29 de Junio, fiesta de san Pedro y san Pablo. Día de fogatas (al igual que la noche de San Juan) de batatas y de bailes. Pero hablemos un poco de quien fueron Pedro y Pablo. Es difícil pensar en dos hombres más diferentes entre sí en historia y vocación que los santos Pedro y Pablo. Sin embargo, no sólo ambos son recordados como dos bastiones de fe y símbolos de la Iglesia Cristiana, sino que incluso comparten la misma festividad, el 29 de junio.
En esa fecha, según la tradición, en el año 67 d.C. San Pedro y San Pablo fueron martirizados en Roma durante las persecuciones ordenadas por el emperador Nerón contra los cristianos. Esto según el Martirologio Romano, los “Synaxarii” de las Iglesias Orientales (colecciones de vidas de santos) y el “Decretum Gelasianum” el cual es un documento del siglo V que contiene varias listas de material religioso, sobre todo las fechas de los mártires.
Aunque es casi seguro que tanto Pedro como Pablo sufrieron el martirio por voluntad de Nerón, el primero crucificado cabeza abajo, el segundo decapitado entre el 64 d.C. y el 67 d.C., el hecho de que los dos asesinatos tuvieran lugar el mismo día del mismo año es altamente improbable, aunque la tradición milenaria los ubica así.
Es más plausible que la elección de conmemorar la muerte de los santos Pedro y Pablo el 29 de junio derive del deseo de convertir una fiesta pagana en una celebración cristiana, como ha ocurrido a lo largo de los siglos con muchas otras fiestas religiosas. De hecho, el 29 de junio coincidió con la fiesta de Rómulo y Remo, fundadores de Roma. Probablemente los cristianos quisieron rendir homenaje a los dos fundadores de la Iglesia ese mismo día, como para celebrar el nacimiento de una nueva Roma cristiana.
Pedro
Veamos la vida de cada uno de ellos, los cuales fueron los pilares de la cristiandad. Simón, que cambió su nombre por el de Pedro cuando decidió seguir a Jesús junto con su hermano Andrés, fue el primero de los discípulos en reconocer a Jesús como Mesías e Hijo del Dios vivo como nos lo narra el evangelio de Mateo: “Entonces Jesús, llegando cerca de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo, el Hijo del hombre?” Y ellos dijeron: “Uno Juan el Bautista, un Elías, un Jeremías o alguno de los profetas”. Él les dijo: “¿Y quién decís que soy yo?” Y Simón Pedro respondió y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Y respondiendo Jesús, le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni carne ni sangre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos. Y también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no podrán vencerla. Y os daré las llaves del reino de los cielos; Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatares en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Más adelante, mientras Jesús estaba siendo juzgado, fue negado tres veces por Pedro, y no podemos dejar de centrarnos en su debilidad, en los defectos que lo hacen un ser humano entre los seres humanos. Es increíble pensar que este hombre a quien Jesús definió como de poca fe, al no creer que podría caminar sobre el agua para llegar a él (Mateo 14:22-36), se convierta en el fundamento mismo de la fe cristiana y el fundamento mismo de la fe cristiana y roca cohesiva sobre la cual será fundada la iglesia.
Sin embargo, este era Pedro antes de ser lo que Jesús le pidió que fuera. Un hombre, un pescador que arrojó sus redes al Mar de Galilea, y que esperaba la venida del Mesías predicada por los profetas y declarada inminente por Juan Bautista. Jesús le pidió que subiera a su barca para predicar y, bendecido con una pesca milagrosa, Simón decidió dejarlo todo, incluso su nombre, y seguir a Jesús proclamándose pescador de hombres. Pedro también fue testigo de la Transfiguración de Jesús, junto con Santiago y Juan.
Ardiente e impulsivo, Pedro esperaba un Mesías que fuera un guía espiritual, pero también un guerrero, un rey conquistador que rompiera el yugo de Roma. La personalidad y el carisma de Jesús, sin embargo, lo conquistaron por completo. Incluso en el momento de la detención de este último, resurgió el antiguo ardor de Pedro, que lo impulsó a empuñar su espada contra los guardias que habían venido a llevarse a Jesús y a herir con su espada a uno de ellos. Esto no le impedirá negarlo tres veces, acto del que se arrepentirá amargamente.
La mañana de Pascua, cuando el sepulcro de Cristo fue encontrado vacío por las mujeres y Jesús se apareció ante los demás, Pedro corrió hacia allí. Desde este momento los Hechos de los Apóstoles y los textos sagrados nos traen continuas confirmaciones del papel plenamente asumido por el Apóstol.
El día de Pentecostés, mientras el Espíritu Santo descendía en lenguas de fuego y daba a los discípulos la capacidad de hablar en todas las lenguas del mundo, Pedro arengaba a la multitud, turbada y asustada, declarando a Jesús Señor y Mesías, resucitado de entre los reino de los muertos y ascendido al cielo, para realizar aquel milagro. Su discurso empujará a muchos de los presentes a convertirse y pedir el bautismo, y miles llegarán en los próximos días por el mismo motivo.
El mismo día Pedro también comienza a predicar la Buena Nueva, lo que le llevará a ser arrestado varias veces por los judíos y los romanos. En particular recordamos el arresto por parte del rey Herodes Agripa, del que el apóstol escapó gracias a la intervención de un ángel.
Cuenta la leyenda que, mientras intentaba huir de Roma por la vía Apia para escapar del arresto, se le apareció Jesús, el apóstol le preguntó: «Quo vadis Domine» (¿A dónde vas, Señor?) a lo que Cristo contesta: «Romam vado iterum crucifigi» («Voy hacia Roma para ser crucificado de nuevo») Hoy, en el lugar donde la tradición marca que aconteció el hecho se levanta una muy pequeña capilla llamada “Del Quo Vadis” sobre al vía Apia.
Pedro volvió sobre sus pasos, se dejó arrestar y aceptó el martirio. La elección de morir crucificado cabeza abajo fue tomada por el mismo Pedro, que no se consideraba digno de morir como su amado Maestro. Fue enterrado en la colina del Vaticano y, con el tiempo, se construyó alrededor de su tumba la Basílica de San Pedro, que aún alberga su tumba.
Pablo
Se llamaba Saulo de Tarso antes de convertirse y ser conocido como Pablo. Cabe destacar que nunca conoció a Jesús en vida, pero se le recuerda como su primer misionero, el predicador supremo de su Palabra a los judíos, griegos y romanos, los llamados ‘gentiles’, entendidos de hecho como paganos. Fue gracias a él y a San Pedro que el mensaje evangélico se extendió por toda la zona mediterránea de la época. Sus escritos excepcionales lo convierten en el primer teólogo de la historia del cristianismo.
Era un judío helenizado, un aristócrata, un ciudadano romano. Orgulloso defensor de las tradiciones judías, dedicó la primera parte de su vida a perseguir a los cristianos, a quienes veía como una secta peligrosa que debía ser erradicada por cualquier medio.
Precisamente mientras cumplía su deber de exterminador de cristianos conoció su destino. En los Hechos de los Apóstoles (Hechos 9,1-9) leemos cómo, mientras viajaba hacia Damasco para perseguir a un grupo de cristianos que habían huido de Jerusalén, Saulo fue alcanzado por una luz deslumbrante que lo dejó ciego. En el resplandor oyó una voz que decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9, 4). Después de aquel suceso milagroso, el hombre vagó durante tres días hasta llegar a Damasco, donde fue recibido y atendido por Ananías, líder de los cristianos de la ciudad. Así se produjo su conversión y el inicio de su misión como misionero incansable de Jesús.
Fue precisamente de su conversión que San Pablo se inspiró para comenzar su predicación. No es una misión fácil, teniendo en cuenta que en todas partes se nos recuerda su odio hacia los cristianos. Pero Pablo no se desanimó. Bautizado por Ananías, y tras vivir algún tiempo en Damasco entre la comunidad cristiana, emprendió varios viajes. La tradición señala tres viajes misioneros principales: el primero en las regiones de la actual Turquía, en la isla de Chipre, en la ciudad de Antioquía y en Siria; el segundo en Grecia; el tercero nuevamente en Asia. Hubo un cuarto viaje, que Pablo emprendió como prisionero, a Roma. Aquí los Hechos de los Apóstoles interrumpen la historia relativa a su vida. Murió decapitado durante las persecuciones iniciadas por Nerón. Sus restos aún se encuentran en la Basílica de San Paolo Fuori le Mura.
El testimonio de su labor evangélica permanece, así como en las crónicas y relatos de la época, sobre todo en sus obras escritas. Nos referimos a las Cartas que escribió a las comunidades cristianas que tocó durante sus viajes apostólicos o que él mismo fundó. Se convirtieron en parte del Nuevo Testamento. En ellos san Pablo se convierte en portavoz de Dios y de su promesa de salvación. Aquella salvación que lo había iluminado primero, arrebatándolo de su antigua vida y convirtiéndolo en el más ferviente de los apóstoles, aunque nunca conoció a Jesús en vida.
Dejando de lado la tradición de que estuvieron en Roma en la misma época y fueron asesinados el mismo día, podemos reconocer los rasgos que unen a San Pedro y Pablo, estos dos hombres tan diferentes, y hacer que sean celebrados juntos, en su común deseo de difundir el mensaje evangélico y el legado dejado por la experiencia humana y mortal de Jesús.
Pedro fue la “piedra” sobre la que se construyó la Iglesia: ”Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam” es una frase del Nuevo Testamento que significa “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Vale la pena recordar y ver que esta frase está escrita en el tambor de la cúpula de la basílica de san Pedro de Roma, así como el guía del rebaño de Dios. Pablo fue el más ferviente predicador de la Palabra en todo el mundo mediterráneo, el primer misionero de la historia .
Tampoco cabe duda del vínculo de los santos Pedro y Pablo con Roma, donde ambos murieron, pero sobre todo con el renacimiento cristiano al que ambos aspiraban. En 2012, el Papa emérito Benedicto XVI los declaró a ambos “patronos principales de la Iglesia de Roma”. Aún hoy, Roma los recuerda con una gran celebración, durante la cual tiene lugar un impresionante espectáculo de fuegos artificiales, mientras San Pedro se adorna con un magnífico despliegue floral y el Papa regala una faja de lana blanca (el palio) a los obispos de la ciudad, antes de besar los pies de la estatua de San Pedro que se encuentra en la basílica homónima que para la ocasión se cubre con todas las vestiduras papales, inclusive la Tiara.
También en esta fiesta el Patriarca Ortodoxo de Constantinopla o sus delegados, suelen visitar la Basílica de San Pedro, demostrando la intención que, en algún momento, ambas denominaciones cristianas vuelvan a ser una.
Aunque diferentes, aunque distantes en historia y experiencia, y a pesar de haberse enfrentado precisamente por estas diferencias, san Pedro y Pablo son como hermanos complementarios, unidos por el Evangelio del que fueron mensajeros y custodios. En los Discursos de San Agustín leemos: “Sólo se dedica un día a la fiesta de los dos apóstoles. Pero ellos también eran uno. Aunque fueron martirizados en días diferentes, eran uno en Cristo”.