El hombre que le tenía pánico a la intimidad emocional

La intimidad puede resultar intolerable. Y a veces terminamos escapándonos de lo que más necesitamos. Una historia para reflexionar

A veces la intimidad puede resultar intolerable (Imagen Ilustrativa Infobae)

Me puse unos jeans de marca y una remera pegada al cuerpo. Me afeité bien y rocié con el perfume de moda. Bajé del departamento que alquilábamos sobre la calle Gorlero, en aquellos tiempos la Meca de la movida en Punta del Este.

Eran las primeras vacaciones en un lugar que había soñado tantos años. Nosotros siempre íbamos a Miramar porque mi familia tenía una casa a dos cuadras de la playa. Pero justo ese verano alguien ofreció alquilarla y los viejos aceptaron la propuesta con la idea de cambiar un poco.

Pasar de Miramar a Punta del Este no era un cambio exento de riesgos; significaba un salto muy grande. Ahí veraneaban mis compañeros más importantes y yo tenía miedo de no estar a la altura de las circunstancias. Además, ellos eran los únicos que salían con chicas, lo cual era toda una hazaña. Algunos hasta confesaban haber debutado sexualmente. ¿Sería cierto?

Yo me moría de ganas de que me integraran, pero no había ninguna chance; no solo en la India hay castas. Así que lo único que me quedaba era fingir; no tanto ver -que me hacía sentir mal-, sino ser visto. Eso era lo importante. Me contentaba con que al volver el colegio alguien dijera: che, lo vi a Peter en Gorlero. Ese comentario aparentemente menor podría significar un upgrade en mi vida social.

Como no tenía con quien salir decidí caminar la calle Gorlero de punta a punta. Ir desde el casino hasta el cine implicaba recorrer la pasarela clave para ver y ser visto. Iba a paso rápido para no exponer mi debilidad y que todos creyeran que estaba apurado llegando tarde a una fiesta buenísima. El pasto siempre crece más verde en el jardín de al lado.

Me habrá tomado unos diez minutos llegar al cine Concorde, donde terminaba la calle principal. Objetivo cumplido. Había atravesado la vidriera más importante de Punta del Este, visto chicas lindas, me habrían visto, había llegado al final. El único problema era que la noche recién empezaba y me daba tristeza volver a casa a dormirme.

Después de pensarlo unos segundos decidí caminar nuevamente las diez cuadras en sentido contrario. Tal vez así me encontraba con algún compañero de colegio a quien saludar y seguir caminando. Lo importante no era ponerme a charlar sino que me vieran ahí.

Antes de volver entré al baño del cine, me sequé la transpiración y me acomodé el pelo. Tenía que parecer desordenado pero hasta el último detalle estaba cuidado. Terminada la pequeña producción caminé de regreso a paso rápido. Una chica divina me miró de reojo. Aterrorizado, la ignoré como si no me interesara cuando en realidad hubiera estado feliz de hablar con ella. Me maldecía por ser incapaz de parar y conversar un rato o aunque mal no fuese, devolverle la mirada. Pero me resultaba imposible. Me consolé pensando que al menos era deseado.

Después de unos minutos más llegué nuevamente al casino, el inicio de Gorlero. No había visto ningún amigo de colegio; ¿me habrían visto ellos a mí? ¿O no habría nadie? Fui al sector de las máquinas tragamonedas y miré todo a vuelo de pájaro, también simulando prisa. Como no podía dejar en evidencia que estaba más solo que un perro fingí buscar a alguien.

Salí del casino y para no mostrarme sin rumbo volví a caminar las diez cuadras de Gorlero. Mi cabeza me empezaba a torturar preguntándome por qué no paraba y me ponía a conversar con alguna chica con la que cruzara miradas. ¿Pero cómo se hacía? Ya había salido a solas con algunas y teniendo pánico de no saber qué decir había planeado toda la conversación.

Y me pasó igual que a Mohamed Alí cuando le preguntaron si planeaba sus peleas: planifico cada detalle desde el primer round hasta el último. Claro que eso dura hasta que me pegan el primer trompazo en la cara. Ahí se terminan los planes y empieza la pelea real.

Llegué nuevamente al Concorde y sentí algo de sed. ¿Cómo tomar algo sin exponer mi soledad? Después de asegurarme que no me viera nadie compré una gaseosa y rápidamente la fui a tomar al baño del cine. Bajé la tapa de un inodoro, me senté y la disfruté tranquilo. Aunque el lugar no era precisamente el mejor, al menos estaba protegido.

Antes de salir del baño necesitaba pensar cómo seguir. Me cayó la ficha que si algún conocido estaba sentado en un bar me habría visto pasar cuatro veces. Una vez podrían pensar que estaba llegando tarde a una fiesta. ¿Pero cuatro? ¿En media hora? ¿Y en sentidos opuestos? Sin resto emocional para hacer algo distinto salí de nuevo a caminar por Gorlero.

Al llegar de vuelta al casino casi me muero: Ignacio Bullrich, el líder absoluto de mi clase, charlaba con un grupo de chicas y chicos. Ellas eran lindísimas lo que fue un golpe duro a mi autoestima. Por suerte los varones no eran de mi colegio así que me sentí algo menos excluido.

Si bien era la gran oportunidad para que el ídolo de la clase me viera, había temas por resolver. No podía pararme a conversar con él para no convalidar su paraíso; solo faltaría que le pidiera un autógrafo para sentirme un reverendo pelotudo. Mucho menos podía exponerme a que se diera cuenta de que no iba a ninguna fiesta, que era solo un impostor. Crucé la calle confiando en que la distancia me protegiera.

Mientras caminaba a todo vapor, miré de reojo para ver si me había visto. Parecía que no, así que cuando estuve fuera de su radio visual, frené. Necesitaba asegurarme de que me viera. Jugándome el todo por el todo decidí volver a pasar por la mano de enfrente. ¿Y si me había visto? Mi coartada de que iba apurado a algún lugar genial se derrumbaría. Igual, preferí eso antes que arriesgarme a que no me viera. Después de todo, ser es ser percibido.

Respiré hondo y empecé mi quinta marcha con dirección al Concorde. Mantuve un paso rápido para seguir fingiendo que iba a esa fiesta buenísima aunque no tanto como para que Ignacio no me viera; el ritmo justo.

Poco antes de pasar enfrente suyo dudé. ¿Y si no me ve? Pensé en cruzar la calle y caminar por la misma vereda en la que él estaba parado. Pero si pasaba tan cerca estaría obligado a parar y correr el riesgo de que me preguntara a dónde iba. Mi verdad era imposible de explicar y si le decía que estaba yendo a una fiesta podía ocurrir algo aún peor: que él y sus amigos estuvieran sin programa y quisieran venir conmigo. Me quedé en la vereda de enfrente.

Ignacio se corrió un poco mientras fumaba y sentí que era mi oportunidad. Bajé el ritmo y ahí nomás se produjo el milagro: nuestras miradas conectaron. Levanté mi brazo y él con la mejor onda hizo lo mismo. Misión cumplida.

Después de deambular por la calle lateral en la que había menos gente y no estaba tan expuesto volví al departamento. Mis padres dormían y mi hermano había salido. Fui a la cocina a ver si había algo rico. Con la puerta de la heladera abierta me comí un frasco de dulce de leche preguntándome qué carajo estaba haciendo con mi vida.

Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”