El último amor de Perón, al calor del caribe y una fiebre llamada “el trancazo”

Cuando estaba exiliado en Panamá, en diciembre de 1955, Juan Domingo Perón conoció a Isabelita. El primer encuentro que sólo ella recordaba. El mal que le hizo perder cinco kilos y la ayuda que recibió del ex presidente. Y el día que supo que quería vivir para siempre con ese hombre

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Perón e Isabel, al poco
Perón e Isabel, al poco tiempo de conocerse

Quizás haya sido el azar. Quizás, el destino. Pero existió un momento en que la vida de Juan Domingo Perón y la de María Estela Martínez Cartas se cruzaron para siempre. Fue lejos de la Argentina y en el peor momento político del presidente destituido y perseguido por la autodenominada “Revolución Libertadora”.

No era la primera vez que se veían, pero aquel primer encuentro sólo quedaría grabado a fuego en la memoria de ella. La historia completa aparece en la novela de no ficción “Isabel. Lo que vio, lo que sabe, lo que oculta” de autoría de este cronista.

Panamá, diciembre 1955.

Isabel. Así quería que la llamaran sus compañeras de ballet. Aunque su nombre real era otro, ella sentía que Isabel sonaba mejor. Era más corto. Más efectivo. Más artístico. Y encima era un homenaje a su madre postiza Isabel Zoila Gómez, la mujer que la había cobijado, junto a José Cresto, cuando ella tuvo que huir de su casa.

Llevaba pocos días en Panamá. Atrás habían quedado Santiago de Chile, Montevideo, Guayaquil, Cali y Medellín. Fue, justamente, en Colombia donde tuvo que esperar la orden de Joe Herald, el dueño de una compañía de baile que había puesto la mirada sobre ella. Bastó un llamado para que viajara a iniciar una nueva escala de la gira.

Mientras planificaban la puesta en escena del show, Herald reunió al elenco y les contó con asombro lo que había vivido dos noches atrás. Al principio, pensó en una coincidencia estética. Después, creyó que se había vuelto loco. Un hombre gigante cruzaba el lobby del hotel donde se estaba alojando. Había algo que le resultaba familiar.

-No puede ser cierto- se dijo sin perderlo de vista.

Pero luego, cuando lo observó alejarse aún más pudo reparar en su espalda triangular, en su nuca al ras y, sobre todo, en esos pantalones por encima de la cintura.

Ya no tuvo dudas.

Era él.

Así fotografió la revista Life
Así fotografió la revista Life a Perón en Panamá, y es lo que vio Isabel al ingresar a su habitación

Perón estaba en Panamá.

Herald lo corrió hasta la calle, sorteó a la custodia y le contó de su compañía de baile con acento argentino. El General lo escuchó con atención y quedó fascinado con la idea de presenciar el espectáculo.

Esa misma noche las chicas bailarían para un solo espectador.

Isabel escuchó la anécdota con excitación. La presencia de Perón era una oportunidad única.

-Seguro que el General no me recuerda, pero una vez lo tuve muy cerca.

Fue una tarde de 1948, cuando había ido de visita a la quinta de su cuñado, en San Vicente. El presidente se detuvo a saludar a unos chicos que jugaban en la calle, y los vecinos del barrio se amontonaron para conocerlo.

Las otras bailarinas y el propio Herald la rodearon interesados por la anécdota.

Isabel jamás había olvidado los detalles. Incluso, todavía la emocionaban de tal manera que le afinaban aún más la voz.

El General quedó fascinado con el espectáculo. Invadido por la nostalgia del destierro se permitió vibrar en cada taconeo y regresar, aunque sea por unos minutos, a la tierra de donde había sido expulsado.

Isabel conoció a Perón cuando
Isabel conoció a Perón cuando era bailarina del ballet de Joe Herald

Un banquete frustrado frente al Mar Caribe

Al finalizar aquel show, las bailarinas fueron invitadas a pasar la Navidad en el balneario María Chiquita. Las esperaban con un banquete a orillas del Mar Caribe. Bajo la sombra de tres palmeras ubicaron una mesa con una bandeja de ceviche, un poco de hojaldra, una fuente de carimañolas y un pastel de yuca para rellenar con carne o mariscos. Algo de chicha de maíz, para beber; y un buen champagne francés, para el brindis final.

Perón apareció con la fiesta empezada. Vestía una camisa de lino sujetada por un moñito más pequeño que su sonrisa y un pantalón ancho que hacía interminables sus piernas. Saludó, una por una, a las bailarinas. Las felicitó por el despliegue del espectáculo y se retiró a un costado a conversar con Joe Herald.

Ese mediodía, Isabel apenas pudo cruzar alguna sonrisa lejana con el General. Alguna mirada errante, algún rodeo. Hubiera querido recordarle aquella anécdota de la moto, o expresarle cuanto sentía que los militares lo hubieran expulsado del país para condenarlo al exilio, o preguntarle como había superado la muerte precoz de Evita.

Pero no pudo. No supo cómo sortear su propia timidez.

Ni siquiera lo había visto partir, como aquella tarde entre la sombra de los eucaliptus de San Vicente.

Cuando regresó de la playa, de sacarse fotos junto a otra de las bailarinas, Perón ya no estaba ahí. Ni su sombra había quedado. Sólo los custodios envalentonados por el champagne tibio.

Isabel se frustró de rabia.

Isabel, con un caniche, la
Isabel, con un caniche, la raza de perro favorita de Perón

El trancazo

A los pocos días de aquella función de ballet tan especial y del frustrado encuentro en la playa caribeña, Isabel contrajo una gripe virósica que casi le quita la vida.

-Es el trancazo, señorita – le diagnosticó el médico que la atendió de lástima.

Así llamaban en Panamá a una epidemia que atacaba al Caribe.

Por varios días necesitó compresas de agua fría sobre la frente para paliar las altas temperaturas.

El cuerpo le ardía. Los huesos le chillaban. El estómago le burbujeaba.

Perdió cinco kilos en tres días. Su contorno esquelético empezó a extraviarse entre los pliegues de las sábanas. No tardaron en llegar a oídos del General los detalles. Perón envió a un custodio a interiorizarse. No iba a permitir que una compatriota se muriera lejos de sus afectos.

La recuperación de Isabel fue lenta. El cuerpo le había quedado débil como una marioneta. Ya no volvería a bailar. No por lo menos de manera profesional. La cadera no aguantaría el movimiento de sus piernas. La columna no soportaría el aleteo de sus brazos. Dijo basta.

Perón había costeado el tratamiento que le permitió sobrevivir.

Isabel sintió ese gesto como una señal y buscó la manera de retribuírselo. Ni bien pudo levantarse de la cama fue hacia el edificio Lincoln donde expresidente atravesaba su exilio.

Perón en el exilio en
Perón en el exilio en Venezuela, en 1957. Ya estaba con Isabel

El encuentro definitivo

El calor caribeño condensaba un aire húmedo, pero nada la detenía. Ni su cuerpo dañado, ni su vestido empapado por la transpiración, ni esa soledad que la carcomía y le había borrado de un plumazo la sonrisa.

Isabel insistió con el timbre.

No podía imaginar con qué se iba a encontrar al otro lado de la puerta. Si se dejaba llevar por sus deseos, lo único que quería era que fuera Perón quien la recibiera.

La puerta se abrió rechinando. La luz interior la encandiló, apenas pudo alcanzar a ver una sombra apoyada sobre el marco. Primero pensó que se trataba del General. Lo pensó por el porte del hombre que la recibía en silencio.

Le costó hablar.

-Buenas tarde, mi nombre es María Estela Martínez, soy la bailarina argentina que recibió ayuda del General Perón - dijo titubeando. He venido para agradecerle el gesto de humanidad.

Las palabras de Isabel retumbaron en el pasillo.

Isaac Abraham Gilaberte, el principal custodio de Perón escuchó atento la presentación y, sin inmutarse, le indicó con un movimiento de cabeza que ingresara. Al principio, no supo cómo reaccionar. No esperaba que las cosas resultaran tan sencillas.

- ¡Vamos, mujer, hace mucho calor en el pasillo! ¡Entre de una buena vez! – dijo el custodio ya con un tono de fastidio.

Gilaberte tenía modales adustos y una calvicie prominente. Era uno de los hombres leales que habían sido expulsados junto a Perón por los militares argentinos. Un peronista de ley dispuesto a dar la vida por su líder.

Isabel dio un paso corto, después otro y otro más; como si estuviera aprendiendo a hacerlo por primera vez. Y cuando se quiso dar cuenta ya estaba adentro del departamento dónde Perón atravesaba el exilio.

La primera impresión fue extraña. Hubiera imaginado otros lujos. Ya lo había notado al llegar. Los autos del playón eran antiguos. Incluso, algunos estaban destartalados. Los chicos que jugaban en la vereda se divertían con piedras y ramas de árboles. Nada de barriletes ni pelotas de tiento. Los pocos vecinos que había cruzado en el camino eran trabajadores humildes. Lo había percibido en la ropa sencilla, en las caras de cansancio.

Las comodidades del departamento también la sorprendieron.

Un piso de ladrillos desgastado.

Una mesa de madera y tres sillones de mimbre.

A los sillones le faltaban los almohadones.

Al mimbre, un poco de brillo.

¿Así vive Perón?, pensó.

Un cortinado de cretona oscurecía parte del ambiente. Desde un balcón con vistas al mar entraba una brisa que atenuaba el calor.

No había rastros del General.

Una caminata de Perón e
Una caminata de Perón e Isabel en el exilio

Salvo por lo que resaltaba en una de las paredes: un retrato de Evita inmortalizado en oleo. Isabel se acercó a mirarlo. Recordó el encuentro en San Vicente ante la sombra de los eucaliptus. No tenía dudas de que Evita, en persona, era mucho más hermosa. La sonrisa angelical. Los ojos sinceros. El pelo dorado al viento.

- ¿Usted es una de las chicas del ballet de Herald? – la sorprendió el custodio.

Isabel asintió con la cabeza.

Gilaberte continuó: -Fui yo quien se acercó, por orden del General, a llevarle los medicamentos. Usted estaba tendida en la cama en un estado delicado.

Isabel hizo un gesto de reverencia. Hubiera preferido entablar ese diálogo con Perón. En definitiva, para eso se había levantado de la cama.

¿Por qué no ofrecerse para cualquier puesto de trabajo? ¿Porque no contarle de sus conocimientos en dactilografía, de su ductilidad para adaptarse a nuevas tareas?

Era evidente que el custodio no era la persona indicada.

Prefirió esperar.

-Como le dije antes, llegué hasta aquí con la intención de agradecerle el gesto humanitario que tuvo conmigo el General.

Cuando el custodio se preparó para responder el cumplido, una voz lo interrumpió. El sonido llegaba desde una de las habitaciones. Alguien se aproximaba.

- Señorita, gracias por arrimarse a mi refugio, pero nada tiene que agradecernos. Intuyo que usted hubiera hecho lo mismo por un compatriota sufriente de salud lejos de su tierra.

Isabel quedó petrificada.

El General, recién salido de la ducha, arrastraba un perfume singular.

Ella lo contempló con la mirada.

Fueron segundos que le parecieron infinitos.

Una musculosa blanca resaltaba sus brazos.

La frente interminable.

El pelo arrastrado por la gomina.

Los ojos achinados.

Los dientes blanquísimos.

Y esa sonrisa generosa.

Isabel supo, en ese instante, que ése era el hombre con el que deseaba vivir el resto de su vida.

- ¡Siéntese, mujer, le podemos ofrecer algo fresco para tomar!

La voz de Perón volvió a sonar con la certeza de la inmensidad.

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