En el reparto de trabajos y responsabilidades, al soldado clase 54 José Romero lo enviaron como centinela y fue con sus compañeros Medina y Pardal. Ese miércoles 28 de mayo de 1975 la primera sección de la Compañía de Ingenieros de Montaña 5 debían terminar los arreglos de albañilería y pintura de la escuela rural de Manchalá ya que en un par de días regresarían a Salta.
En la esquina de la escuela, la calle de tierra, rodeada de cañaverales, hace una curva. Por ahí apareció una camioneta Chevrolet blanca y sus ocupantes los saludaron, hizo un amague de frenar pero continuó la marcha. Detrás la seguía una camioneta Ford gris modelo 1970 con su caja cubierta con una lona. Vieron a un individuo que apoyaba su pierna derecha en el paragolpe y la izquierda en la caja. “¡Milicos de mierda!”, gritó, y les disparó.
Los conscriptos ni se imaginaban que estaban por protagonizar uno de los enfrentamientos más importantes librados contra la guerrilla en Tucumán, que pasaría a la historia como el combate de Manchalá, donde 11 soldados y dos suboficiales enfrentaron a un centenar de guerrilleros.
La guerra en Tucumán
El 9 de febrero, mediante el decreto 261 del gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, se ponía en funcionamiento en esa provincia el Operativo Independencia, en el que se debía neutralizar o aniquilar el accionar de elementos subversivos.
El radio de acción del Ejército estaba delimitado al oeste de la ruta 38 que une a las ciudades de Córdoba y San Miguel de Tucumán. Las principales localidades de la región eran Famaillá, Montañeses y Concepción, región donde el Ejército Revolucionario del Pueblo pretendía iniciar un foco guerrillero y expandirlo a todo el país. Había iniciado acciones de guerrilla rural cuando tomó la localidad de Acheral -50 kilómetros al sur de la capital provincial- y su unidad más importante era la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez.
El bautismo de fuego fue el 14 de ese mes, cuando se libró el combate de Pueblo Viejo, en el que resultaron muertos el teniente primero Héctor Cáceres y dos guerrilleros.
Mientras las tropas de infantería las destinaban a las patrullas en el monte, a los ingenieros los ocuparon en tareas de acción social, especialmente la refacción de las escuelas perdidas en el medio de la nada.
La primera sección de la Compañía de Ingenieros de Montaña 5 llegó a Tucumán proveniente de Salta el 1 de mayo de 1975. Los recibió el capellán padre Martín quien improvisó una misa y repartió escapularios de la Virgen del Carmen, patrona de Famaillá.
Eran 32 soldados, la mayoría albañiles. Los alojaron en un galpón muy grande, que compartían con otras unidades. Debían ocuparse de arreglos de las escuelas de Yacuchina, Yonopongo, Balderrama y Manchalá.
Comienza el combate
Ese día un grupo de soldados estaban abocados a diversos arreglos en la escuela de Manchalá. Mientras unos reemplazaban con material el piso de tierra de las aulas, otros la pintaban. Debían terminar el trabajo ya que dos días después regresaban a Salta.
Los fusiles, para no ensuciarlos, estaban colocados en el patio de adelante, cerca de una ermita con la imagen de la virgen y los pupitres estaban apilados en la galería. La construcción estaba rodeada de eucaliptus y palmeras en medio del campo. Enfrente había un rancho y a unos dos kilómetros, cerca del río Colorado, la finca de los Sorteis. A unos cinco estaba la escuela de Balderrama, que también estaban reparando y camino a Catamarca, se repartían tres más. La de Manchalá estaba a 25 kilómetros del escuadrón logístico en Famaillá.
Cuando el individuo de la camioneta sorprendió con su disparo, comenzó el combate. Entre los manchaleros -así les gusta llamarse- aún no logran ponerse de acuerdo con la hora, que fue a la tarde.
Un proyectil le impactó en la pierna de Adrián Segura y le seccionó 18 centímetros de fémur. Sus compañeros lo arrastraron detrás de un árbol porque Segura, que no dejaba de maldecir, notó que su pierna no le respondía.
El soldado Rodolfo Demayo, que tenía el fusil en automático, disparó pero el arma se le trabó y mientras trataba de arreglarlo, se quedó junto a Segura.
En el fuego que se desencadenó, los soldados hirieron a uno y vieron cuando un compañero le pasó su brazo por el hombro. En el momento que se agachó recibió un tiro que ingresó por la nalga y salió por la nuca. El caído era Domingo Villalobos Campos, un chileno que se hacía llamar sargento Dago.
Fue una suerte que el ataque ocurrió por la tarde, ya que en el único turno matutino, asistían a clase unos treinta chicos. Todos coinciden en que si los guerrilleros no hubieran disparado, los soldados no hubiesen hecho nada.
Detrás de las dos camionetas, aparecieron un camión 608, un Rastrojero y un camión 1114 que transportaba armamento, ropa y comida. Estaban vestidos con un uniforme verde, pero sin casco. El 27 habían copado la finca Sorteis, apresaron a sus dueños y allí más de un centenar de guerrilleros establecieron su puesto de comando.
Una de las camionetas frenó frente al rancho y con bolsas armaron un parapeto en forma de medialuna y apostaron dos ametralladoras Mag, una apuntando hacia la escuela y otra en dirección a la ruta 38. Comenzaron a disparar hacia la escuela.
Detrás de la ermita de la virgen del frente de la escuela se parapetaron el cabo primero Gerardo Lafuente y el soldado Osvaldo Alcalá; el suboficial fue el que organizó la defensa. Alcalá no tenía fusil y Lafuente le ordenó ir a recoger uno que estaba a unos metros. Cuando el soldado lo tomó le disparó a una de las camionetas que pasó por el camino hasta perderse.
Los veteranos recuerdan que el combate, en sí, duró entre 45 minutos y una hora y que era infernal la lluvia de balas, que era como en las películas y que cuando impactaban en el piso les llenaban los ojos de tierra. Los proyectiles rebotaban por todos lados.
Demayo, que tenía su fusil trabado, alcanzó a llegar a la escuela, tomó otro y acompañó a Lafuente detrás de la ermita. El cabo primero, que indicaba hacia dónde disparar, mandó al soldado José Romero al techo de la escuela. Mientras lo hacía vio cómo los disparos hacían saltar, muy cerca suyo, el revoque de las paredes.
Más allá de la curva del camino, se escuchaba cómo un camión del ERP regulaba sin cesar y Lafuente le ordenó a Demayo que disparase hacia ese lugar, e instantes después no se lo escuchó más.
En el documental La Escuelita de Manchalá, realizado por Sandro Rojas Filártiga en 2015, los veteranos contaron que cientos de pensamientos se cruzaron, como el que se acordó de sus padres mayores que vivían en el campo, de la madre viuda, y uno se preguntó si la muerte dolería.
Lafuente ordenó ir a rescatar a Segura, inmóvil detrás de un árbol en la entrada de la escuela. Con una piola, Demayo lo ató y entre Alcalá y Pardal lo fueron arrastrando boca arriba, mientras los terroristas continuaban disparando. Cuando llegaron a la galería de la escuela quisieron entrar pero la puerta estaba trabada y debieron abrirla de una patada. Lo colocaron sobre un pizarrón y notaron que, a pesar de la gravedad de la herida, no sangraba.
Escuchaban que los guerrilleros les gritaban con megáfonos “¡Grupo escuela! ¡Ríndanse! Los tenemos rodeados”. De adentro respondieron: “¡Avancen hijos de puta!”. “La cosa no es con ustedes, sino con los oficiales”, intentaron en vano convencerlos.
Esperaban, que de un momento a otro, los guerrilleros copasen el lugar y eran conscientes que la lucha sería cuerpo a cuerpo. Les preocupaba que en poco tiempo oscurecería.
Los tres camiones
Veinte minutos después llegó un camión del ejército que, ajeno a lo que sucedía, traía latas de pintura y los guerrilleros supusieron que eran refuerzos. Una de las ametralladoras les abrió fuego. Además del conductor, el soldado César Mamaní, iba un suboficial y dos soldados. Para los que defendían la escuela fue un alivio, porque ya no eran el único blanco.
Mamaní pudo bajar y se cubrió detrás de los neumáticos. Estaba herido en el brazo, y perdía mucha sangre.
Lafuente dijo que había que ir a pedir ayuda y el único chofer era Demayo, cuyo Unimog que manejaba estaba cerca, pero el suboficial Héctor Reynoso no quería que fuera, que lo iban a matar y discutió con Lafuente. “¿Te animás a ir? Dejá tu fusil y tomá mi pistola”, le dijo Reynoso. Cuando subió, una ráfaga de ametralladora lo obligó a tirarse por la puerta del acompañante. Lafuente le indicó que subiera y que fuera marcha atrás y que tomase por el otro lado del camino. Demayo así lo hizo pero cuando se dio cuenta de que el vehículo no tenía frenos lo estrelló contra una pila de caños de desagüe.
Luego llegó otro camión con el mate cocido, pan y facturas para los que estaban trabajando. También respondieron el fuego.
Mientras tanto, a unos cinco kilómetros, de la escuela de Balderrama los soldados escucharon los disparos. Lo primero que pensaron Luis Peñaranda y Jesús Pucapuca fue que “los changos están solos”. El sargento primero Serafín Lastra ordenó ir y con media docena de soldados se subieron a un camión. Para llegar más rápido, cortaron camino por el campo. No calcularon que en el trayecto había un arroyo con un profundo barranco, el que lograron sortear gracias a que el vehículo tenía doble tracción. Llegaron diez minutos después que el camión del mate cocido.
Recibió un proyectil en un neumático, otro entró por la puerta y una esquirla hirió a Ricardo García en el antebrazo izquierdo, que era el conductor. Luego de intentar una maniobra, quedó atascado en la banquina.
Detrás apareció el camión volquete manejado por el soldado Luis Arce, quien iba a preguntarles a sus compañeros qué materiales necesitarían para el día siguiente. Cuando vio al camión del Ejército en la banquina y una camioneta Ford en medio del camino, pensó que habían chocado. Frenó unos metros antes y se bajó, dejando el fusil y el casco dentro del vehículo. Hizo un par de pasos cuando sintió que una ráfaga pasó muy cerca de la rueda delantera. En dirección al rancho, vio a un hombre que intentaba destrabar la ametralladora. Arce buscó su fusil y casco, a la par que escuchó que le gritaban que se tirase al suelo, que era un ataque.
Vio cómo el guerrillero que operaba la ametralladora se internaba en los cañaverales. Se escuchaban tiros esporádicos.
Cuando llegó el teniente Leopoldo Diamante Díaz, jefe de la sección, los propios soldados, que no lo habían reconocido, le gritaron “¡Tirate o te cago a tiros!” hasta que lo reconocieron.
Le explicaron lo que había ocurrido. El soldado Juan Sulca tenía una bala en su costado derecho y aún perdiendo sangre, no había dejado de disparar. Mamaní tenía dos heridas en su brazo que le habían afectado el húmero y pedía no morir porque quería conocer a su hijo que nacería en meses, mientras el soldado Fava lo tranquilizaba. Había perdido mucha sangre y terminó desmayándose.
Ya anochecía y la Mag de los guerrilleros no dejaba de disparar ráfagas cortas. Arce encendió las luces altas del camión y subió a Mamaní, quien volvió en sí a los gritos porque lo tomaron por donde estaba herido.
Como Arce desconocía que había otros heridos, lo cargó a Mamaní y fue a Famaillá. Le costó convencer a la guardia que no le permitían ingresar y cuando lo hizo enfiló directo al hospital. Cuando emprendió el regreso junto al sargento primero Soto, quien quiso ir, vio un centenar de vehículos del Ejército que se dirigían al lugar de la acción.
Mientras tanto, los defensores de la escuela esperaban el ataque final, ya de noche. Sin embargo, cerca de medianoche escucharon una suerte de explosión, y vieron cómo bengalas bajaban en paracaídas, iluminando el lugar como si fuera de día. Las disparaban desde la columna de vehículos del Ejército, quienes supusieron que los guerrilleros habían matado a todos los soldados. Iban con la idea de hacer volar la escuela, a la que creían en poder de los guerrilleros hasta que alguien, desde adentro, comenzó a entonar la canción del arma de ingenieros “Ingenieros, audaces guerreros”. “Que la Patria en su yunque forjó”, respondieron y de adentro siguieron con la letra.
La escuela quedó con muchos impactos de bala en sus paredes y el rancho de adobe tenía cerca de 30 agujeros. Sus ocupantes se salvaron porque permanecieron cuerpo a tierra durante todo el enfrentamiento.
Los soldados se quedaron con una bandera celeste y blanca y con la estrella roja, que era de los atacantes y que llevaba el nombre de Compañía Ramón Rosa Jiménez. Sería destruida en el cuartel en Salta.
El ERP dio su versión de los hechos en La verdad sobre el combate de Manchalá en su revista Estrella Roja del 18 de junio: sostuvieron que una patrulla enemiga los había emboscado, que el Ejército había tenido más de 20 muertos y heridos que venían en los camiones y que ellos solo habían perdido una metralleta PAM. Agregaron que pudieron realizar una retirada ordenada por tres sectores y que el armamento que el Ejército había mostrado a la prensa eran armas en desuso.
Lo cierto fue que además del “sargento Dago”, murieron Ricardo (Juan Carlos Irurtia) y fueron heridos el “teniente Pedro” (Héctor Burgos, chileno) y el “Hippie” (Ramiro Leguizamón). Se supo que estuvo presente Hugo Irurzún, “Capitán Santiago”, integrante de la plana mayor del ERP, quien en agosto de 1974 había comandado el copamiento al Regimiento 17 de Infantería de Catamarca.
Por lo que supieron cuando todo terminó, ese nutrido grupo de guerrilleros iban a unirse con los Decididos de Córdoba para darles armamento con el que atacarían a las dos de la mañana del día siguiente -día del Ejército- el puesto de Comando Táctico de la V Brigada de Infantería, que estaba en Famaillá, donde planeaban secuestrar al comandante, asesinar a los oficiales, liberar a los soldados y tomar rehenes a fin de levantar la moral, lograr la colaboración de la gente y apropiarse de armamento.
Al día siguiente, los soldados debieron regresar a la escuela a buscar los enseres y herramientas de trabajo. Les adelantaron que saldrían en la primera baja porque los consideraban héroes nacionales. El 30 de mayo regresaron a Salta y fueron relevados por la segunda sección.
El 1° de junio fueron felicitados por todos y ya, en el segundo día, comenzaron a ignorarlos hasta llegar al punto de que no los saludaban.
Todos se fueron de baja pero Arce -que al momento en que se había incorporado no le importaba su futuro- se quedó en el Ejército y se convirtió en suboficial solo por una razón: quería vengarse. Nunca olvidó los gritos de dolor de su amigo Mamaní que aún hoy le recuerda que le había salvado la vida.
En 1987, estando en el segundo año de sargento primero, pidió la baja; en el interín se casó, se separó, volvió a casarse e hizo de todo: repartidor, remisero, vendedor callejero. Estudió la tecnicatura y luego la licenciatura en turismo y a fin de 2023 se recibió de guía de parques nacionales. Gracias a la venta callejera de sandwichs, logró costear la carrera de su esposa Sonia de visitadora médica.
De esos soldados de la primera sección, quedan vivos 18. Algunos viven en Salta pero otros están desperdigados por todo el país. Uno de ellos, César Pardal, que hace años tiene una panadería, está radicado en Chile.
Los que viven en Salta son Rodolfo de Mayo, Luis Peñaranda, Hugo Ontiveros, Ricardo García, Juan Sulca, José Romero, César Mamaní y Osvaldo Alcalá, que no anda bien de salud. Algunos fueron profesionales, otros se dedicaron a instalaciones de luz y gas; están los que se ganaron la vida como manteros, vendedores ambulantes o empleados municipales, y los que lograron instalar un comercio. Coinciden en señalar en que peor la pasó fue Juan Sulca, quien a sus 70 años aún sigue trabajando en la cosecha del tabaco, ganando una miseria.
El monumento de la discordia
En 1976 levantaron en el Batallón de Ingenieros de Salta un monumento alusivo al combate, que tenía en su cúspide un globo terráqueo con un cóndor. En abril de 2013 el concejal Martín Avila fue el autor de la ordenanza 037/12 que estipulaba demolerlo porque argumentó que resignificaba el terrorismo de Estado. Se exponían dos razones: que la figura del ave remitía al Plan Cóndor, y sostenía que debajo de los cimientos había restos de personas desaparecidas. En 2013 lo demolieron y no hallaron nada.
Ahora levantaron otro. Para los soldados veteranos, es más lindo y moderno y ya no tiene ni el globo terráqueo ni el águila que a ellos les hacía recordar a una marca de bebida alcohólica. Tiene la figura de un soldado ingeniero con un lanzallamas, dos gauchos de Güemes, todo rodeados de las placas conmemorativas que lucía el original.
La escuela, con los años, se transformó en un museo y luego fue demolida. Al lado construyeron otra, más moderna y con más capacidad que lleva el nombre “Compañía de Ingenieros De Montaña 5″.
El reconocimiento que no llega
Pasaron 49 años del hecho y siguen lamentándose. “Nunca nos dieron bola”, hasta que hace seis años el general Claudio Pasqualini, jefe del Estado Mayor General del Ejército, los llamó a una reunión de quince minutos que terminó siendo de más de dos horas. El jefe militar ordenó realizar un desfile el 22 de mayo de 2018 y en la formación, les entregó una medalla que tiene grabada la leyenda “Combatientes de Manchalá”. Era el primer reconocimiento que recibían y que lucen orgullosos en los desfiles y actos.
Arce remarcó que durante las presidencias de Cristina Fernández y de Alberto Fernández estuvieron prohibidas las formaciones dentro de la unidad y entonces organizaban los desfiles en la avenida frente al cuartel. Vieron que era mucho mejor, porque participaban alumnos de las escuelas, agrupaciones tradicionalistas y toda la ciudad.
El nuevo jefe de la unidad les prometió que de ahora en más las conmemoraciones se harían en el cuartel con la participación de toda la comunidad y, lo más importante, con la presencia de las familias de los veteranos.
Se sienten orgullosos porque la bandera del regimiento lleva la leyenda “Combatió con gloria por la libertad y el honor argentino el 28 de mayo de 1975″. Dicen que eso tiene más valor que cien monumentos.
Ellos pretenden ser reconocidos por el gobierno nacional, hubo un intento de la actual vicepresidente Victoria Villarruel quien había hecho gestiones durante el gobierno de Mauricio Macri, pero sin suerte. Que estaban cumpliendo con el servicio militar obligatorio, que había un gobierno democrático, que pararon un ataque terrorista y abortaron la operación sobre el comando en Famaillá, razones suficientes para soñar con que el año que viene, cuando se cumplan los 50 años del combate, sean oficialmente reconocidos con una pensión que equivalga a una canasta básica. Es lo que piden esos soldados que hoy orillan los setenta años pero que nunca se olvidaron de lo que hicieron cuando fueron soldados conscriptos y tenían veinte años.
Fuentes: La Escuelita de Manchalá, documental; entrevista a Luis Arce; colección Estrella Roja; diario La Nación; A todo o nada. La historia secreta y la historia pública del jefe guerrillero Mario Roberto Santucho; La guerrilla en Tucumán, de Eusebio González Breard