El muchacho se levantó de su asiento, recorrió con decisión el pasillo del Boeing 737 de Aerolíneas Argentinas, levantó su poncho incaico, tomó con firmeza su escopeta de dos caños recortados calibre 16 y apuntó a un lugar impreciso del avión, que había comenzado a carretear en la pista de Ezeiza con rumbo a Tucumán y San Salvador de Jujuy. Luego aclaró su voz y gritó: “Soy del Ejército Revolucionario del Pueblo. Vamos a ir primero a Córdoba, donde habrá una evacuación, y luego nos dirigiremos a Chile y después a Cuba”.
El 4 de julio de 1973, hace 51 años, Basilio José Mazor, de 24 años, se convirtió en el secuestrador aéreo más insólito de la historia argentina. Con él se llevó a 80 personas, entre pasajeros y tripulantes. Su aventura terminó 19 horas después, en La Habana, cuando lo detuvieron, lo subieron a un jeep tomándolo de los sobacos con sus piernas en el aire -literal- y luego lo llevaron a la cárcel de El Pino. Lo que sucedió en el medio es surrealismo puro.
El secuestrador menos pensado
Mazor nació el 8 de junio de 1949 en Pergamino, provincia de Buenos Aires. Era el hijo de Clotilde, una mujer robusta y extrovertida y Basilio, un hombre apagado pero trabajador. El segundo entre los hermanos: Arturo, que falleció; Italo Daniel, ingeniero, apodado “El Profe”, que tenía un brazo más corto que el otro y se fue a vivir a La Plata; y Mercedes Clotilde, que se mudó a Córdoba luego del secuestro que perpetró su hermano. La economía familiar se sostenía con una carpintería ubicada debajo de su casa de la calle San Nicolás 369. A Basilio José, sus amigos de la plaza 25 de Mayo le habían puesto un simpático apodo: Pirincho. Hizo la primaria en la Escuela 1. Hasta la adolescencia, su mayor preocupación era jugar al fútbol. No se destacaba, pero igual intentó ganarse un lugar en las filas del Racing Club de Pergamino. No lo logró.
A los 20 años le tocó el servicio militar, que hizo en Esquel, en el Regimiento 3 de Caballería de Exploración Coraceros General Pacheco. Uno de sus compañeros de la conscripción, Miguel Ángel Ortíz, lo recordaba como “un tiro al aire… Un tipo rápido, con mucha chispa”.
Al regresar a Pergamino se puso de novio con Mirian del Carmen Barbera. El 24 de marzo de 1972 se convirtieron en padres de un niño al que bautizaron como el abuelo: Basilio. En el acta de nacimiento 317, rubricada por la jueza Elda Luján Zurita, se indica que Mazor padre tenía la libreta de enrolamiento 7.638.226. De Mirian, en cambio, el renglón “documento” señala que “no posee”. Al principio, muchos creyeron que la mujer también había estado involucrada en el secuestro del avión, pero no. Su rastro se esfumó cuando la familia de Mazor le extirpó al hijo de sus brazos luego del cimbronazo de la noticia. Ese hijo, que hoy vive en Córdoba, intentó rastrearla. Cree que murió en la ciudad de Santa Fe hace unos años.
El joven Mazor era, en 1973, empleado municipal. Su legajo era el 658 y cobraba 1.032 pesos por mes. El 3 de julio caminó hasta la agencia de Aerolíneas Argentinas en Pergamino, metió la mano en su bolsillo y sacó más la mitad de su salario para comprar, por 597 pesos, el ticket 044.113.989300 del vuelo 588 que uniría, al día siguiente, el trayecto entre Buenos Aires y San Salvador de Jujuy. Después fue a una armería y pidió que recortaran los caños de la escopeta.
Pedro San Martino integraba aquella barra de chicos de Pergamino. Es tres años más chico que Mazor y tiene un negocio de repuestos de autos frente a la plaza 25 de Mayo. El 3 de julio de 1973, por la noche, vio a Pirincho. Y recuerda: “No sabía lo que él iba a hacer. Pero lo vi con otro amigo y una chica, que no era su novia, en la puerta de La Vieja Barraca. Se paró en el cordón y nos saludó. Al día siguiente me enteré lo que había hecho escuchando a Leo Rivas por Radio Rivadavia”.
El 4 de julio a las 11.40 de la mañana, Mazor era uno más de los 74 pasajeros (entre los que había 4 bebés y un niño de 5 años) que aguardaban en la fila del preembarque de la puerta 2 del Espigón de cabotaje de Ezeiza para abordar el vuelo 588. Por lo general, partía desde Aeroparque, pero estaban refaccionando esa terminal aérea. Pura casualidad, en la hilera había dos enviados de la revista Siete Días a Jujuy: el periodista Roberto Vacca y el fotógrafo Rodolfo Lo Bianco. Viajaban a contar un drama que aún hoy lacera: era la provincia con el más alto índice de desnutrición infantil. Se toparon con una historia extraordinaria. Mazor les preguntó la hora. Les llamó la atención el nerviosismo del muchacho, pero lo atribuyeron a un probable bautismo de vuelo.
Mazor esperó con su poncho, su pantalón negro y sus zapatillas blancas. Un joven “delgado, morocho y de cutis suave”, como describió Vacca en el artículo que publicó luego en la edición 322 de la revista, publicada el 16 de julio de ese mismo año.
Instantes después, todos ascendieron al avión. Por aquellos años, nadie sometía al pasaje a las tediosas revisiones de la actualidad. Se chequeaba el ticket y punto.
A las 12.45, el Boeing 737 matrícula LV-JTO ya se encontraba en la cabecera de la pista. El segundo comisario de a bordo, Carlos Alberto Intieri, anunció que en una hora y media harían escala en Tucumán. Las azafatas, Ana Nilsson y Ángela Prina, controlaban que los pasajeros fumadores apagaran los cigarrillos durante el despegue y explicaban el uso de las mascarillas.
Mazor saltó desde su asiento, el B de la fila 9, y enfiló con decisión hasta la puerta de la cabina, donde el comandante Edgardo Drusi y su copiloto Ricardo Raimondi preparaban el inminente decolaje. Y pronunció su amenaza de secuestro.
Entre el pasaje había un empleado del Banco Nación llamado Juan Carlos Prieto, de 36 años. Nadie -y mucho menos Mazor- sabía lo que él transportaba en la bodega del Boeing 737: dos valijas de cuero cerradas con candado que contenían un total de 250 millones de pesos, una verdadera fortuna en esa época, que debía llevar a la sucursal del banco en Tucumán para el pago de aguinaldos atrasados en la administración pública. Una de sus ilusiones era conocer el Jardín de la República. El día anterior, su jefe le dijo: “Se te va a cumplir el sueño”. Sería en otra ocasión.
A su lado viajaba otro empleado del banco, llamado Juan Aravena y un sargento de policía, Alberto Lagos. Cuando estaban cargando la bodega se encontraron con un empleado de Juncadella, Antonio San Pedro, que transportaba 500 millones de pesos en un bolsón. El botín sumaba 750 millones de pesos. Pero sólo ellos lo sabían. “En el banco nos dieron un arma a cada uno, y el suboficial viajaba con la suya reglamentaria. Cuando subimos al avión, se las dimos, descargadas, al comisario de a bordo, y nosotros guardamos las municiones”, le contó Prieto a Infobae.
Mientras en la cabina Mazor le apuntaba a los pilotos, Juan Carlos se dispuso a leer una revista que había comprado en el hall de Ezeiza. Aravena lo codeó: “Prieto, nos asaltan..”. Levantó la vista y, sorpresa: “Lo vi al loquito este parado en la puerta de la cabina. Se tiró el poncho para atrás y empujó a una azafata para meterla adentro”.
Por los parlantes de la aeronave se escuchó hablar a Drusi: “Pidió tranquilidad y nos dijo que el avión había sido secuestrado, que haría lo que dijera el secuestrador para que no hubiera problemas”, recordó.
El avión despegó. Mazor llamó a la azafata Ana Nilsson y le ordenó que desocupara las dos primeras filas de asientos y que ella y su compañera tranquilizaran a los pasajeros más asustados. A eso colaboró que, en forma prematura, repartieran las bandejas de comida y sirvieran whisky. Cuando el avión tomó altura crucero, le pidió a Ángela Prina que lo ayudara a quitarse el poncho. Así quedaron al descubierto las dos cananas cruzadas con cartuchos de escopeta que portaba. Tomó una boina blanca con una estrella roja de plástico que llevaba oculta y se la calzó. Luego lanzó una advertencia: “En un bolso que viaja en la bodega hay una bomba plástica. Estallará cuando yo quiera”.
Cuando el pasaje retomó una relativa calma, Vacca se acercó con disimulo a Mazor para entablar una conversación. “Me vendieron gato por liebre, yo quería subir a un Boeing intercontinental, de gran escala. Ahora nos veremos obligados a dar saltos de canguro, de país en país”, le dijo el secuestrador. Y soltó su demanda: “Quiero que Aerolíneas Argentinas entregue 100 mil dólares al Hospital de Niños y otros 100 mil a la Comisión de Lucha contra el Mal de los Rastrojos. Lo hago sólo para demostrar que puedo hacerlo. El señor Santucho va a subir en Córdoba o en Chile”.
Pasaron décadas, y en Pergamino aún nadie se explica por qué Pirincho secuestró aquel avión. Y mucho menos, la razón que lo llevó a mentir sobre su pertenencia al Ejército Revolucionario del Pueblo. Rody Piraccini, un periodista de Pergamino, amigo de la infancia de Mazor, le dijo a Infobae: “Él no tenía ninguna formación política. Aquí había un dirigente llamado Amadeo Inocente Viglierchio Biscayart, que en 73 fue diputado provincial, y comandaba la Juventud Peronista. Pirincho participó en algunas reuniones como un muchachito más, sin ninguna relevancia, porque en los años 70 peronistas éramos todos, como dijo el General”, y soltó una risotada.
Pero Mazor no dijo que pertenecía a la JP, ni a Montoneros, sino al ERP. Hay una débil hipótesis que podría explicarlo. En la esquina de la calle San Nicolás y Pinto de Pergamino vivía la familia de Rubén Pedro Bonet, uno de los muertos en la masacre de Trelew del 22 de agosto de 1972, casi un año antes del secuestro de Mazor. Fue parte de los que no pudieron subir al avión de Austral que secuestraron seis guerrilleros de los altos mandos del ERP, FAR y Montoneros (Roberto Mario Santucho, Marcos Osatinsky, Fernando Vaca Narvaja, Roberto Quieto, Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Menna) que huyeron a Cuba con escala en el Chile de Salvador Allende. Piraccini no abona la teoría, pero sabía la historia: “Conocí a la familia del Indio Bonet. Pero lo de Pirincho fue otra cosa. La habrá estudiado, organizado, pero para mí tiene una impronta explosiva, espontánea”.
En este insólito secuestro, un hito casi desconocido que debería integrar el almanaque tragicómico de la Argentina, hasta el nombre que se adjudicó el secuestrador roza lo ridículo. En una de las charlas con el periodista Vacca durante los tiempos muertos en el avión, Mazor le contó que pertenecía a “una nueva fracción del ERP: además del ERP ortodoxo de Santucho, del ERP 22 de agosto y del ERP Fracción Roja, hay otra… el comando que yo comando (SIC). Es un comando suicida que se dedica desde ahora a descubrir traidores. Yo soy el comandante Ciro, ¿sabés? Esta es mi primera acción. Por otra parte, no me gustaría denominarme guerrillero, sino justiciero. Si esto fracasa, yo me quito la vida”.
Vacca lo escribió así: “Ciro”, como el legendario emperador aqueménida. Piraccini, entre risas, desata el nudo: “Pirincho tenía dos aficiones: la naranja Crush, y su ídolo, un cantante de boleros llamado Siro San Román, con ‘s’. Él nos decía que era Siro San Román, y nosotros le decíamos Siro San Mazor”.
El vuelo
En vez de obedecer a Mazor y hacer la primera escala en Córdoba, el comandante Drusi decidió cruzar la cordillera y aterrizar en Chile. A las 14.25 comenzó a distraer a los pasajeros, contando -por ejemplo- que por las ventanillas ubicadas a la derecha podían divisar el Aconcagua. Pero en medio del cruce todo se complicó. Drusi Recibió una noticia inesperada: el aeropuerto santiaguino de Pudahuel se encontraba inoperable por la niebla. Así que regresó a Mendoza para recargar combustible. El primer comisario del avión, Luis María Alejandro, se comunicó con la torre de control a las tres de la tarde.
En Buenos Aires, el presidente Héctor J. Cámpora, que había asumido apenas 9 días antes, ya conocía el trazo grueso del suceso. Él iba a decidir si en tierra cuyana, al avión le permitían cargar el combustible necesario para completar el trayecto a Chile. El comandante del vuelo se lo comunicó a Mazor. Vacca fue testigo de ese momento. Percibió la tensión del secuestrador: comenzó a transpirar y le temblaba el labio superior mientras lanzó una amenaza: “Tienen 5 minutos para entregar el combustible. De lo contrario abriré fuego contra la tripulación y los pasajeros”.
Se hizo silencio. La atmósfera dentro de la cabina se espesó. Con el aire acondicionado apagado por las operaciones técnicas de la escala, las azafatas exigieron a los pasajeros dejar de fumar. Mazor escudriñaba la tarde a través de las ventanillas. Se dio cuenta que miembros de la Fuerza Aérea, armados, comenzaban a rodear la aeronave. Hizo llamar a la torre de control, puso el dedo en el gatillo de la escopeta y lanzó una segunda advertencia, que Vacca reprodujo en la revista Siete Días: “El presidente juega con la vida de 60 pasajeros. Tengo una bomba plástica que se metalizará (SIC) automáticamente. Todo se destruirá a 400 metros a la redonda del avión. Agilicen el trámite de recarga, no me obliguen a provocar una masacre”.
En Pudahuel, la niebla se había comenzado a disipar La visibilidad era suficiente para operar: 1700 metros. Cámpora estaba firme: no le daría nada. Drusi sabía que el combustible estaba justo, pero se arriesgó. El avión despegó desde Mendoza. En Chile gobernaba Salvador Allende. Faltaban 68 días para el golpe de estado de Augusto Pinochet. El comandante de la aeronave sabía que allí sí el gobierno socialista ayudaría a un secuestrador del ERP, como habían hecho el 15 de agosto de 1972 con los seis terroristas de ERP, FAR y Montoneros liberados de la cárcel de Trelew. A ellos les entregó un salvoconducto para continuar su viaje a La Habana. Mazor creyó que su destino sería similar, que en Cuba lo recibirían como a un héroe de la Revolución. Se equivocó. Con Cámpora en el gobierno, Argentina y Cuba acababan de restablecer relaciones diplomáticas, y no sería bien visto que aceptaran de buena gana a un secuestrador. Mazor falló en el timing: 10 días antes, cuando todavía gobernaba Alejandro Agustín Lanusse, quizás la historia hubiese sido distinta.
En el breve trayecto sobre la cordillera, Mazor le pidió a las azafatas que recogieran los documentos de todos los pasajeros. Prieto, el empleado del Banco Nación, pensó que el secuestrador conocía que llevaban un jugoso botín. En voz baja le dijo al sargento Lagos: “Alguien nos vendió. Él sabe nuestros nombres, pero no nos conoce”.
Una vez que tuvo los documentos en su poder, Mazor eligió a cinco pasajeros y los ubicó en la primera fila. Y devolvió los papeles a sus dueños. Jamás supo que bajo sus pies volaban 750 millones de pesos.
A las cinco menos diez de la tarde, el avión se estacionó en el espigón internacional del aeropuerto de Pudahuel. Como en Mendoza, el aire acondicionado se apagó. La cabina se hizo irrespirable. Los pasajeros se inquietaron. Una mujer llevaba a un bebé en un moisés. Había chicos que lloraban. Alguien demostró que tenía colocado un marcapasos. Otro se quejaba que su mujer estaba enferma. Las autoridades chilenas negociaron con Mazor para que dejara descender a los pasajeros y continuara el viaje con la tripulación. El secuestrador aceptó que 39 adultos y 5 niños abandonaran la aeronave en Chile. Mientras tanto, el Boeing 737 era abastecido de combustible JP1.
A las siete y media de la tarde de Argentina, volaban rumbo a la siguiente escala, el aeropuerto de El Callao, en Perú. Cada vez que el avión estaba en el aire, el ambiente se distendía. A Mazor ya lo llamaban por su nombre de pila, Basilio. A esa altura, Vacca, un veterano periodista, tenía la certeza de que el secuestrador no era miembro del ERP. Sobre todo, cuando le mostró los dos revólveres Rubí y la pistola Colt de Prieto y sus compañeros del Banco Nación, que le había confiscado al comisario de a bordo. “Quedate en el molde, Roberto. Están descargados”, le dijo con tono confesional.
Cuando a las diez y cuarto de la noche Drusi estacionó el avión en Perú, Mazor le indicó que oscureciera la nave y pidiera por radio que iluminaran el espigón. También exigió que aquellos que se acercaran para las tareas de recarga de combustible (necesitaban 12.600 litros para la siguiente etapa), el desagote del tanque de los baños y la entrega de 40 raciones de comida, lo hicieran con una linterna colgada del cuello. A cambio, Drusi le pidió, por solicitud de Aerolíneas Argentinas, que permitiera que el piloto Jorge “Chupete” Fernández se sumara a la tripulación. Mazor dudó, pero finalmente aceptó. También dejó que otras seis personas abandonaran la aeronave, entre ellas un periodista tucumano de apellido Nofé.
Las azafatas comenzaron a distribuir las bandejas con comida: lomo con salsa de tomates, puré, arvejas, fiambre con pollo, postre y un vaso de vino. En el avión quedaban 24 personas entre pasajeros y tripulantes. Algunos dormían a lo largo de la fila de asientos.
Después de comer, una de las azafatas le pidió a Prieto que apagara una pequeña radio Philips que llevaba con él. Mazor se percató de la escena. Se acercó caminando por el pasillo. El empleado bancario vio como el secuestrador tapaba con su poncho a un rehén que descansaba . Se sentó a su lado. Le dijo “me pareció que tenía frío”. Y establecieron el único diálogo entre secuestrador y rehén del viaje. Medio siglo después, Prieto lo recordó perfectamente:
-¿Vos tenés una radio, no?
-Si, pero la azafata me pidió que la apagara, porque interfería las comunicaciones del avión.
-¿Sabés quién manda acá?
-Vos, claro…
-Entonces encendé la radio, quiero saber qué dicen de mí.
Por un instante, Prieto pensó en desarmar a Mazor. Curioso como un gato, cegado por el ego, el secuestrador se acercó demasiado al rehén para ver si la radio hablaba de él. El empleado bancario podía oler la adrenalina que desprendía el joven de Pergamino, y sintió el doble caño recortado sobre sus rodillas. Pero desistió: “Pensé en mi pibe, Marcelo, que tenía 9 años…”.
La siguiente escala sería en Panamá. Casi al llegar, Mazor caminaba de un lado a otro por el pasillo. Estaba nervioso como un tigre enjaulado. Vacca se acercó, le preguntó si estaba arrepentido. La respuesta está impresa en papel: “¡De ninguna manera! Esta es una forma de luchar por el pueblo. De evitar que no se pierdan vidas útiles. Mi hijo murió del Mal de los Rastrojos”. Una rato más tarde, Mazor se aproximó a Vacca: “Yo quiero que Santucho me reconozca como miembro del Ejército Revolucionario del Pueblo y que me espere en Panamá. Si Cuba no ampara a un comandante de un grupo armado, diría que el socialismo está fallando la propia cuna”. Estaba derrotado de antemano.
A las cuatro de la mañana, el avión de Aerolíneas Argentinas descendió en el aeropuerto de Tocumen para medir el nivel de aceite de las turbinas. A las seis menos veinte despegó hacia el destino final: el aeropuerto José Martí de La Habana. Antes de llegar, Mazor le entregó a Vacca una carta para Mirian, su mujer: “Querida Mirian: por favor comprendé, esto lo hago por vocación política y no por pedir rescate para mi. Cuida al gordo y cuidate vos. Chau petiza, beso grande para vos y todos. Pronto los volveré a ver”. Nunca pudo cumplir esa promesa.
A las 7.34 del 5 de julio de 1973, el avión carreteó en el aeropuerto de La Habana. La compuerta se abrió. Mazor agradeció a los pasajeros y la tripulación su comportamiento y descendió por la escalerilla. Prieto observó la escena: “Había una fila de soldados, o policías. Uno que tenía jinetas estaba al pie. Cuando terminó de descender, lo cazaron dos de cada brazo. Era chiquito Mazor. Así en el aire lo metieron en un jeep y de ahí no supimos más nada de él. El que comandaba todo agarró la escopeta, apuntó hacia arriba y gatilló. No salieron las balas, estaba trabada…”.
La aventura de Basilio José Mazor terminó en la prisión de Pinar del Río. Cuando salió en libertad se quedó a vivir en Cuba. Se afincó en la ciudad de Artemisa, a 66 kilómetros al oeste y una hora de auto de La Habana. Tuvo varios trabajos. Hasta fue DT de fútbol. Se casó dos veces, la primera con Berta -de quien se separó- y luego con su actual esposa, Gloria. Allí tuvo dos hijas: con la primera a Ivys Nelly, que emigró a México; y con la segunda a Glorieth, que lo hizo a los Estados Unidos. El año pasado sufrió dos hemorragias cerebrales que lo postraron en una cama. Hoy, a los 74 años, se encuentra en franca evolución.
Un par de veces volvió a la Argentina, vio a su hijo Basilio en Córdoba y estuvo en Pergamino. Según su amigo Rody Piraccini, “nunca terminó de encajar en sus regresos”. Para su familia, recuerda el periodista, la noticia del secuestro fue un golpe demasiado duro: “Sintieron la mirada inquisidora del vecindario, de la ciudad. Paulatinamente se disgregaron y se fueron de Pergamino, excepto el padre y el hermano mayor, Arturo. No fue divertido para la familia. No fue una anécdota”. La última vez que vio a Mazor en su ciudad fue hace más de 20 años, cruzando la plaza 25 de mayo. En su memoria, guarda la imagen de un hombre solo y triste.
A su hijo Basilio -que tenía 15 meses cuando Mazor secuestró el avión- se lo llevó su hermana Mercedes a Córdoba en la diáspora familiar. Se crió en el complejo Pablo Pizzurno, y en 1978 fue derivado al hogar del cura Francisco Luchesse. Hoy es maestro mayor de obras, está casado y tiene 13 hijos y varios nietos. Es quien más fuerza hace para que su padre regrese a la Argentina.
Hace 51 años, según recordó Prieto, el vuelo de regreso fue una fiesta. Al atravesar el Ecuador, el comandante Drusi -que luego de jubilarse se mudó a Bariloche, donde falleció- bañó con champagne a los pasajeros. El empleado del Banco Nación trajo de Cuba una caja de habanos para su suegro, una tumbadora para su hijo y un vestido para Martha, su esposa. “‘¿Para mí? Nada, había vivido la aventura de mi vida”.
El avión tocó tierra en Buenos Aires el 9 de julio de 1973. En la bodega, intactos, estaban los 750 millones de pesos.