Llevaba un año de separado, pero seguía sin saber qué hacer: ¿volver con mi ex?

Cuando no tenemos más remedio que enfrentar la realidad. Una historia para reflexionar

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Por más vueltas que demos, a veces hay que hacer lo que hay que hacer
Por más vueltas que demos, a veces hay que hacer lo que hay que hacer

La vida me venía pasando por arriba. Fantaseaba con bajarme del planeta tierra, arreglarme, y volver a entrar. Tapado de problemas, decidí ir el fin de semana a Colonia con la ilusión de que al perderme por esas callecitas pudiera recuperarme.

Llevaba un año de separado pero seguía sin saber qué hacer. ¿Volver con mi ex? ¿Jugarme por un amor prohibido? Estaba en uno de esos momentos en los que no tenés ni idea cómo seguir. Crisis es cuando las preguntas no pueden responderse.

Con mi trabajo tampoco me iba mejor. Años queriendo cambiar porque no me gustaba lo que hacía. En realidad nunca me había interesado pero lo había aceptado por una mezcla de razones que ahora me pasaban la factura.

Renuncié al empleo anterior porque estaba harto de un jefe manipulador. A los pocos meses me ofrecieron un puesto bien pago y con estatus. De esas cosas que son mejores mostrarlas que vivirlas. O sea, no era el trabajo de mis sueños -que mi corazón ni sabía cuál era-, pero el hecho de que me pagaran bien y poder exhibir un cargo importante me llevaron a aceptar.

Y ahí estaba ocho años después, caminando por los empedrados de Colonia sin saber cómo salirme de ese trabajo vampiro ni qué hacer con mi vida. Me sentía como si estuviera manejando en una ruta con niebla en donde no es posible ver más allá de los diez metros. Con semejante confusión vivía el día a día, sin poder planificar más que una semana.

Me senté a cenar en un pintoresco restaurante colonial con paredes de ladrillo a la vista. Me sirvieron unos ravioles bastante malos y una copa de tannat digna de olvido. A la mañana siguiente alquilé una bicicleta y después de recorrer el casco histórico decidí ir al Real de San Carlos a ver la Plaza de Toros. Había sido inaugurada en 1910 y clausurada después de haber realizado solo ocho corridas. ¿Por qué los funcionarios no habrán pensado en el maltrato animal antes de autorizarlo y no después haber habilitado y que se hubiera construido semejante estadio?

Tan pronto me fui acercando vi su imponente arquitectura. Tendría unos cien metros de diámetro y una fuerte influencia árabe. Un aire enigmático y el hecho que estuviera clausurada por peligro de derrumbes potenciaban el misterio. El cartel de prohibido pasar era una invitación a entrar. ¿Moriría sepultado por pedazos de cemento que después de aguantar cien años se derrumbarían justo cuando pasara?

Desde afuera de la plaza vi la palestra y una emoción me recorrió. Más allá de los acalorados debates por las corridas de toros, imaginé que no debía ser fácil estar a solas con una bestia de 500 kilos.

Pensé a la palestra como una metáfora de la vida, que a veces nos confronta con una realidad que no podemos evitar. Que del otro lado salga un tigre, un toro, o un gladiador, no cambia la esencia. Es un lugar en el que no podemos escaparnos ni hacer esas cosas que nos salen tan bien como posponer indefinidamente o mirar para otro lado. No queda más remedio que enfrentar la situación.

Por un agujero del alambrado perimetral pude entrar en esta especie de estadio. Caminé hacia adentro muy despacio, observando la estructura de hierro que sostenía unas vencidas gradas de concreto; después de un siglo seguía resistiendo. La atmósfera de abandono y desolación me atraía, esa especie de seducción que a veces genera la muerte.

Al llegar a la palestra me detuve. Miré su contorno de unos cincuenta metros de diámetro. Observé las tribunas silenciosas y percibí una energía especial en el ambiente ¿Qué sería?

Mientras caminaba hacia el centro imaginé a un gladiador peleando por su vida. Completamente solo, con sus miedos y esperanzas. La palestra no da margen a la hipocresía; hay que afrontar la realidad con las herramientas que se tienen. De nada sirve hablar o fingir, solo se puede actuar, con la tensión que sentimos cuando nos estamos jugando la vida.

¿Cuál era el toro que tenía que enfrentar? ¿Contarle a mi esposa que finalmente me iría con otra? ¿Decirle a mi amor prohibido que volvería a casa con mi mujer y mis hijos? ¿Renunciar al trabajo y buscar uno que además de servirme para pagar las cuentas me llenara el corazón?

Tenía terror de enfrentar a mis toros. En el fondo no podía hacerlo porque no quería perder nada. Y lo único seguro era que tendría que elegir y perder cosas. Pretendía salir de la palestra sin un golpe, sin un rasguño. Imposible; bastante con salir vivo, con seguir en pie.

Vinieron a mi mente las principales crisis que tuve en mi vida y apareció con fuerza la de mi paso a la adultez. Si bien era mayor de 21 años en el fondo seguía siendo un adolescente. O lo que es igual, sabía que llegado el caso estaban mis padres. Tenía la red de protección del equilibrista.

Sin saber cómo, mi vida se fue deslizando hacia el infierno de una adicción. Cuando finalmente pude hablar del asunto con mis padres descubrí que seguía solo: la droga me estaba matando a mí, no a ellos. ¿Cómo era posible que justo esta vez no pudieran resolverme este problema que tanto necesitaba? La vida golpeaba y aunque me acompañaran, el sufrimiento principal era solo mío. Parecido a lo que sentiría un gladiador que peleara por su vida en una palestra.

Volví a mirar las gradas y las imaginé llenas de gente gritando. Me acordé de mis tiempos de héroe del deporte y esa placentera sensación de llegar a un lugar y ser admirado por todos. Me había llegado a confundir, creyendo que ese reconocimiento con el que todos sueñan y muy pocos tienen, era amor. La noche que gané el campeonato nacional invité a veinte amigos a festejar mi título. ¿Amigos? Un año después perdí la final por un punto. Por un solo y maldito punto. Como subcampeón solo me acompañaron tres personas, una de las cuales era mi hermana.

Tanta energía puesta en lograr que los demás me miraran, para darme cuenta de que era una mentira. Ahí estaba en esa plaza de toros y en mi vida, solo y sin saber qué hacer.

Pude ver que en algunas situaciones entraba voluntariamente a la palestra, dispuesto a jugarme por algo que quería. Pero otras veces era la vida la que me mandaba al ruedo. Y no le importaba que no estuviera preparado o que tuviera miedo.

Me volví a ver en esa plaza imaginaria llena de gente alentándome desde las tribunas. Aunque había miles de personas en realidad no había nadie. ¿De qué me serviría su aliento si en la palestra estaba solo? Era mi vida la que estaba en juego, no la de ellos.

Vi cuando cerraron los accesos para que no me pudiera escapar. Escuché las bisagras oxidadas cuando abrieron las puertas de la jaula. Finalmente el tigre -mi realidad- asomó su cabeza y me miró fijo a los ojos. Ahí estábamos él y yo solos, sin máscaras ni armas. Y aunque estaba muerto de miedo no tuve más remedio que enfrentarlo.

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Por más vueltas que demos, a veces hay que hacer lo que hay que hacer.

Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”

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