Con su característica sonrisa, el anciano presidente al que se le notaba una respiración dificultosa, se señaló el pecho y dijo: “Mi mayor preocupación es de acá”. Eso se lo confesó Juan Domingo Perón a Ricardo Balbín, jefe del radicalismo, en Casa de Gobierno. Fue el sábado 8 de junio de 1974 y esa fue la última vez que se vieron.
Perón, quien no llegaría a los 79 años el 8 de octubre, admitió que tenía los días contados y se quejó del error de haber accedido al viaje que había hecho al Paraguay el día anterior. Allí, soportó una llovizna en ceremonias al aire libre con tres grados de temperatura.
Balbín, que el mes siguiente cumpliría los 70, le alertó que los vaivenes en la economía repercutirían negativamente en la política. El presidente lo habría sondeado sobre una futura colaboración del radicalismo en el manejo de la economía, aunque el radical insistía públicamente que nadie apartaría a su partido del papel de opositor que se le había asignado y que no se aceptarían puestos en el gobierno.
En una reunión que duró una hora y media, hablaron de la reforma constitucional y de una suerte de nuevo acuerdo de San Nicolás que venía insinuando el radical. También se mencionó la cuestión de la radiodifusión, tema que el parlamento iba a discutir, y le advirtió a Perón que todo proyecto que suplantase la iniciativa que debía partir del Congreso sería categóricamente rechazada por el radicalismo.
Balbín se había impuesto en la interna contra su antiguo discípulo Raúl Alfonsín de una forma contundente que le había impedido al alfonsinismo el acceso a la mesa directiva del partido. Solo en la provincia de Buenos Aires, la Línea Nacional obtuvo 70.994 votos contra 39.319 de Renovación y Cambio. Balbín era el jefe del partido desde 1956.
Casi al final del encuentro se sumó Isabel. “¿Sabe doctor, que en mi familia tiene usted a una correligionaria?”, a lo que Balbín respondió: “Esta sorpresa me resulta de las más agradables”.
A la salida le confesó a los periodistas que tenía la impresión de que Perón no se sentía comprendido, aunque el anciano presidente tenía en claro que los partidos de la oposición estaban trabajando mejor que el propio.
Lo que le llamó la atención a Balbín fue que Perón tomaba nota de lo que entonces señalaba, algo que nunca había hecho en los encuentros anteriores. El misterio quedó develado el 12 de junio, en su última aparición pública, primero en cadena y luego desde los balcones de la Rosada, ante una Plaza de Mayo colmada. El radical reconoció conceptos suyos en el discurso del anciano presidente, quien en tono severo y admonitorio advirtió que tanto su pacto social como el gobierno de unidad nacional naufragaban. Y como por la cadena que se emitió por la mañana dio a entender que podría renunciar, la CGT decretó un paro general con movilización a la plaza, como una forzada reedición del 17 de octubre de 1945.
Esa fría tarde Perón, protegido con un abrigo con cuello de piel, dijo que “me llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mi, es la palabra del pueblo argentino”.
Una vida de enfrentamientos
Veintitrés días después Perón murió y así se cerró una larguísima historia de treinta años que fueron de rivalidades a muerte a increíbles coincidencias. Todo había comenzado en 1943 con la estrategia de captación de radicales que el joven coronel Perón había implementado para su proyecto presidencial y que un joven Balbín, líder de la renovación bonaerense, no se había dejado convencer, a diferencia de muchos de sus correligionarios. Fue luego jefe del bloque de los 44 diputados que lideró una acérrima oposición que llevó a fuertes enfrentamientos, que incluyeron desafueros, atentados y exilios. El propio Balbín sufriría once meses de cárcel por diversos desacatos a la figura presidencial y a la de su esposa.
El radicalismo colaboraría con la autodenominada Revolución Libertadora y el peronismo, proscripto y visible a través de los votos en blanco, pactó con Frondizi e hizo lo posible para embarrarle la cancha al gobierno del radical Arturo Illia. Cuando éste fue derrocado en 1966, Perón desde el exilio expresó su beneplácito por haberse terminado un gobierno corrupto que estaba anclado en políticas y costumbres del 1800. Pero Balbín comprendió que sin el concurso del peronismo, todo sería más difícil y sentenció: “No más antiperonismo”.
Fue cuando comenzaron a gestarse contactos reservadísimos por carta y por emisarios entre ambos políticos. El militar le mandó un mensaje desde su exilio español: “Dígale al doctor Balbín que me indulte como yo lo indulté a él”.
El ex presidente llegó al país el 17 de noviembre de 1972 y dos días después lo invitó a conversar a solas en la residencia de Gaspar Campos. Un descomunal embotellamiento -algunos dicen que provocado por López Rega que no quería que prosperase la relación- hizo que el líder radical llegase tarde cuando ya había empezado una reunión con los políticos nucleados en La Hora del Pueblo. Perón entonces lo abrazó y aseguró que ambos representaban al ochenta por ciento del país y que debían ponerse de acuerdo. A partir de ahí ambos mantuvieron una relación cordial, de respeto, como si siempre hubiesen sido amigos.
Después de ese último encuentro del 8 de junio, Perón había dispuesto a sus médicos que mantuviesen informado a Balbín de su estado de salud, que declinaba indefectiblemente. El lunes 17 de junio fue el último día en que el presidente pisó la casa de gobierno. Había llegado cerca de las 8, recibió al consejo directivo de la CGT en la sala de situación y cuando el encuentro terminó a las 10 y media, se retiró a Olivos.
La fórmula compartida
Cuando el primer mandatario murió, Balbín recibió un llamado del ministro del Interior Benito Llambí, quien lo convocaba a la quinta de Olivos, donde lo esperaba la presidente Isabel Perón. Pasadas las 15 horas llegó en un Valiant procedente de la ciudad de La Plata, le dio sus condolencias a la viuda y luego de unos breves minutos se incorporaron a la reunión los ministros de Relaciones Exteriores Alberto Vignes, de Economía, José Gelbard y de Bienestar Social, José López Rega. Unos 45 minutos después dejó el lugar, y en el portón de salida subió la ventanilla del automóvil para no hacer declaraciones a la nube de periodistas que rodeaban el vehículo.
La mañana en el que falleció, Perón habría querido buscar la forma legal de pasarle el poder a Balbín, rememorando aquellos meses de 1973 donde se había hablado de conformar una fórmula Perón-Balbín para las presidenciales de septiembre.
Ante esta sorprendente iniciativa, el intrigante López Rega gritaba indignado de que era inconstitucional mientras Isabel se mantenía inmutable. Según el periodista Heriberto Kahn, el secretario Legal y Técnico Gustavo Caraballo le explicó a Perón las enormes dificultades legales que tal medida traería aparejada. Perón entonces le dijo a Caraballo que se olvidase del tema y, dirigiéndose a su esposa, le pidió: “Pero de todos modos, nunca tomes una decisión importante sin consultarlo a Balbín”.
La muerte del presidente hizo que todos mirasen al radical y algunos sectores políticos imaginaron que podría armarse un gobierno de coalición. Cuando representantes de la Juventud Radical y de Franja Morada fueron a verlo a Balbín para discutir sobre el futuro institucional del país, les respondió que “ha muerto el presidente de la nación, pero éste no es un nuevo gobierno. Es el mismo gobierno y las instituciones continúan”, señaló.
La capilla ardiente se había armado en el salón Azul del Congreso. Balbín fue uno de los 12 oradores elegidos para despedir los restos que se hizo en el salón de los Pasos Perdidos, y lo haría en nombre de los partidos políticos. Se lo había pedido Llambí e intentó excusarse hasta que ante la insistencia del funcionario, aceptó.
El 3 de julio había estado reunido con Antonio Tróccoli, Juan Carlos Pugliese y Enrique Vanoli, quienes le insistieron en que llevase algo escrito. “Yo no quiero leer, no se leer”, se negó.
Camino al Palacio Legislativo, estaba nervioso porque no tenía en claro qué decir, aunque sí tenía pensado enlazar la figura del fallecido con la de Hipólito Yrigoyen. Vestía traje oscuro y llamó la atención sus manos que no despegó del costado del cuerpo, actitud que obedecía a la timidez del momento. Más tarde confesaría que no sabía dónde ponerlas.
Se sorprendió al ser anunciado entre los primeros oradores, así se notó en la mirada que le hizo a Tróccoli, que estaba a su lado.
Ocho minutos para la historia
“Llego a este importante y trascendente lugar trayendo la palabra de la Unión Cívica Radical y la representación de los partidos políticos que, en estos tiempos, conjugaron un importante esfuerzo al servicio de la unidad nacional: el esfuerzo de recuperar las instituciones argentinas y que, en estos últimos días, definieron con fuerza y con vigor su decisión de mantener el sistema institucional de los argentinos. En nombre de todo ello, vengo a despedir los restos del señor presidente de la República de los argentinos, que también con su presencia puso el sello a esta ambición nacional del encuentro definitivo, en una conciencia nueva, que nos pusiera a todos en la tarea desinteresada de servir la causa común de los argentinos”.
“No sería leal si no dijera también que vengo en nombre de mis viejas luchas, que por haber sido claras, sinceras y evidentes, permitieron en estos últimos tiempos la comprensión final, y por haber sido leal en la causa de la vieja lucha, fui recibido con confianza en la escena oficial que presidía el presidente muerto”.
“Ahí nace una relación nueva, inesperada, pero para mí fundamental, porque fue posible ahí comprender, él su lucha, nosotros nuestra lucha y, a través del tiempo y las distancias andadas, conjugar los verbos comunes de la comprensión de los argentinos”.
“Pero guardé yo, en lo íntimo de mi ser, un secreto que tengo la obligación de exhibirlo frente al muerto. Ese diálogo amable que me honró, me permitió saber que él sabía que venía a morir a la Argentina, y antes de hacerlo me dijo: ´Quiero dejar por sobre todo el pasado, este nuevo símbolo integral de decir definitivamente, para los tiempos que vienen, que quedaron atrás las divergencias para comprender el mensaje nuevo de la paz de los argentinos, del encuentro en las realizaciones, de la convivencia en la discrepancia útil, pero todos enarbolando con fuerza y con vigor el sentido profundo de una Argentina postergada´”.
“Por sobre los matices distintos de las comprensiones, tenemos, todos hoy aquí en este recinto que tiene el acento profundo de los grandes compromisos, que decirle al país que sufre, al pueblo que ha llenado las calles de esta ciudad sin distinción de banderías, cada uno saludando al muerto de acuerdo a sus íntimas convicciones -los que lo siguieron, con dolor; los que lo habían combatido, con compresión-, que todos hemos recogido su último mensaje: “He venido a morir en la Argentina, pero a dejar para los tiempos el signo de paz entre los argentinos”.
“Frente a los grandes muertos tenemos que olvidar todo lo que fue el error, todo cuanto en otras épocas pudo ponernos en las divergencias; pero cuando están los argentinos frente a un muerto ilustre, tiene que estar alejada la hipocresía y la especulación para decir en profundidad lo que sentimos y lo que tenemos. Los grandes muertos dejan siempre el mensaje”.
“Sabrán disculparme que recuerde, en esta instancia de la historia de los argentinos, que precisamente en estos días de julio, hace cuarenta y un años el país enterraba a otro gran presidente: el doctor Hipólito Yrigoyen”.
“Lo acompañó su pueblo con fuerza y con vigor, pero las importantes divergencias de entonces colocaron al país en largas y tremendas discrepancias, y como un símbolo de la historia, como un ejemplo de los tiempos, como una lección para el futuro, a los cuarenta y un años, el país entierra a otro gran presidente. Pero la Fuerza de la República, la comprensión del país, pone una escena distinta, todos sumados acompañándolo y todos sumados en el esfuerzo común de salvar para todos los tiempos la paz de los argentinos”.
“Este viejo adversario despide a un amigo. Y ahora, frente a los compromisos que tienen que contraerse para el futuro, porque quería el futuro, porque vino a morir para el futuro, yo le digo señora presidente de la República: los partidos políticos argentinos estarán a su lado en nombre de su esposo muerto, para servir a la permanencia de las instituciones argentinas, que usted simboliza en esta hora”.
Esos ocho minutos y monedas causaron un gran impacto, la gente lo paraba por la calle para felicitarlo y los propios peronistas lo inundaron de cartas que lo colmaban de elogios. Era el hombre clave de la crisis institucional.
El viernes 5 fue invitado a una reunión con Isabel. Pensó que sería a solas y que se le consultaría sobre cuestiones de gobierno. Eran evidentes las dificultades económicas, la escasez de productos básicos y el hervidero dentro del peronismo, donde sus gremialistas habían lanzado una suerte de huelgas en cadena que se habían frenado solo un poco con el mensaje de Perón del 12 de junio.
Pero lo que encontró Balbín fue algo muy distinto: estaba el gabinete en pleno, la cúpula de la CGT, las 62 Organizaciones -cuyas divergencias eran notorias- la CGE, las autoridades del Partido Justicialista y los tres comandantes de las fuerzas armadas.
El principal tema abordado, a instancias de la presidente, fue el del cuestionado López Rega. Abiertamente Balbín, junto al senador José Antonio Allende, el ministro de Defensa Angel Robledo y el almirante Eduardo Massera, dijo que para mejorar la imagen del gobierno el ministro de Bienestar Social debía alejarse. Los que defendieron al ministro fueron Otero, Vignes y Gelbard. Esa postura casi le costó la vida: el 16 de noviembre, viajando en auto hacia La Plata por el Camino de Cintura, desde dos autos balearon al de su custodia. Luego de que su entorno descartó que haya sido una iniciativa de la guerrilla, cayeron en la cuenta que detrás estaba el ministro.
El cierre del debate ese día en Olivos lo puso Isabel, argumentando que las imputaciones que se le formulaban a su ministro eran inconsistentes. Al salir, Balbín le dijo a su secretario Vanoli: “Esto fue una trampa”. Ese viejo adversario comprendió que venían tiempo aún más difíciles de aquellos en los que gobernaba su amigo.