Luego de 53 días de navegación, el domingo 13 de mayo de 1810 fondeó en Montevideo la fragata mercante inglesa “Juan Paris”, que había partido de Gibraltar. Los buques eran esperados con ansias por todos, porque en sus bodegas traían diversos productos, periódicos europeos y correspondencia oficial y privada.
Las noticias que venían entre los barriles de vino tinto, aguardiente y diversas mercaderías para el comerciante catalán Francisco Ferrer eran malísimas para los españoles. A bordo del buque –que otros dicen que era la goleta Mistletoe- estaban los diarios y las cartas que daban cuenta que España estaba en poder de Francia y que el rey Fernando VII, quien había asumido el trono por la abdicación de su padre, Carlos IV, estaban virtualmente prisioneros en Bayona, por disposición de Napoleón Bonaparte. El virrey ya no representaba a nadie, sostenían un nutrido grupo de criollos.
En prevención, las autoridades del puerto dejaron incomunicada la nave con una guardia de ocho hombres de tropa de marina. Que decidiera el virrey sobre cómo proceder.
Baltasar Hidalgo de Cisneros y de la Torre, 51 años, que hacía solo diez meses que gobernaba, se la vio venir.
El 13 de enero de 1809 había sido designado gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata y presidente de la Real Audiencia de Buenos Aires. Le encomendaron que asumiese cuanto antes por los crecientes rumores de inestabilidad política en estas tierras.
No era un hombre cualquiera. Traía consigo una dilatada trayectoria militar. Nacido el 5 de enero de 1758, a los 14 años ingresó a la armada en la que haría carrera, al punto que en 1795 había sido ascendido a brigadier, luego de participar en innumerables acciones. Desde 1801 integró el estado mayor y como comandante de escuadra, peleó en Trafalgar, un combate naval librado el 21 de octubre de 1805 donde Gran Bretaña se enfrentó a España y Francia. Lo hizo al frente de la Santísima Trinidad, la nave de mayor porte.
Allí, un fuerte golpe en la cabeza por el desprendimiento de un pedazo de mástil le provocó una sordera de por vida. Fue tal su valentía que los ingleses le rindieron honores militares en Gibraltar, donde lo mantuvieron cautivo un tiempo antes de devolverlo a España. Allí lo ascendieron a teniente general.
No le fue sencillo venir al Río de la Plata. Cuando en mayo de 1808 España fue invadida por el ejército francés, estuvo al frente de la Junta de Cartagena y cuando le llegó la orden de partir, hubo un intento de pueblada que resistió que se fuera, pero la Junta Central de Sevilla se impuso.
En España habían llegado las noticias de la pésima relación que mantenía Santiago de Liniers, virrey en Buenos Aires y Francisco D’Elío, comandante general y gobernador de Montevideo. D’Elío había armado, a través de un cabildo abierto, una junta independiente de la autoridad del virrey Liniers. Sus instrucciones eran la de controlar a los partidarios de ambos, y anunciar un paquete de medidas que entusiasmasen a la población. Se terminarían con los abusos en la administración pública, se reformaría la justicia, se fomentaría el comercio y se reconocería a los americanos los mismos deberes y derechos de los que gozaban los españoles.
Liniers le entregó los atributos del poder el 14 de julio de 1809 en Colonia del Sacramento, luego que Cisneros soportase en Montevideo que D’Elío le llenase la cabeza en contra del francés, que hasta el último instante de su vida se mantendría leal a la corona española.
El principio del fin
Por el temporal que hubo el 15 y el 16 de mayo, recién al mediodía del jueves 17 Cisneros recibió la notificación de la llegada del buque británico, firmada por Joaquín Soria, gobernador militar de Montevideo, con las peores noticias. Sabía que no podía tapar el sol con la mano.
Desde marzo se conocía la toma de Girona, lo que provocó un fuerte impacto, ya que había sido un baluarte en la resistencia contra Francia. Para todos, con su caída, la suerte estaba echada y era cuestión de semanas para que se cumpliesen los peores presentimientos.
El ejército francés ocupaba la mayoría de España y ante la entrada de las tropas francesas a Sevilla, la Junta Central se había trasladado a la isla de León, que se había establecido una regencia pero se ignoraba quiénes la integraban.
Ya estaba al tanto de los “depravados designios” de “los facciosos” que buscaban la independencia de España. El mes anterior Cisneros se había reunido con los principales jefes militares, que tenían sus métodos para enterarse de lo que ocurría en España. El virrey les exigió un compromiso escrito de que lo defenderían hasta las últimas consecuencias. Martín Rodríguez, que comandaba a los Húsares del Rey, se negó, se mostró proclive a debatir la situación con los otros jefes militares y luego comunicárselo a Cisneros.
Decidió dar a conocer el viernes 18 un bando en una versión de los hechos que él describió como “arreglada”. La ciudad era un verdadero hervidero, donde en el café de los Catalanes o en la fonda de las Naciones, se multiplicaban las discusiones entre criollos y españoles y estallaban peleas en lugares públicos, como era el caso durante las funciones del teatro.
Mediante una proclama, advirtió que habían llegado noticias sensibles y muy desagradables y que era el momento de redoblar la lealtad hacia España. Que había sido obra de la astucia de Napoleón la de apoderarse de la metrópoli, pero que provincias enteras se habían levantado para apoyar a Fernando VII. Aclaró que el emperador francés no se saldría con la suya y que en la América española subsistiría siempre el trono de los Reyes Católicos.
Y ante la pregunta del millón, de si se perdiese la península, afirmaba que no se tomaría ninguna decisión que no fuese acordada con las representaciones de la capital y de las provincias.
Aconsejó a los habitantes mantenerse unidos y respetar el orden y recomendó, como un tiro por elevación hacia aquellos que buscaban algo distinto, “…huid, como de áspides los más venenosos, de aquellos genios inquietos y malignos que os procuran inspirar zelos, y desconfianza recíprocas, y contra de los que os gobiernan”.
Las repercusiones fueron inmediatas. Los opositores calificaron la proclama de “indecente” y que Cisneros era “un badulaque”, sinónimo de tonto y necio.
Hubo reuniones en la mítica jabonería de Hipólito Vieytes -que estaba en lo que hoy es la avenida 9 de Julio y México- y en lo de Rodríguez Peña, una casona ubicada en la plaza del mismo nombre, en avenida Callao al 800. Era un ir y venir de Juan José Castelli, Juan José Paso, Martín Rodríguez, Manuel Belgrano, José Darragueira, Feliciano Chiclana, Mariano Moreno, entre tantos otros.
En lo de Peña, le dijeron a Cornelio Saavedra que era preciso tomar la plaza con los ciudadanos y formar gobierno; Domingo French dijo que no confiaba en el Cabildo porque todos, con excepción de Anchorena, estaban contra ellos y que Julián de Leyva -síndico procurador general del Cabildo- era hombre de dos caras. Saavedra se mostraba cauteloso.
Finalmente, fueron Saavedra y Belgrano los que le pidieron al alcalde ordinario Juan José de Lezica que hablase con el virrey para pedirle un Cabildo abierto. Ante la renuencia del cabildante, Saavedra le advirtió: “Si para el lunes 21 no se convoca al pueblo, no me queda más remedio que ponerme a la cabeza y … ¡qué se yo lo que vendrá!”.
Todos coincidían en que el prestigioso Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios, que venía de lucirse en la segunda de las Invasiones Inglesas, fuera la voz cantante para decirle al virrey que ya no tenía apoyo y que debía autorizar la realización de un Cabildo abierto. Serían los vecinos los que tendrían la última palabra si debía continuar gobernando.
El sábado 19 Cisneros recibió el pedido formal. Como un camino para ganar tiempo, convocó a los jefes militares para el día siguiente para saber si tenía de su lado el poder militar, ya que sospechaba que el Cabildo podría jugarle en contra.
Por la tarde del domingo 20, en su residencia en el Fuerte, hizo un esfuerzo y los recibió con extrema amabilidad. Sobre las manifestaciones de la gente, les dijo que había mirado todo aquello con menosprecio, porque consideraba contar con la lealtad de los comandantes, y porque no creía que “unos cuantos perdularios y sediciosos” tuviesen cómo trastornar el orden de la monarquía ni hacer cavilar “la fidelidad que todos le debían al señor don Fernando VII”.
Fue Martín Rodríguez el que le respondió: “Está muy engañado; no eran perdularios ni sediciosos, sino el pueblo entero de Buenos Aires el que creía que Cádiz no tenía el derecho de llamarse representante del rey, y gobernar a la América”.
Cisneros hizo como que no había escuchado. Se dirigió a Saavedra, recordándole que poco antes le había ofrecido su apoyo a Liniers. Esperaba lo mismo para él.
Saavedra no supo qué responder. Le dijo que las circunstancias habían cambiado y que a Liniers lo había sostenido el mismo pueblo que ahora pedía por sus derechos. “Debe tener confianza en el Cabildo y en la parte sana del vecindario”, le aconsejaron.
Dicen que Cisneros se irritó, que aseguró que había sido un hombre de honor y que antes de ceder, renunciaría. Y, dirigiéndose a Saavedra, le preguntó: “¿Me van ustedes a sostener o no? Esto es lo que quiero saber”.
“Nosotros estamos dispuestos a sostener lo que resuelva el Cabildo abierto, y por eso lo pedimos”, respondió Saavedra. “No respondemos de las consecuencias ni emplearemos la fuerza contra el pueblo, sin autorización del cuerpo municipal que es la única autoridad legítima que queda”, contestó Rodríguez.
Al atribulado Cisneros no le quedó más remedio que ceder y autorizar un cabildo abierto para el martes 22 de mayo. Serían sus últimas horas como virrey.