La mujer esperaba el final inevitable en su cama del dormitorio del primer piso de esa residencia presidencial que ya no existe más. Cuando regresó de la clínica luego de su operación, le habían acondicionado un cuarto con muebles dorados y cortinas rojas. “Tenía que enfermarme para que me preparasen un lugar como la gente”, dijo medio en serio y medio en broma.
Cuando el cuerpo así se lo permitía, Eva Perón -que había cumplido 33 años el 7 de mayo- escribía conceptos y frases sueltas que usaría para armar un libro, tal vez con el título de “Mi mensaje”, un manojo de papeles que guardaba en un cajón de uno de los muebles de su dormitorio. En esas reflexiones, iba contra la oligarquía, las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica y el imperialismo capitalista.
Cuando se sentía sin fuerzas para escribir, las dictaba y se las leía a los que diariamente iban a visitarla, que eran muchos. Mientras tanto, otras personas se sumaban a rezar en la vereda de la residencia para pedir por su salud.
A veces, cuando tenía más ánimo, salía a dar un paseo en auto con su esposo, Juan Domingo Perón, y los fines de semana veían películas juntos. Ella prefería las románticas, él las de acción.
Hasta último momento intentaron ocultarle la gravedad de su enfermedad. Atilio Renzi, un suboficial del Ejército que era su secretario personal y asistente en la fundación que llevaba su nombre, descalibraba todos los días la balanza para disimular el peso. Estaba muy delgada y sufría dolores en el cuello, espalda y tobillos debido a las sesiones de radioterapia.
El 4 de junio, Perón asumió su segundo período presidencial y el aparato de propaganda oficial planeaba celebrarlo a lo grande. El evento incluyó una movilización de los gremios.
Evita, con sus 38 kilos y su debilidad a cuestas, había decidido que no se perdería la ceremonia por nada del mundo. Esa mañana Raúl Alejandro Apold, subsecretario de Prensa y Difusión, fue a verla y le alcanzó un ejemplar de Argentina en Marcha, un álbum donde se detallaban las obras del gobierno peronista. Ella estaba en cama, vestía un pijama de color celeste. Al ver sus fotos, lagrimeó y se lamentó: “Mirá un poco lo que he sido, y mirá lo que soy”.
Al pasar frente al dormitorio de Perón, Apold no pudo dejar de escuchar una conversación que el militar mantenía con su suegra Juana Ibarguren. Estaban preocupados porque Evita quería ir sí o sí al acto.
Perón le indicó a Apold que, cuando la saludase, se quejase del intenso frío que hacía en la calle. La mujer se dio cuenta enseguida. Le respondió que eso se lo había mandado a decir Perón y que ella se quedaría en la cama solo si estaba muerta. Además Renzi también le había dicho algo similar mientras descorría las cortinas del cuarto cuando la había ido a despertar.
No hubo cómo convencerla.
El día, frío, comenzó nublado, con alguna llovizna, pero cada tanto el cielo amagaba con despejar.
En el taller de la residencia armaron un armazón de alambre y yeso para ayudarla a mantenerse erguida en el coche. El sistema incluía un banquillo con almohadón que estaría cubierto por el tapado de piel y dos largas muletas donde debía apoyar las axilas.
Con un tapado de piel que disimulaba su delgadez, partieron de la residencia a las tres de la tarde. Antes, los médicos le inyectaron coramina y estimulantes cardiovasculares y sus asistentes la maquillaron meticulosamente para disimular los rastros de su padecimiento. Tenía prendido en su pecho la Gran Medalla Peronista en grado extraordinario, una condecoración que le fue otorgada el 17 de octubre del año anterior cuando renunció a su candidatura a vicepresidente. En un momento se le cruzó por su mente preparar unas palabras, pero se dio cuenta que no tendría fuerzas para pronunciarlas.
Veinte minutos después llegaron al Palacio Legislativo en medio de una multitud que no dejaba de corear su nombre. Al lado de Evita, iba Perón con uniforme militar y trataba de no mirarla. El personal de seguridad la asistieron para llegar al recinto.
Nadie supo cómo aguantó la ceremonia sentada en el lugar destinado al vicepresidente (Juan Hortensio Quijano había fallecido antes de asumir). Allí, recibió saludos, felicitaciones y aplausos. Le faltaba enfrentar otro desafío. El de ir en el Packard descapotable desde el Congreso a la Casa Rosada. Perón le aconsejó que lo hiciera sentada, pero ella insistió en permanecer de pie. Era notoria su debilidad ya que le costaba agitar su brazo cuando saludaba a la gente agolpada en la calle y en los balcones.
Los opositores hicieron notar su indignación. Acusaban a Perón de usar a su esposa moribunda para hacerla partícipe de un espectáculo al que describieron como morboso.
Al llegar a Casa Rosada, los doctores Ricardo Finochietto y Jorge Taiana volvieron a inyectarle tres calmantes. Como se quejó de fuertes dolores en la espalda, Finochietto le recomendó un reposo por unos minutos en un sillón del despacho presidencial. Evita se negó. Temía no poder volver a levantarse.
Soportó la ceremonia de la jura de ministros ubicada en una silla. Luego en el despacho presidencial ocupó un sillón, donde recibió los saludos de todos. Su marido apuró los trámites y le indicó regresar a la residencia.
Los que estaban en la calle vieron aparecer a Perón junto a Eva, a quien tomaba de la cintura. Se sentaron en el asiento trasero y ella apoyó su cabeza en el hombro de su marido. La pareja faltó esa noche a la gala de honor en el Teatro Colón. Al llegar a la residencia, le escucharon decir: “Qué lindo es el pueblo. Creo que voy a tener que volver a la Secretaría. Al principio atenderé tres horas por día”, se ilusionó. Fue directamente a la cama, y era tal su debilidad que debieron llamar al cardiólogo AlbertoTaquini, quien le reprochó que hubiera salido en un día tan desapacible.
Recién se levantó el fin de semana. Le quedaban 52 días de vida.
Días después mandó llamar a sus hermanas y a su madre. Ella, desde la cama, les dijo: “Los he reunido para decirles que me voy a morir”. La mamá gritó de angustia y ella le respondió: “Pero mamá, ¿no te das cuenta que sólo quise darte un susto? Solo tenía deseos de verlos y charlar un rato. Por eso los llamé”.
Los homenajes a su figura, aún en vida, se sucedieron en ambas cámaras del Congreso y hasta se contrató a un escultor italiano que llegó a hacer una maqueta de un monumento al trabajador. Evita pidió modificaciones, según la tumba de Napoleón que conocía de uno de sus viajes a Europa. El 18 de julio se iniciaron las gestiones ante el doctor Pedro Ara para embalsamar su cuerpo mientras en un altar gigante al pie del obelisco una multitud asistía a una misa para pedir por ella. Su confesor el padre Hernán Benítez dio el sermón. Falleció el 26 de julio y otra historia comenzaba.