Me senté en la Ferrari 488, me ajusté el cinturón y quedé empotrado en el asiento como si me hubieran puesto con un calzador. Después de acomodar los espejos miré la pista que tenía por delante: una recta larga y vacía que se perdía en el horizonte. Sentí un ligero cosquilleo en todo el cuerpo.
-Pasá dos vueltas suaves de reconocimiento, me dijo el instructor que estaba en el asiento de al lado.
Me volví a acomodar el casco una vez más; típicos tics obsesivos cuando estás nervioso. Pisé el acelerador para escuchar el rugido del motor cuando las revoluciones llegaban a ocho mil por minuto. Sentí un poco de miedo. Miré nuevamente la pista: infinita e inquietante. Empujé el pedal de freno con el pie izquierdo y sin soltarlo pisé el acelerador a fondo.
Tan pronto solté el freno ambos quedamos incrustados en el asiento mientras la bestia de 670 caballos de fuerza salía disparada hacia adelante. Después de dar unas vueltas de reconocimiento la cautela empezó a quedar atrás. Mi intención era llevar el auto al límite, manejando a esas velocidades que me hacían sentir más vivo que nunca.
Acelerar a fondo, clavar el freno, doblar cerrado, me producían diversas emociones pero principalmente placer y miedo. ¿Cómo podían ir juntas? En un parpadeo me fui de pista. Después de un segundo de ruidos y temblores al pasar por la banquina, la Ferrari se detuvo en el pasto. Apenas bajó un poco la polvareda miré al instructor buscando una explicación.
-Ibas demasiado rápido, a la velocidad que veníamos no teníamos ninguna chance de entrar en esa curva, me dijo
-No me parecía que hubiera entrado tan rápido…
- Es como desafiar la ley de la gravedad; si te tirás de un décimo piso por más que muevas tus brazos como alas vas a caer como un piano. Estabas muy confiado en meter el auto en esa curva y te frenó la realidad.
-¿A qué realidad te referís?
-A las leyes de la física. Ignoraste el peso, la velocidad y la dirección que traía el auto, convencido de que con tu voluntad alcanzaba. Y acá estamos en el pasto.
Sorprendido, entré nuevamente en la pista y giré unas vueltas con precaución. ¿Por qué será que nos volvemos cautos después de chocar y no antes?
Igual la prudencia me duró poco. Como si fuera un paciente cardíaco que al año del infarto deja la aburrida vida sana, vuelve a las andadas y se infarta nuevamente, pocas vueltas después volví a tener problemas. Tomé otra curva más rápido de lo que se podía y se bloquearon las ruedas. Derrapé aunque al menos pude controlar el auto.
-Vas más rápido de lo que se puede y en vez de ganar tiempo lo perdés, -me dijo el instructor. La pista es como la vida: siempre hay límites. Si los tenés en cuenta seguís en carrera. Si no, la realidad te frena de mil formas.
Me sentía frustrado porque quería ir a fondo y no podía. Di otras dos vueltas despacio para no tener más problemas. Típica reacción mía: de ignorar los límites a no correr ningún riesgo. De un extremo peligroso a otro estéril. Cada vez que me llevaba puestos los límites terminaba pagando un precio carísimo. Cuando no corría ningún riesgo era como un muerto en vida. ¿No habría un punto medio?
Después de la recta principal venía una curva cerrada, muy difícil. En la medida que fui recuperando la confianza aumenté la velocidad.
-¿A dónde me conviene frenar?, pregunté.
-Esa es la pregunta del millón, me respondió. Acelerar, acelera cualquiera. Pero manejar bien es mucho más complejo que pisar el acelerador. Es todo un arte, tenés que ir tanteando cuándo y cuánto frenar en función del auto, la pista, el clima… No hay fórmulas mágicas. Tiene que ver con qué tan rápido venís pero también con el estado de los frenos, las cubiertas, el tipo de curva…
-El hombre es él y sus circunstancias, dije riéndome.
Mientras hacíamos una pausa para que descansara un poco, el entrenador me preguntó:
¿Sabés cómo hacen los pilotos de Fórmula Uno para conocer una pista nueva? La recorren toda caminando. Esa es la velocidad a la que pueden analizarla, observar la adherencia del asfalto, ver cómo son las curvas… Mirar las manchas negras de la pista para entender qué hicieron los que manejaron por ahí; a dónde frenaron, por dónde doblaron…
Me pareció increíble que un corredor de Fórmula Uno caminara una pista antes de correrla; toda una paradoja. Evidentemente antes de hacer algo rápido era imprescindible poder hacerlo bien, a la velocidad en que fuera posible. Conversamos unos minutos más y volvimos a la pista.
Paré la Ferrari en la largada y repetí el ritual: me acomodé el casco, el cinturón, miré los espejos y la pista que tenía por delante. Pisé el freno con el pie izquierdo y sin soltarlo apreté el acelerador a fondo. El motor parecía un león furioso rugiendo por salirse de sus cadenas. Apenas levanté la pata del freno salimos eyectados hacia adelante, nuevamente incrustados en las butacas.
En esta sesión anduve mucho mejor porque ya empezaba a entender de qué se trataba.
-Contrario a lo que muchos creen, cuanto mejor manejás, menos movés el volante. Son pequeños movimientos, sutiles. Los que mueven mucho el volante no tienen ni idea de qué se trata esto, me dijo en otra pausa.
Su comentario me interpelaba porque yo pensaba lo contrario. Los movimientos sutiles me parecían propios del chofer de un embajador, no de un piloto que iba a 300 km/h. Como si lo brusco fuera sinónimo de tener agallas.
Volvimos a la pista y seguí girando. Cuando faltaban dos o tres vueltas para terminar me hizo entrar a boxes.
-¿Te diste cuenta de que en la curva principal siempre tenés problemas?
-Un poquito se me va de cola, le contesté sin hacerme cargo. ¿No es normal cuando uno dobla rápido?
-No, me contestó tajante. Cada vez que perdés adherencia tenés un problema. El auto nunca tendría que perder agarre. Cuando te pasa es que estás yendo más rápido de lo que podés.
-O sea que en el noventa por ciento de las veces fui más rápido de lo que podía, dije entre risas.
-¿Y por qué te creés que te hice parar?, me contestó serio. Me llama la atención que no te des cuenta y que vuelta tras vuelta sigas teniendo problemas, como si no pudieras incorporar las señales que te muestra la realidad.
-Es que si voy más despacio me siento un inútil. Estoy convencido de que puedo ir más al límite...
-Tus transgresiones te perjudican: lo que ganás entrando rápido lo terminás perdiendo para evitar que el auto se vaya a la mierda. ¿Qué es mejor; tomar el veneno y después el antídoto o no tomar el veneno? En las vueltas que faltan frená antes.
Eso fue lo que hice y el auto anduvo mejor; no tuve necesidad de corregir nada porque nunca se desestabilizó. Pero me quedó una sensación agridulce, como que estaba yendo más despacio de lo que podía.
Cuando terminamos le agradecí al instructor, subí a mi auto y me fui. Aunque estaba contento con la experiencia también sentía desasosiego. Evidentemente había tenido dificultades al doblar. Y si bien con el correr del entrenamiento no había vuelto a despistar seguí teniendo problemas. O sobreestimaba mi capacidad o subestimaba las dificultades.
Por otra parte, parecía negar los signos que me mostraba la realidad. En la curva principal tuve problemas en todas las vueltas y seguía como si nada, naturalizando mis errores. ¿Qué necesitaba para enterarme? ¿Irme de pista? ¿Acaso era la única señal que entendía?
No hizo falta hacer un paralelismo con mi vida. Cualquier similitud fue pura coincidencia.
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La muerte súbita en realidad no es tan súbita. Solo ignoramos las sucesivas señales que van apareciendo.
Juan Tonelli es escritor y speaker, autor del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”