas me pasaban por dentro… Perdida por perdida me abrí, pensando que tal vez era eso lo que me distanciaba de él y de todos los hombres. Pero ya era demasiado tarde.

Diego percibió mi dolor y quizás algunas de sus implicancias. ¿Habrá imaginado también la frustración de Alfredo, estando en pareja con alguien al que nunca podía acceder del todo? Es que conocer el alma de una persona es mucho más difícil que hacerle sexo oral. Desnudar nuestra alma es infinitamente más complejo que desnudar nuestro cuerpo. ¿Cómo no voy a entender que después de años de desconexión él decidiera tomar otro camino? Aunque también me pregunto si algo parecido no les pasará a todos. ¿Quién conoce realmente a su pareja? Si somos como icebergs, que solo mostramos una pequeña parte de quienes en verdad somos… ¿Cómo es posible que sea más fácil enamorarse, convivir, tener hijos, que exponer al otro nuestras vulnerabilidades?

Venía a mi mente la imagen de esa chica de nueve años, abusada diariamente durante las vacaciones. Incapaz de volver a su casa y ponerse a llorar durante un día entero, o un mes, o un año delante de sus padres. Tanto dolor sin poder expresarse ni en el círculo más íntimo. Como para que después los seres humanos no nos volvamos grandes actores.

-¿Tu tío vive?

-Por suerte se murió hace unos años.

-¿Pudiste perdonarlo?

-No. Cuando falleció todos estaban destruidos porque se había muerto alguien tan bueno que solo tenía el “problemita” de ser alcohólico. Y yo estaba feliz de la vida. ¡Qué hijo de puta!

-¿Pensaste en hablarlo ahora con tus padres?

-Mi madre sigue sin tolerar que hablemos de lo mal que la pasé en el colegio al que me mandó durante doce años y al que le rogué infinidad de veces que me cambiara. Es el día de hoy que cuando sale el tema terminamos peleando. Imaginate si voy a poder contarle que el marido de su hermanita preferida me abusó tantas veces; no ganaría nada y les arruinaría la vida.

¿Cómo podría tener una relación profunda con mis padres si no se habían enterado de uno de los hechos más terribles de mi vida? Peor aún, no tenían margen de tolerar la verdad treinta años después. ¿Qué tipo de relación era? La que se puede, me contesté. Como con todos los seres humanos.

-Me pasé la vida mintiendo sobre lo que sentía; por eso cualquier mentira me desgarra. Viví fingiendo una alegría que no tuve. En las reuniones familiares tenía que saludar con naturalidad a un enfermo que me había abusado y sonreír aunque lo tuviera al lado, acechante, mientras los que supuestamente tenían que cuidarme no se enteraban de nada.

Después de un largo silencio, Diego me abrazó fuerte. Cuando se fue de casa me quedé pensativa. ¿Había hecho lo correcto al meterme en mis propias catacumbas?

El abusador había muerto sin que nadie supiera lo que hizo. Yo seguía sin poder hablar del tema con mis padres y difícilmente pudiera hacerlo alguna vez. A mi pareja ya la había perdido y no tenía sentido rescatar lo que nunca había existido del todo.

Había hecho lo peor que puede hacer una víctima: tratar de convencerse de que no había pasado nada.

Era hora de empezar a desandar ese camino.

Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”

Guardar

Nuevo