Harlem, Nueva York
Me dirijo hacia el norte de la isla de Manhattan, uno de los cinco distritos en los que se divide Nueva York: Staten island, Brooklyn, Queens, Bronx y Manhattan. Y justamente en Manhattan, isla de unos veintiún kilómetros de sur a norte y de casi cuatro kilómetros de este a oeste, me movilizo hacia uno de los rincones más conocidos: Harlem.
Siempre hacia el norte atravieso el Central Park, pulmón verde de la ciudad en medio de tanto asfalto, que va desde la calle 59 hasta la 110. Justamente allí, en la 110, comienza Harlem. Ubicarse en Nueva York es muy fácil porque las calles están ordenadas en forma perpendicular, salvo la Avenida Broadway que corre en diagonal. De sur a norte la numeración va creciendo desde el uno, divididas en este y oeste por la Quinta Avenida. Paso la 110 y entro en el Harlem, que se prolonga hasta la 160. El lugar ha sido el refugio de los afroamericanos que llegaron en gran cantidad al comienzo del siglo XX, constituyendo en la actualidad el 70% de la población que se eleva a poco más de doscientas mil personas.
Hay muchas cosas que caracterizan al barrio. Por un lado el jazz, que floreció a partir de 1920 con Louis Armstrong, Duke Ellington o Ella Fitzgerald. Por otro, las viviendas, las típicas edificaciones americanas que se distinguen en tantas películas con edificios de ladrillos de tres o cuatro pisos con las escaleras metálicas de emergencia en el frente. Por otra parte el básquet, ese que se juega en los playgrounds, en la calle, en cualquier parte del barrio.
Estoy alojado en la calle 113, en un hostel, y desde allí camino apenas tres cuadras y enseguida encuentro una canchita con chicos de unos dieciséis o diecisiete años, jugando, todos negros, como no podía ser de otra manera en Harlem. Les pido jugar y no tienen problema en aceptarme. Me doy el gusto y cumplo mi sueño a lo largo de casi una hora, cumpliendo un papel digno en la meca del básquet. Terminamos y nos quedamos un rato charlando. Les cuento que soy de la misma ciudad que Manu Ginóbili y que incluso jugué contra él cuando Ginóbili era muy chico. Se ríen, no sé si conmigo o de mí. Mientras me alejo pienso qué pasaría si viniera un serbio y me dijera que jugó contra Jokic o un griego contra Antetokounmpo. Al menos lo dudaría, más aún después de verme jugar entre ellos.
Sigo caminando hasta la 125, bastante céntrica, en donde advierto otra postal de las películas: un grupo de muchachos alrededor de un auto con música bien alta, con cadenas colgando. Paso a un lado y no les llamo la atención. Había preguntado si en alguna parte era peligrosa para andar con la cámara. Me dijeron que de día no había problema en ningún lado pero que de noche si no pasaba de la 125, era mejor.
Llego hasta un parque grande, no tanto como el Central Park, el Morningside Heights, que se destaca principalmente por albergar la universidad de Columbia y la catedral de Saint John the Divine, la iglesia protestante más grande del mundo y la cuarta más grande entre las cristianas. La observo y me despierta la atención los ciento ochenta metros de largo que ocupa, así como los setenta metros de altura del frente. Me parece realmente imponente, Se comenzó su construcción en 1892 en estilos románico y bizantino, aunque años después se transformó al gótico. Hoy en día la construcción continúa, aún no ha sido terminada.
Es domingo al mediodía y aprovecho para visitarla por dentro. Me sorprende ver varias personas con cascos de ciclistas. Un rato después veo cada vez más, así como también ahora percibo la presencia de personas con bicicletas en sus manos, en pleno interior del gran edificio. Pasan quince o veinte minutos y ahora debe haber unas trescientas o cuatrocientas bicicletas y ciclistas en la iglesia. Una persona comienza a hablar en el atrio, dando inicio a una misa, la cual según me cuentan se hace una vez al año hace ya un tiempo, en honor a los ciclistas que murieron en las calles.
El religioso bendice a la bicicleta como la compañera que es para muchas personas. Miro hacia el ingreso y veo cómo dos personas, cada uno con sus bicis y cascos puestos, caminan hacia el atrio como si fueran dos novios hasta llegar al frente del reverendo, Tom Miller, quien los bendice con agua bendita en nombre de todos los demás. Luego de esto, todos los ciclistas dan una vuelta caminando por el interior tocando sus bocinas, dando fin a la ceremonia. Un partido en un playground y una bendición de bicicletas estampé en mi pasaporte el sello de Harlem.
*
Karawari, Papúa Nueva Guinea
Estoy en Papúa Nueva Guinea, un país de Oceanía, al norte de Australia, una gran isla compartida con Indonesia. Y dentro de este mundo tan singular, viajo en avioneta desde la capital Port Moresby hasta las provincias del Sepik del Este, más precisamente a una región dominada por una selva casi impenetrable, según dicen, la selva sin interrupciones más extensa del planeta. En este contexto me preparo para salir a recorrer lo que nos rodea, usando siempre como vía principal para moverme al caudaloso río Karawari, una avenida de agua que es la única entrada y salida del lugar, además de por aire. Comenzamos a navegar, observando algunas poblaciones aledañas a la costa, desde donde nos devuelven miradas curiosas ante nuestra presencia, apenas visibles debido a una llovizna que enseguida se transforma en una cortina de agua, y que nos explica en parte el porqué del intenso verde a nuestro alrededor. Diminutas siluetas no dejan de aparecer al borde del agua: la mano en alto de muchos chicos saludándonos es solo una espontánea demostración que antecede a movimientos de interacción con la naturaleza. Con lluvia incluida, un grupo de chicos de unos nueve o diez años se zambulle en el río desde lo alto de frondosos árboles y hace piruetas en el aire, siempre con sus cuerpos totalmente desnudos.
La lluvia se detiene y nos permite avanzar con más tranquilidad. La embarcación se aproxima a la orilla, me apresto a entrar en contacto con el mundo que rodea al río Karawari. Pongo los pies sobre la tierra oscura y acompañado por Chris, nuestro guía, nos alejamos de la corriente de agua, caminando en medio de una espesa selva tropical. Lo aislado del entorno activa la imaginación: esperamos el contacto con una civilización perdida en el tiempo. Primera sorpresa: una pelota y una red pueden encontrarse hasta en los lugares más remotos. Un grupo de personas se divierte jugando al vóley de playa. Los habitantes del poblado a orillas del Karawari tienen muy poco contacto con los parámetros modernos que rigen al resto del planeta, sin embargo, la práctica del vóley fue insertada hace unos años y practicarlo cada domingo es una costumbre repetida. Un grupo grande nos rodea. Tiene tez amarronada, pelo corto ensortijado y un tronco superior muy desarrollado, producto de remar diariamente en el río. Nuestra presencia no pasa inadvertida y enseguida me invitan a acompañarlos. En un primer momento la posición en la cancha no permite que intervenga aunque la paciencia da sus frutos: un simple primer contacto con la pelota muestra que la multitud que rodea al campo de juego estaba más ansiosa que yo y suelta un grito de alegría ante cada intervención. Ya más relajado tras la presentación, comenzamos a compartir risas, sorprendiéndome con los buenos movimientos de compañeros y rivales. La rotación me acerca a la red: un simple toque me eleva a la cima de mi carrera en el vóley.
En la región del Karawari existe tan sólo un punto de contacto con el resto del país y es precisamente el lodge en el que me alojo, tras haber viajado en avioneta desde la ciudad más cercana, Mount Hagen. Las aldeas más próximas al lodge permiten visualizar rastros de dicho contacto, como algo de ropa o la red y la pelota de vóley. Sin embargo, si uno se aleja, las relaciones van disminuyendo, siendo casi nulas si se remonta el río o si uno se adentra en la selva.
Me divierto por más de una hora junto a los demás jugadores y al público que rodea la cancha, hasta que el tercer set marca una ajustada derrota por 25 a 22. Enseguida las mujeres demuestran que también son protagonistas, aunque esto enseguida se interrumpe, porque toda la aldea se pone de acuerdo en hacer algo en conjunto en mi honor: la representación de una danza típica. Un momento gracioso se origina para elegir la canción a reproducir en un antiguo y destartalado grabador, en el que introducen una tarjeta con cientos de temas. Uno a uno van pasándolos y tras un silencio, deciden avanzar al siguiente hasta que, por fin, luego de varios minutos e incontables ritmos, encuentran la que buscan. La espera tiene su recompensa: el equipo de música a pilas, otro infiltrado en la cultura del Karawari, comienza a hacer sonar la música. Mis ahora amigos papuanos mueven sus cuerpos en una danza que demuestran haber practicado infinitas veces. Orgullosa de exhibirnos su música, la comunidad del Karawari es apenas una muestra de la increíble diversidad que ostenta Papúa Nueva Guinea. Al contrario de otros lugares del mundo, la población vive en forma predominantemente rural, con solo un 18% ocupando espacios urbanos, con una estructura interna muy compleja, ya que se estima que existen alrededor de mil grupos culturales diferentes que hablan más de ochocientos idiomas y que ofrecen originalidad en aspectos como el arte, los bailes, las costumbres y la música.
La canción termina y con ella nuestra visita al poblado. Nos acompañan en masa hasta el río y ahí posamos todos para una gran foto grupal. Simplemente inmortalizamos en la cámara lo que ya está grabado en mi memoria. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos: mis amigos del Karawari me regalan sus últimas sonrisas.
*
Peine, Chile
San Pedro de Atacama es la entrada al desierto de Atacama, uno de los más grandes y más áridos del mundo. Se emplaza bien al norte de Chile, a unos mil setecientos kilómetros de Santiago, la capital, en una región con muy poca población. San Pedro no llega a los cuatro mil habitantes y en sí mismo no ofrece muchos atractivos, más allá de una iglesia antigua, algún museo y una calle principal muy pintoresca. La mayoría de las casas son de adobe y todo está preparado para el turismo, especialmente el internacional. Son muchos los europeos y los estadounidenses, especialmente jóvenes, que eligen a este lugar como punto de partida para muchas excursiones cercanas. Desde acá se va a los Géiseres de Tatio, al Valle de la Luna con su Cordillera de la Sal y a una serie de pueblitos perdidos en medio de la nada.
Mi itinerario comienza entonces justamente desde San Pedro hacia el sur, en forma paralela, al oeste a la imponente Cordillera de los Andes, que en esta zona con el Volcán Llullaillaco supera los seis mil metros sobre el nivel del mar. Enseguida sale a mi encuentro un lugar increíble como el Salar de Atacama, el mayor depósito salino de Chile formado por una depresión sin salida que recibe el caudal del río San Pedro y de múltiples quebradas que filtran el agua desde la cordillera. Ocupa más de tres mil metros cuadrados y además posee reservas elevadas de litio, a tal punto que constituye el 25% por ciento de las existentes en todo el mundo, así como también otros metales y sales potásicas. El lugar más significativo para apreciarlo es la Laguna Chaxa, en la reserva nacional Los Flamencos.
Descubro con asombro que ningún río o arroyo la alimenta, sino que el agua brota proveniente por las napas desde la lejana cordillera. Al igual que todo lo que la rodea, la cantidad de sal en el suelo es elevada, formándose grandes costras salinas en los bordes del agua. Más allá de que en el agua casi no hay vida, salvo unos microscópicos resistentes a la sal, la principal atracción del sitio es un ser vivo. Levanto mi vista y los veo solitarios y en grupos: los flamencos son los indiscutibles amos del lugar, tiñendo de rosa la escenografía. El parina grande, el parina chica y el flamenco chileno son las variedades que se mueven con parsimonia, ignorando la presencia de quienes los observamos.
Dejo atrás la laguna Chaxa atravesando mares de sal y a los pocos minutos me sumerjo en uno de los pueblitos, Toconao, con apenas ochocientos habitantes. Es un reducido oasis con agua muy pura que permite el cultivo de todo tipo de frutas y vegetales. El pueblo se concentra alrededor de una plaza, que también se enfrenta a una iglesia antigua, la de San Lucas, del siglo XVIII. En la quietud de la tarde camino por una de sus pocas calles y veo que todas las casas están construidas con una misma roca, conocida como liparita, una especie de piedra pómez clara, resistente, que además posee alta capacidad de aislación térmica, algo muy valioso en esta región.
Cayéndome casi de Toconao, el vehículo me transporta ahora hasta el otro núcleo urbano de la zona: estoy en Peine, con aún menos habitantes, tan sólo trescientos. Sus orígenes se remontan al mil seiscientos, aunque ya existía desde antes como parte del Camino del Inca que pasaba por el lugar. Lo recorro y, como era de esperar, me enfrento a una iglesia, de color blanco, la de San Roque, de 1750. Otras construcciones son originales: unos piletones erigidos en función de un arroyo que pasa por el sitio y que sirven para dosificar el agua de riego del pueblo. Un camión cisterna se detiene a pocos metros de los piletones y comienza a distribuir agua potable entre los habitantes, que concurren con bidones y baldes de distintos tamaños, para poder acarrearlos hasta sus casas.
En el atardecer, en un playón adyacente a la iglesia, se juntan muchas personas, algunas jóvenes y otras no tanto. Dos muchachos, supongo que los talentosos del pueblo, eligen a sus compañeros y se disponen a empezar un partido de fútbol. Me paro como un chico a un lado de uno de los arcos, esperando que me llamen. Mi estrategia da resultado. Me invitan a ser parte de ese ritual de cada tarde en Peine y acepto gustoso, pese a no estar con la más cómoda de mis vestimentas. Entre los que juegan, y varios más que permanecen sentados en una especie de tribunas de unos pocos escalones, debe haber unas veinte o treinta personas, casi el 10% del pueblo. Me dedico a distribuir juego, estamos a casi tres mil metros, la altura no es cuento, parece acelerar mi corazón ante cualquier movimiento imprevisto.
Mientras juego, miro hacia al oriente y por detrás de la silueta de la iglesia se recorta una porción de la interminable cordillera. El espectáculo se presenta hacia el lado opuesto. Peine está un poco inserto en las elevaciones cordilleranas, en una especie de terraza, por lo que tiene una increíble vista hacia el oeste. El sol está en el último tramo de su andar diario, casi ocultándose detrás del mar de sal que es el salar de Atacama. Tonos naranjas, rojizos y amarillos me distraen mientras intento domar a una pelota rebelde.
* El autor, ingeniero, docente y estudiante de historia, narra sus vivencias de viajes a través de su cuenta de instagram @correcaminosmundo