Ya era noche cerrada en la ciudad de Buenos Aires y una llovizna fría mojaba el cabello rubio del padre Carlos Mugica mientras caminaba con paso apurado por el pasillo de la casa parroquial de San Francisco Solano, en Villa Luro, un tranquilo barrio porteño de casas bajas. Había oficiado la misa vespertina de los sábados y se dirigía a la salida para cruzar la calle Zelada, subirse a su traqueteado Renault 4S verde oliva metalizado y llegar lo más rápido posible a la casilla de su amigo Drácula Serrano, que lo esperaba con un asado en la villa miseria de Retiro, el lugar elegido por el cura como centro de su intensa tarea pastoral en favor de los pobres.
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe tenía cuarenta y tres años y, como era habitual en él, vestía todo de negro, siempre elegante: campera de fibra sintética, polera de algodón, pantalón de corderoy, medias y un cinturón marca George, y mocasines marrón oscuro; nunca usaba sotana y rara vez, clergyman, la camisa especial de los curas que termina en un cuello redondo y blanco. Otras dos personas acompañaban a Mugica aquel lúgubre 11 de mayo de 1974 a las ocho y cuarto de la noche: Carmen Judith Artero de Jurkiewicz, más conocida como María del Carmen, treinta y nueve años, separada, y Ricardo Rubens Capelli, treinta y siete, soltero; ambos colaboraban con él en la villa de Retiro en sus ratos libres.
Para bien y para mal, blanco de elogios desmesurados y críticas furibundas, el padre Mugica era una de las personas más conocidas de la Argentina; simpático, hablador, bien articulado, mordaz, daba bien en cámara, como dicen los productores y conductores de los programas de televisión, que lo convocaban seguido porque despertaba pasiones, a favor y en contra.
Su pertenencia al patriciado porteño, retoño rebelde pero no tanto de una familia conservadora y adinerada, con amigos poderosos con los que seguía relacionado a pesar de sus posturas combativas, no hacía más que alimentar la atracción de la gente y los medios de comunicación. Para colmo, en los últimos meses se había peleado no solo con la derecha armada del peronismo encarnada por el influyente José López Rega, recién ascendido por decreto de cabo primero retirado a comisario general retirado en una promoción de catorce grados sin precedentes en la Policía Federal, sino también con sus antiguos amigos de la izquierda guerrillera, sus ex discípulos de la Acción Católica, en especial con Mario Eduardo Firmenich, el jefe de Montoneros.
Esa pelea con la cúpula de Montoneros era la más reciente y se debía a la férrea defensa del presidente Juan Domingo Perón por parte del cura ante el desafío armado de quienes habían sido hasta hacía muy poco tiempo la “juventud maravillosa” del General: Mugica sostenía que, una vez levantada la proscripción del peronismo, los guerrilleros debían dejar las armas, pero ese grupo, como otros, estaba convencido de que la revolución socialista o comunista estaba a la vuelta de la esquina.
Además, era cura y buen mozo: rubio y con un mechón que le caía sobre la frente, ojos celestes, facciones varoniles y un cuerpo atlético al que cuidaba y entrenaba como un deportista profesional. El fútbol era su gran pasión, pero también nadaba y jugaba al tenis, que en los años setenta era mucho más elitista que ahora. Por esos motivos, siempre andaba rodeado de mujeres jóvenes y lindas, muchas de ellas de su misma clase social, que llenaban sus misas y lo ayudaban generosamente en sus actividades pastorales y sociales en el asentamiento de Retiro.
Aquel sábado fatal, apenas atravesaron la puerta de Zelada 4771 el cura permaneció unos instantes en la vereda con Carmen Artero mientras Capelli se acercaba a su Fiat 600 blanco, chapa patente C 186.622, estacionado unos doce metros a la derecha, donde esperaba otro de los ayudantes del cura en la villa, Nicolás Zacarías Marmouget, un escritor desocupado de cuarenta y tres años, soltero, con el que se había distanciado, pero al que estaba dispuesto a darle una nueva oportunidad. Algunos pocos feligreses seguían conversando en la vereda, frente a la iglesia.
—Listo, ya está, ya hablamos con Carlos. Está todo bien, pero no lo cargues; no le digas nada —le dijo Capelli.
Obediente, Marmouget se bajó del auto, se acercó al cura y le dio la mano.
—Esperame un momentito que tengo que hablar con este señor —le comentó Mugica luego de saludarlo afectuosamente.
Carmen Artero no conocía al hombre que aguardaba a su lado, con quien el cura se alejó “unos dos metros, hacia la puerta de la iglesia,” en busca de privacidad para charlar tranquilos, según declaró ante el juez nacional de primera instancia en lo Criminal de Instrucción Julio Humberto Lucini el domingo 12 de mayo a las dos y veinte de la madrugada.
Al declarar por tercera vez ante la justicia, el 24 de mayo, señaló que “era un individuo de más de cuarenta años, corpulento”, y que, “sin poder afirmarlo rotundamente, cree recordar que, cuando el individuo mencionado hablaba con Mugica, se encontraba también otra persona, cuya fisonomía no puede precisar, y en un momento dado pareció que había una discusión, retrocediendo Mugica unos pasos”.
Pero, no pudo ubicar a esa supuesta segunda persona en ninguna otra secuencia del ataque y la fuga; además ningún otro testigo la mencionó.
Por su lado, Capelli aseguró que, cuando él caminaba en busca de Marmouget, escuchó que “un hombre llamó a Mugica y éste se dirigió al mismo palmeándolo sobre los hombros”.
—¡Padre Carlos!, ¡padre Carlos! —le había dicho, según Capelli, que solo pudo recordar que el desconocido vestía un traje marrón.
El 26 de junio, en su segunda declaración judicial, Capelli ratificó que “nunca antes había visto” a esa persona; “que, de volver a verla, no la reconocería”, y que solo podía decir que “era baja, un poco ‘gordito’, de aproximadamente cincuenta años de edad”.
Instantes después de que el cura se volviera para conversar con el desconocido, Carmen Artero escuchó “una sucesión de explosiones que le parecieron cohetes”, y vio que el cura “caía contra la pared de la casa vecina a la iglesia, un poco antes de la entrada a la sacristía”, y que “un hombre alto, corpulento, vestido con campera oscura, de cabellos oscuros, abundantes, peinado suelto, con bigotes oscuros poblados, largos, se hallaba a una distancia de un metro y veinte centímetros de Mugica” mientras seguía “sintiendo los estampidos y viendo una sucesión de fogonazos, no pudiendo observar arma alguna”.
La próxima secuencia que recordó la colaboradora de Mugica fue al cura ya caído en el suelo y al “individuo a paso apresurado que se dirigió al cordón de la acera, introduciéndose en un automóvil que allí se hallaba estacionado sobre su derecha”, del lado de la iglesia, “con la portezuela del lado del acompañante, abierta,” y que le pareció que el coche era “un Chevy color verde penicilina con techo negro vinílico”.
Pero, no pudo precisar en qué momento huyeron el agresor y el conductor del automóvil —posiblemente se haya acercado al lugar cuando escuchó los primeros balazos— porque dirigió su atención a Mugica, que se quejaba sentado en el suelo tras haberse deslizado por la pared, con la cabeza apoyada en la casa vecina como si fuera un muñeco destartalado.
“Me agacho junto a Carlos y siento que se queja; le paso mi brazo por la espalda para tratar de levantarlo y siento en mi mano correr su sangre tibia, y recién en ese momento, recién en ese momento, me doy cuenta de que lo han ametrallado”, rememoró Carmen Artero.
Fue allí cuando apareció el padre Jorge Vernazza, de cuarenta y ocho años, el párroco de San Francisco Solano y amigo de Mugica desde el seminario; pertenecían al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y eran tan peronistas que un año y medio antes habían viajado en el avión que trajo al general Perón al país luego de un larguísimo exilio.
Vernazza había escuchado un tableteo que le pareció que podían ser cohetes y salió a la calle. Al abrir la puerta de la casa parroquial, escuchó el ruido de un automóvil que se alejaba a toda velocidad y los gritos de las personas que estaban en la vereda, y, “al mirar al costado derecho, vio al padre Mugica tendido en el piso con la cabeza apoyada contra la pared, distante unos quince metros de la puerta de la iglesia”.
Era sacerdote y, “presumiendo la gravedad de lo sucedido”, lo primero que hizo fue volver al templo en busca de los óleos sagrados para suministrarle a su amigo el sacramento de la Unción de los Enfermos, una gracia para ayudarlo a sobreponerse a las heridas, y con la ayuda de Carmen Artero y otros feligreses lo subieron al Citroën 2CV de un vecino, Néstor Giménez, para llevarlo rápidamente al Hospital Salaberry, a unas veinticinco cuadras, en el barrio de Mataderos.
Mugica fue ingresado al hospital a las nueve de la noche muy mal herido, con el rostro “pálido, sudoroso, frío”, en un “intenso estado de shock hipovolémico” o hemorrágico por la pérdida de muchísima sangre debido a los cuatro balazos que habían impactado en su cuerpo: uno en la parte derecha del abdomen, que le perforó el estómago y salió por el flanco lateral izquierdo; los otros dos en el hemitórax izquierdo, sin orificios de salida, y el último en el antebrazo izquierdo, por debajo del codo, donde le fracturó el cúbito y el radio.
Según la historia clínica firmada el 16 de mayo por el doctor Eduardo Filgueira Lima, jefe del Departamento de Urgencias del Policlínico Municipal Juan F. Salaberry, “la evolución del paciente desde su ingreso fue desfavorable pese al tratamiento” de los médicos y enfermeros, que incluyó la transfusión de cinco litros de sangre —una cantidad enorme ya que un hombre adulto tiene entre cuatro y medio y seis litros de sangre en total—, “siendo trasladado de inmediato al quirófano para su resolución quirúrgica”.
“Al ser ubicado en la camilla de operaciones —detalló el informe— sufre un paro cardíaco” por lo que se le abrió el pecho para un “masaje cardíaco. Simultáneamente, se observa abundante salida de sangre. Recuperado el paciente se prolonga la incisión hacia abajo”, con lo cual “se constata una perforación gástrica y, a la palpación, herida de bala de lóbulo derecho de hígado. Nuevamente se interrumpe la intervención por fibrilación ventricular. Se vuelve a practicar masaje. Se inyecta adrenalina intracardíaca, pero la respuesta esperada no se produce observando un paro cardíaco irreductible a pesar del masaje”.
“El paciente fallece a las veintidós horas del día 11 de mayo de 1974″, finalizó el parte. Las amenazas de muerte, multiplicadas en las últimas semanas al ritmo de las peleas dentro del peronismo gobernante y del aumento de la violencia política, se habían concretado.
El cuerpo, que medía un metro con setenta y dos centímetros y pesaba setenta y cinco kilos, fue llevado a la capilla del hospital, hacia donde se trasladaron las decenas de parientes, amigos y colegas que habían ido llegando acongojados a medida que se enteraban de la noticia, rápidamente transmitida por la radio y la televisión.
“Estaba como en una bandeja de acero, con todos los agujeros, y bueno: lo reconocí; se había muerto hacía veinte minutos; estaba hecho un colador”, recordó su hermano Alejandro.
“Me acuerdo de acercarnos y estaba la familia de Carlos, y tocarlo, y de Carlos, que estaba joven y cálido, que no estaba vivo, y también me acuerdo el sonido de la gota de sangre que caía en el piso”, rememoró Helena Goñi, amiga y colaboradora del cura.
Uno de los primeros amigos de Mugica en llegar al hospital fue Gerónimo Bebe Acevedo, un médico con el que el cura había estado jugando al fútbol en el club Atalaya, en San Isidro, pocas horas antes del atentado, cuando nadie imaginaba que esa persona tan llena de carisma y de energía podía ser brutalmente asesinada luego de dar la misa, a la salida de la iglesia.
Por lo menos no lo podían imaginar el Bebe Acevedo y sus compañeros de La Bomba, el equipo de camiseta verde en el cual Mugica, hincha fanático de Racing Club, había jugado aquella tarde de puntero izquierdo en el campeonato de la aguerrida liga amateur del área metropolitana.
“Carlos siempre me decía: ‘Bebe, jugá fuerte, pero jugá leal’. Y él jugaba muy fuerte, metía mucho, te pasaba por encima porque entrenaba muchísimo; siempre de diez o de once porque era muy zurdo”, recordó el médico Acevedo, zaguero y capitán del equipo.
Formaba parte de La Bomba el ex funcionario y legislador Fernando Pato Galmarini, también amigo de Mugica. Se conocieron jugando al fútbol, Galmarini siempre en el mediocampo, del centro a la derecha: “Yo ya era peronista, pero él me hizo el bocho: todas las dudas que tenía, él me las solucionó. Hasta me casó, en 1968. Jugué con él en muchos lados: en el seminario, en colegios, en clubes y en quintas, por ejemplo, la de sus Viejos en Berazategui y la de Horacio Rodríguez Larreta padre, que, como él, era enfermo de Racing. Carlos era muy amiguero: venían profesionales o ex profesionales como Orestes Omar Corbatta, Roberto Perfumo, Rafael Albrecht y Martín Pando. Siento que me despedí de él en el partido de aquel sábado que lo mataron”.
El partido comenzó a las dos de la tarde y luego se fueron todos a disfrutar del tercer tiempo: comieron medialunas y una torta, y tomaron café, té, agua y gaseosas. “Nos contó que lo habían amenazado de muerte y que los curas lo querían sacar del país, pero que él no quería irse. No parecía preocupado por esas amenazas”, dijo Acevedo.
“Éramos muy amigos —rememoró—. Era una persona de ésas que cambia la vida del que lo conoce. Lo extraordinario de Carlos era lo accesible que era. Un ser superior, un santo; un santo humano. Tenía sí actitudes belicosas en público, pero yo creo que era incapaz de hacer el mal a alguien”.
Como todos los sábados, Mugica había almorzado con su familia en el segundo piso de la calle Gelly y Obes al 2200, en La Isla de Recoleta, una de las zonas más elegantes de la Capital Federal, y, siempre con el tiempo escaso para las múltiples actividades en las que se involucraba, partió a toda velocidad con su Renault 4S hacia Atalaya.
Finalizado el tercer tiempo, el cura amontonó en un bolso la camiseta verde, el pantalón corto blanco, las medias del mismo color y los botines negros, se duchó y se vistió de negro, salvo la camisa verde oliva con botones blancos. La policía encontraría luego el bolso en el baúl del automóvil junto con una raqueta de tenis de metal.
Acevedo se enteró del atentado mientras cenaba con otro amigo en un restaurante cerca del hospital: “Lo pasaron por la televisión; debe haber sido a las ocho y media de la noche, tal vez un poquito más, y llegamos enseguida al Salaberry. Me dejaron entrar por mi condición de médico”.
Ya lo llevaban a operar y estaba prácticamente desangrado. Acevedo se le acercó, Mugica lo reconoció y el médico juró que su amigo le susurró: “Si sienten odio y no pueden perdonar, no vayan a comulgar”.
“Se murió sin odio y diciéndonos que teníamos que perdonar; ése fue su mensaje final”, interpretó Acevedo mientras abrazaba el trofeo que La Bomba ganó al año siguiente en el torneo de fútbol organizado en el club Atalaya en honor al padre Mugica.
Ceferino Reato es periodista y escritor. El texto fue extraído de su último libro: Padre Mugica.