Carolina “Lola” Lanusse, en coautoría con el periodista Luis Laffargue, decidió poner en palabras y por escrito su historia de superación. Así nació el libro “Volver a la montaña. Una historia de superación”, de editorial Sidera. El texto narra lo vivido por Lola, nieta del ex presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse (1971-73). A lo largo de sus 240 páginas, se relatan hechos conmovedores, episodios dolorosos y un fuerte mensaje de esperanza.
Se trata de una historia verdadera y tan íntima que no podría aparecer en los numerosos volúmenes que circulan sobre la historia argentina, narrada con autenticidad y valentía. Un testimonio con revelaciones que impactan como cortes en la piel, rápidos, que dejan cicatrices. El relato de una vida que parece más ficción que real. A continuación, en exclusiva, dos capítulos del libro:
La casa del abuelo presidente
El primer domicilio legal de Carolina Inés Lanusse fue la Quinta de Olivos, cuando su abuelo, el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, ejerció la presidencia de la República Argentina entre 1971 y 1973. A pesar de la trascendencia histórica y política que tuvo –y aún tiene– ese lugar, Lola solo guarda unas pocas imágenes de esa casa. Recuerda que había una pileta, nada más. El extenso parque, el espejo de agua y la residencia de fondo provocan una asociación espontánea con las típicas postales del predio.
A los 23 años, Alejandro Lanusse contrajo matrimonio con Ileana María Bell, que tenía por entonces 22. Formaron una familia numerosa y tradicional, con una marcada impronta militar. Tuvieron nueve hijos, el papá de Lola era el tercero. En honor a sus progenitores, los varones llevaron el nombre del patriarca, Alejandro; y las mujeres, el de María. Con el tiempo, fueron llegando los nietos –más de treinta–, que los llamaban cariñosamente Cano y Lala.
Los padres de Lola, Gustavo Alejandro Lanusse y Carolina Madero, respetaban y sostenían las tradiciones familiares; entre ellas, la de ir a misa todos los domingos. Lola, la primogénita del matrimonio, tiene muy grabado ese recuerdo.
Si bien alguna vez la madre de Lola le contó que su nacimiento estaba previsto para diciembre de 1971, finalmente se produjo el 11 de enero de 1972, en la clínica privada Mater Dei de la ciudad de Buenos Aires. Décadas después, Lola interpretó el motivo de este retraso: no quería venir a este mundo agresivo. Tal vez por eso, el parto fue por cesárea: la tuvieron que sacar del nido protector. Nació bajo el signo de Capricornio; con luna en Escorpio, según su carta natal.
Lola creció en un contexto lleno de nombres heredados, marcas de una aristocracia que se iba desvaneciendo. En la familia materna, les daban mucha importancia a los apellidos. «Porto apellido», fue una de las primeras declaraciones que hizo al comenzar la escritura de este libro; sin embargo, muchos detalles muestran que no le presta atención a ese tema. Incluso rechaza el nombre que le dieron, no se identifica. Por fortuna, de niña comenzaron a llamarla con varios diminutivos: Loli, Lolita, Lolina o Loleta.
Cuando habla de Cano, lo describe como un hombre serio y de pocas palabras, muy fumador, disciplinado y ordenado. Menos por el acto de fumar, considera que ese adn siempre estuvo presente en ella. La severidad, rigidez e impronta que la caracterizan provienen de los Lanusse. «Mi abuelo parecía impenetrable, por esa coraza que tenía. Creo que no supo cómo demostrar cariño.
Sin embargo, lo sentía. Era torpe en sus demostraciones, pero te lo hacía sentir con otro tipo de actitudes», reflexiona. Al recordar su infancia, también aparece la figura de su abuela Lala, de quien Lola se siente orgullosa por la elegancia que exhibía. La describe con estas palabras: «sobria, delicada, acorde con las reglas del protocolo». Fue una influencia importante en su concepción estética, cuando le tocó ocupar también el rol de primera dama, acompañando el cargo de gobernador de su pareja, Jorge Augusto Sapag. Lola tenía una gran afinidad con su abuela y la recuerda con un cariño inmenso.
En el abanico de los recuerdos, emerge el escritorio de Cano, donde estaba la foto en blanco y negro de Ileancita, hija del ex presidente, fallecida a los 11 años, a quien Lola no conoció. La foto muestra a una niña de pelo oscuro, orejas grandes y sonrisa tímida. A partir de esa muerte, Cano usó de por vida luto: camisa blanca y corbata negra. Sobre el mismo escritorio, había otra imagen: la de Lala cuando era joven. Este retrato es la única pertenencia de sus abuelos que posee. Se lo pidió a sus tías Lanusse y desde hace tiempo lo atesora en un lugar sagrado.
Dice sobre su abuelo Alejandro Lanusse: «Fue muy modesto, vivió con su familia con lo justo y necesario. Murió en 1996 con lo que tenía. Hoy, madura y adulta, dimensiono el gran hombre que fue, las dificultades que tuvo en su vida, los momentos durísimos e históricos que le tocó vivir. Hizo su mayor esfuerzo siempre. Sacrificó mucho por los demás. Parecía distante y frío, pero era todo lo contrario. A Cano se le notaba que era un alma ávida de cariño y que no sabía pedirlo. Y no sé si realmente lo recibió. Entonces, ahí me siento identificada con él».
Digna nieta de su abuelo, a Lola también le cuesta expresar sus emociones ante los demás. Pero para eso también están los libros.
Segundo nacimiento
Aunque la familia no recuerda con exactitud cuánto duró, la operación se extendió entre cinco y seis horas. Al salir del quirófano, Jorge y las amigas estaban en otra sala, a la espera del resultado. Nico y su abuela aguardaban fuera de la institución, en otro lugar. Mientras la sacaban del quirófano y la trasladaban a la uti, los médicos le avisaron a Jorge que podía estar con ella unos minutos. Al acercarse, vio que Lola estaba sonriente y tenía bien abiertos los ojos. Mientras él la observaba, ella repetía, semiinconsciente: «Muevo, muevo».
Fue dentro de la uti, en un cuarto aparte, donde Lola tuvo el primer registro plenamente consciente. Abrió los ojos y percibió que estaba sola. Se dio cuenta de que tenía un cuello ortopédico que le impedía hacer movimientos con la cabeza. Una venda le cubría la parte superior de la frente. Se concentró en sus piernas: la reacción fue nula.
Al rato, vio acercarse a un enfermero, simpático. Le preguntó si la podía enderezar un poco porque se sentía incómoda.
—Estás recién operada de la columna.
No podía mover a la paciente sin la autorización previa del médico. Pero ella insistió, y el enfermero hizo un leve ajuste de la cama.
Lola fue tomando, de a poco, una mayor conciencia de la situación: tenía dos botas en las piernas para favorecer el drenaje linfático, ya que estaba inmovilizada por completo.
—¿Me podés mover otro poco? —pidió una vez más, y la respuesta volvió a ser negativa.
Más tarde, en el horario de las visitas autorizadas, pudieron visitarla Jorge y la madre de Lola. Luego entraron las amigas, en grupos de a dos. Ella quería que la pasaran a otro cuarto, porque ahí donde estaba podía oír las voces de los otros pacientes. Pese a ello, se mantenía de buen humor. Pero lo que realmente le preocupada era que su hijo no podía verla: no permitían el ingreso de menores. Imaginaba que Nico podía pensar que estaba muerta. Ese es el recuerdo más nítido que guarda de ese momento.
La noche transcurrió bajo el continuo control de médicos y enfermeros. Alrededor de las siete de la mañana siguiente, el enfermero simpático fue a ver cómo se encontraba y le comentó que la terapista estaba en planta. Cuando fue a verla, Lola le comentó que tenía muchas ganas de que la pasaran a una habitación normal. Pero aún no contaban con el resultado del examen que permitía controlar la cantidad de orina que podía o no hacer. Mientras le explicaban, ella observaba cómo caía de a poco el suero.
—Duplicame el suero —le pidió al enfermero—, y te prometo orinar todo lo que necesiten.
Se rieron.
Pasó un rato y, como no consiguió lo que quería, volvió a decir:
—Estoy bien. Sáquenme de acá, les libero el cuarto.
El enfermero oía lo que Lola decía, pero no le prestaba atención.
No dependía de él tomar ese tipo de decisiones.
El tiempo seguía pasando sin novedades. Hasta que llegó la terapista, que era quien debía evaluar si la cantidad de orina eliminada estaba dentro de los parámetros normales. Mientras observaba, Lola arremetió con su reclamo hasta que, por fin, obtuvo lo que tanto esperaba en ese momento: «Se ve que la volví loca, porque me autorizó a salir de ahí e ir a un cuarto normal».
Debido a su insistencia y a la evolución que presentó, estuvo menos de veinticuatro horas en terapia intensiva. Muy poco, en relación con la gravedad de su caso. Lo cierto es que todo salió bien, mejor de lo pensado. Por eso considera que el 11 de mayo es su otra fecha de cumpleaños. Sí, Lola siente que ese día volvió a nacer.
Sobre los Autores:
Carolina “Lola” Lanusse, es porteña. Vive en San Martín de los Andes, “su lugar en el mundo” como ella lo define. Tiene un hijo llamado Nicolás y ama el esquí. En el año 2016 sobrevivió a un ependimoma medular. “Volver a la montaña” es su historia de vida.
Luis Alberto Laffargue, nació en Balcarce, es licenciado en periodismo en la Universidad del Salvador, donde en la actualidad es profesor de materias audiovisuales, es Magister en Comunicación Audiovisual por la Pontificia Universidad Católica Argentina.