En el norte cordobés, a 26 kilómetros de Santiago del Estero, se levanta la Villa de María del Río Seco, un lugar lleno de historia. Por 1744, cuando solo existía una modesta fortificación, un malón se había llevado la imagen de la Virgen del Rosario, luego rescatada y que se la conoce como “la cautivita”. En ese lugar fundado oficialmente por el virrey Sobremonte estuvieron detenidos algunos invasores ingleses y muy cerca halló la muerte el caudillo entrerriano Francisco Ramírez. En ese pueblo nació el 13 de junio de 1874 Leopoldo Antonio Lugones en una casa de tres ambientes y amplio salón que hoy es un museo.
Con sus padres, Santiago y Custodia Argüello, la familia se mudó a Ojo de Agua en Santiago del Estero, donde nacieron Ramón Miguel y Carlos Florencio. El tenía 6 años y recién había nacido su hermano Santiago Martín.
Lo mandaron al Colegio Monserrat, en la ciudad de Córdoba, y allí vivió con su abuela Rosario Bulacio. Tiempo después, toda la familia se radicaría en esa ciudad.
Su carrera literaria y periodística empezó con los nueve números de El Pensamiento Libre, una publicación de tinte anarquista, que seguramente habrá horrorizado a su madre, ferviente católica.
Publicó sus primeras poesías con el seudónimo “Gil Paz”. Fue uno de los fundadores del comité de un centro socialista en esa provincia y también se interesó entonces por el ocultismo, que desarrollaría en diversos ensayos en los años siguientes y en el libro Las Fuerzas Extrañas, que publicaría en 1906.
En 1896 se casó en Córdoba con Juana Agudelo y el matrimonio se fue a vivir a Buenos Aires -donde nacería su hijo Leopoldo, “Polo”-, llevando una carta de recomendación del escritor y periodista cordobés Carlos Romagosa, donde describía a Lugones como “liberal rojo”. Aún era, al decir de Rubén Darío, “un muchacho de lírico sentimiento y palabra demoledora”. Junto a José Ingenieros fundó La Montaña, un periódico socialista revolucionario que editaron a lo largo de 1897.
Era un poeta que había adherido a la corriente modernista que había surgido en París y que mientras daba rienda suelta a su veta literaria vivía de lo que ganaba como empleado en el Correo.
Hasta 1900 fue inspector de Enseñanza Media y en 1904 lo nombraron inspector general de Enseñanza Secundaria. En el medio escribió “La reforma educacional” y realizó un viaje a las misiones jesuíticas en Misiones, a fin de estudiarlas. Lo acompañó Horacio Quiroga, quien fue como fotógrafo. En ese viaje Quiroga quedaría encandilado para siempre con Misiones.
Se afilió al Partido Socialista y se relacionó con personalidades de la talla de Roberto Payró, Alberto Ghiraldo, Manuel Ugarte, José Ingenieros y Augusto Bunge, entre otros. Escribió en el diario socialista La Vanguardia y luego que le presentasen al ex presidente Roca, también lo hacía en el periódico La Tribuna.
De a poco fue dejando el socialismo y su pensamiento viró hacia el liberalismo para anclar en el conservadurismo.
Fue el poeta nicaragüense Rubén Darío, que vivió en el país entre 1893 y 1898 y que publicaba en La Nación, quien le abrió las puertas de este diario. Darío lo llamaba “el formidable Lugones”, se hicieron amigos y juntos compartían sus gustos por las ciencias ocultas.
En 1897 publicó su libro de poesías Las Montañas de Oro, a los que seguirían en años venideros Los crepúsculos del jardín; Lunario sentimental; Odas seculares; El libro fiel; El libro de los paisajes; Las horas doradas; Romancero; Filosofícula; Poemas solariegos y, luego de su muerte, Romances del Río Seco.
El 13 de noviembre de 1899 se hizo masón, ingresando a la Logia Libertad Rivadavia N° 51. Sabía cómo hacerse enemigos. En noviembre de 1903 apoyó públicamente la candidatura presidencial de Manuel Quintana en un acto en el Teatro Victoria, donde colmó de elogios a Julio A. Roca, de quien dijo que había podido sustraerse a la “regresiva influencia de los caudillos”. El Partido Socialista lo expulsó.
Cuando editó la Historia de Sarmiento se volcó a la exaltación de su obra y brindó conferencias sobre el Martín Fierro y el papel del gaucho en nuestra historia que están en el libro “El hijo de la Pampa”, obra de 1916 a la que definió como “mi hija favorita”. Allí desarrolla un estudio del gaucho argentino durante los siglos XVIII y XIX. Ya en “La Guerra Gaucha”, que escribió en 1905 -su primer libro en prosa- desarrolló el papel de los gauchos que pelearon junto a Martín Miguel de Güemes.
Estuvo durante varias temporadas en Europa. Entre 1911 y 1913 vivió con su familia primero en París y luego en Londres. Colaboraba con el diario La Nación y editó la Revue Sud-americaine. En el Viejo Continente ya se conocía su obra y cosechaba elogios en todo el mundo. Amado Nervo diría de él que era uno de los poetas más originales de la lengua.
Cuando se festejó el Centenario, Lugones se había transformado en un referente cultural y eran muy leídas sus Odas Seculares, Didáctica, Piedras Liminares y Prometeo. En 1915 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Maestros, que había abierto sus puertas en 1889, cargo que ocuparía hasta su muerte.
Acusado de xenófobo y golpista
Reivindicaba las democracias liberales de occidente. Cuando en 1920 publicó el libro Mi Beligerancia, muchos vieron en Lugones un giro hacia la derecha, a la par que continuaba escribiendo poesía.
Entre el 6 y el 17 de julio de 1923 brindó cuatro charlas, a las que denominó “Conferencias Patrióticas”, en el Teatro Coliseo, organizadas por la Liga Patriótica. En ellas, se definió como francófilo, remarcó que había que exaltar el amor a la Patria y que había que apoyar a las instituciones militares. Expresó que había que limpiar el país de “elementos perniciosos, desde el malhechor de suburbio hasta el salteador de conciencias” y pidió la deportación a sus países de “extranjeros perniciosos”. Todo el arco político lo repudió.
Ya era un fascista declarado en 1924 cuando recibió el Premio Nacional de Literatura y cuatro años después fundaría la Sociedad Argentina de Escritores.
El 9 de diciembre de 1924, al cumplirse el centenario de la batalla de Ayacucho, el presidente del Perú Augusto Leguía, invitó a hablar en la ceremonia conmemorativa a tres grandes poetas: el peruano José Santos Chocano, el colombiano Guillermo Valencia y a Lugones. Allí, el argentino afirmó: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada… Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad”.
“El sistema constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica. Solo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza. Habría traicionado, si no lo dijera así, el mandato de las espadas de Ayacucho”.
Al regreso a Buenos Aires, muchos amigos con los que se cruzaba en la calle, dejaron de saludarlo. Cada vez se encerraba más en sí mismo.
Un amor clandestino
Se sentía solo. Adoptó un carácter hosco, que puso de relieve una mañana de 1926, cuando una jovencita acudió a la Biblioteca del Maestro para conseguir un ejemplar de su libro Lunario Sentimental. La obra, editada en 1909, estaba prácticamente agotada y la chica debía leerla como tarea asignada en el Instituto del Profesorado, donde estudiaba. Lugones, 52 años quedó encandilado con la joven, llamada Emilia Santiago Cadelago, veinteañera.
No solo le dedicó Lunario Sentimental, sino que además le regaló un ejemplar de Las horas doradas. Luego comenzó a enviarle poesías escritas en castellano, francés e inglés, firmadas como Osolon de Ploguel o Ugopoleón del Sol. A Emilia la llamaba Diamela Gacelio o, simplemente, Aglaura. Así puede verse en la segunda edición de Lunario Sentimental: “A Aglaura, mi dulzura”.
El que se cruzó en sus vidas fue “Polo”, el hijo de Lugones. Durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear había sido director del Reformatorio de Olivera, donde fue acusado de corrupción y de abuso de menores.
Fueron las súplicas de su padre a Hipólito Yrigoyen las que lo salvaron de la cárcel. Más tarde, Uriburu, como presidente de facto, lo nombró comisario inspector de la Policía, donde dio rienda suelta a sus métodos de tortura, que incluía la novedosa picana eléctrica, que aplicaba en sus interrogatorios en la Penitenciaría Nacional. Para el diario Crítica, era “el torturador Lugones”.
Fue por 1932 o 1933 cuando Polo visitó a los padres de la joven, Domingo Santiago Cadelago, ingeniero de la Armada, y su esposa Emilia Moya, en su casa de Villa del Parque. Les contó del amor oculto de su hija. Les dijo que hacía tiempo había intervenido el teléfono, que tenía grabaciones de conversaciones y les advirtió que si esa relación no concluía, haría declarar insano a su padre.
Las amenazas surtieron efecto. Nunca más se volvieron a ver. Él le siguió escribiendo: “Ayer mientras iba del Círculo a La Fronda, ¡tenía tanto deseo de verte! Me parecía a cada instante que serías una de todas; y todas eran feas, vulgares, tontas, cursis. Y la primavera se quedó triste sin su golondrina”.
Mientras tanto, Lugones rechazó los ofrecimientos del gobierno de facto de Uriburu, como la dirección de la Biblioteca Nacional y se mantuvo en la Biblioteca de Maestros.
Suicidio
Después del mediodía de ese 18 de febrero de 1938 Leopoldo Lugones le dijo a su secretaria María Alicia Domínguez que debía salir, ya que lo habían convocado a una reunión en Campo de Mayo. En Retiro tomó el tren a Tigre. Vestía de negro y lucía un sombrero también oscuro. En la estación fluvial abordó la lancha colectiva La Egea. Varios pasajeros lo vieron leyendo el libro Los que pasaban, de Paul Groussac.
Luego de un viaje de una hora y media, llegó al El Tropezón, un recreo de veinte habitaciones que había abierto sus puertas en 1929. Llegó cerca de las seis de la tarde. Pidió una habitación fresca, porque hacía mucho calor. Le dieron la número 9, que quedaba en una punta de la galería. Solicitó que le alcanzaran una botella de whisky y una jarra con agua. Y que le avisaran cuando estuviera lista la cena. Luego, dio una breve caminata por los alrededores.
A la hora de la cena, golpearon a su puerta. “Ya voy”, se escuchó. Como el tiempo pasaba y no se presentaba, fueron nuevamente a llamarlo. Esta vez, nadie respondió. Cuando abrieron la puerta de su habitación, lo encontraron en la cama. Sobre la mesa, la botella de whisky estaba por la mitad. Se había envenenado con cianuro. Dejó dos cartas, una para su esposa y otra para su hijo. En una nota abierta, se leía: “No puedo terminar el libro de Roca. Basta”. Luego: “Que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”. Tenía 63 años.
En contra de su voluntad, fue velado e inhumado en el Cementerio de la Recoleta. Años después se elegiría su nacimiento para homenajear a los escritores.
Fueron muy pocas personas al entierro de aquel genial poeta nacido en un polvoriento pueblo del norte cordobés, del que escribiría “no soy más que el eco. / Del canto natal que traigo aquí”.