“La palabra desaparecido no estaba en nuestro vocabulario en ese momento. Uno no podía pensar que no lo iba a ver más al hijo. En el año 77 cada madre empezó a buscar y caminar. Y yo me encontré con las Madres en Plaza de Mayo. Este sistema diabólico que es la desaparición de personas, es el crimen de crímenes. Quiero respuestas, pero pronto, quedan pocos años para las Madres”. Nora Cortiñas, finalmente, murió este jueves, a los 94 años, sin saber qué hicieron los genocidas de la última dictadura con su hijo Gustavo.
Pero nada la detuvo jamás. Al principio, con la vitalidad y el horror encima, se calzó el pañuelo blanco con otras madres igual de desconcertadas y aterrorizadas y empezó a dar vueltas alrededor de la Pirámide de Mayo. Décadas así hasta transformarse en símbolo no sólo de la lucha por la Memoria, la Verdad y la Justicia, sino por todas las luchas humanistas.
Cuando sus piernas ya no soportaban la energía que exigía marchar igual lo siguió haciendo: primero con un bastón y luego en silla de ruedas. Siempre con una sonrisa y el puño en alto. Lo hizo hasta el último suspiro. La pudimos ver el último 24 de marzo, entre cientos de miles de personas, diminuta, inmensa.
Nora Elma Morales de Cortiñas fue atravesada por el rayo de horror de la dictadura el 15 de abril de 1977 cuando secuestraron y desaparecieron a su hijo Gustavo, casado y con un hijo, en la estación Castelar. Nora tenía 47 años. Había nacido el 22 de marzo de 1930. Hija de catalanes, trabajadores de clase media humildes. Creció entre otras cuatro hermanas. “Una niñez linda, con Reyes Magos y todas esas cosas sencillas”, contó alguna vez. Pero no era una niña dócil. “Era revoltosa y tenía salidas graciosas, según recordaba mi papá”, admitió con una sonrisa pícara en una nota que le hicieron para canal Encuentro años atrás.
De muy joven, a los 19, se puso de novia y muy enamorada de un chico seis años mayor aceptó casarse y se casó en el año 50. Dos años más tarde nació Carlos Gustavo y en el 55, Marcelo Horacio. “Vivíamos en bienestar, había trabajo y mis hijos fueron a un colegio laico, después a uno religioso y fueron creciendo en una familia tipo”, narró alguna vez Norita. Carlos Cortiñas, su marido, era peronista pero en la casa no se militaba ni se hablaba tanto de política. Él recordaba, respetaba y admiraba a Evita. Pero no mucho más que eso.
La política llegó con la adolescencia de sus hijos, que se empezaron a interesar. Gustavo consiguió un trabajo en el Ministerio de Economía nacional, donde conoció a una compañera que militaba en la Villa 31. A él le interesó ver cómo era eso y sumarse con los trabajos sociales que usualmente organizaba la Juventud Peronista y que trabajaba con el cura Carlos Mugica en una zona del barrio conocía como Saldías. “Iba tras los sueños de la justicia social”, repetía su madre.
Nora empezó a vivir más de cerca la política cuando su hijo traía a la casa de Castelar las vivencias, los sentimientos de la entrega al otro sin pedir nada a cambio. Ella daba clases de alta costura, a veces hacía trabajos para empresas textiles y no mucho más en el seno de una familia clásica de esa época, naturalmente patriarcal.
Gustavo estudiaba en la Universidad Nacional de Morón, convencido de la educación debía ser pública. Luego se casó con Ana, también militante, abandonó la carrera y se dedicó de lleno al trabajo, la familia -tuvieron a Damián- y la militancia.
Con la sombra sangrienta de la Alianza Argentina Anticomunista (AAA) durante el gobierno de “Isabelita”, llegó el miedo a la familia Cortiñas. Primero asesinaron a Mugica, justo el día del cumpleaños de Gustavo. El hermano de Ana fue detenido por su actividad política y Norita le pidió a Gustavo que se apartara, que redujera los riesgos. “No tenemos por qué irnos”, respondió él. Pero su mamá veía el peligro alrededor de ellos y la preocupación de su hijo y su compañera cuando llegó la dictadura y empezaron a chuparse a los amigos. Ellos ya estaban en Montoneros y tuvieron que pasar a la clandestinidad.
Con Nora solo se encontraban cada tanto en una iglesia. Era para que la abuela pudiera ver a Damián. Pero ella no sabía dónde vivía su hijo. “Siempre estábamos con la visión del peligro de lo que podía pasar”, dirá años más tarde ella.
La Semana Santa del 77 los Cortiñas decidieron pasarlo en Mar del Tuyú con Gustavo, Ana y la familia de ella. Fue la última vez que se vieron. Se despidieron sin imaginar lo que vendría, el dolor más terrible. “Gustavo tenía 24 años y trabajaba en una empresa privada, salió para el trabajo, se tenía que encontrar con Ana a la tarde pero nunca llegó. Ella llamó al trabajo y le dijeron que no se había presentado”, narró Nora sobre aquel 15 de abril. Ella esperó pero no tenía dónde ubicarlo, los celulares no estaban ni siquiera en la imaginación de nadie.
Pero Ana veía por la ventana que alrededor de la casa pasaban “coches raros”, y además escuchó ruidos en el fondo de su casa. Le golpearon la puerta. Era un policía que le apuntaba con un arma y le dijo que Gustavo había tenido un accidente y estaba internado y que tenía que acompañarlo al hospital. Ella sospechó que era mentira, se negó y el agente le avisó: la casa estaba rodeada. Inmediatamente irrumpió una patota que dio vuelta la casa. A ella la ataron, la interrogaron, sacaron fotos de la casa, intimidantes, y después de arrancar el cable del teléfono y amenazarla para que no hable, se fueron.
Cuando Nora y Carlos se enteraron empezaron a buscar. Ella nunca pararía. Fueron a la comisaría y nada. A la Iglesia y nada. Fueron a la Justicia con un hábeas corpus y el juez archivó el expediente de inmediato (Treinta y ocho años más tarde Norita lo intentó de nuevo: “Antes de morirme quiero saber qué pasó con Gustavo y quiénes son los responsables”, le dijo al magistrado al presentar el reclamo).
“No sabemos nada, qué hicieron, dónde están, cómo fue, qué pasó con todos y cada uno, y los bebés apropiados, sus madres embarazadas en esos campos del horror, les cambiaron la identidad, es algo horroroso, haberlos arrojado al mar”, declaró alguna vez Cortiñas tomada por la emoción y el estupor.
Un familiar le dijo que en Plaza de Mayo se estaban juntando otras madres, iguales que ella, que caminaban la noche eterna para saber qué habían hecho con sus hijos, pero todas las puertas se les cerraban. “La palabra desaparecido no estaba en nuestro vocabulario. Uno no podía pensar que no lo iba a ver más al hijo”, dijo Cortiñas. Sin embargo, así fue. A su marido lo amenazaron para que ella no saliera a reclamar. Pero la pequeña Norita no se detuvo. De la mañana a la noche, todos los días de su vida, buscó a Gustavo.
Todo lo que vino después es más conocido. Nora fundó las Madres de Plaza de Mayo, con Azucena Villaflor, la mujer de Avellaneda que de alguna manera reunió a todas las demás. “Perder un hijo es siempre una tragedia, pero hay que elaborarlo para no quedar prendida en ese laberinto y poder ayudar a quienes están en la misma situación. La soledad nunca es buena receta si se quiere saber la verdad”, comentó Nora.
En el medio empezaron a desaparecer las madres. Azucena, primero. Después otras. Y unas monjas que las ayudaban. Nora no frenó. Siguió buscando a Gustavo. Paso la dictadura, llegó la democracia y en 1985 fue testigo del juicio a las Juntas. Y siguió.
Empezaron los juicios por la Verdad y luego las detenciones a genocidas. Soportó los indultos, las leyes de obediencia debida y punto final y siguió. Vio caer a los jerarcas del genocidio, lo vio partir a Videla, fue testigo de la aparición de hijos y nietos. Pero nunca el suyo. Gustavo sigue, 47 años después, desaparecido. Norita nunca se detuvo. Lo buscó hasta el último suspiro. La detuvo, implacable y final, su propia muerte.