“Señor, un momentito, por favor”, fue lo que escuchó el hombre que caminaba hacia su casa. El que habló fue Peter Malkin, quien se jactó en sus largos años en el servicio secreto israelí de no haber portado nunca un arma. Acababa de capturar a Adolf Eichmann, el arquitecto de la solución final, que llevó a la muerte a seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
Y lo había hecho en San Fernando, en un suburbio de clase media baja, donde el alemán vivía con su familia con el nombre de Ricardo Klement.
Finalizada la guerra, antes de desaparecer de Europa, Eichmann lamentó no haber hecho más por su mujer y sus hijos; que les pudo haber dado dinero suficiente para que se establecieran en algún país neutral o bien podría haber negociado un depósito de dinero de alguno de sus prisioneros, con los que tenía trato, a cambio de privilegios especiales. Pero antes de escapar a las montañas solo le dio a su esposa Verónica Liebl una cartera llena de uvas y una bolsa de harina, le dejó cápsulas de veneno por si caía en poder de los rusos y desapareció.
Con la identidad de cabo Barth, de la Luftwaffe, se entregó a los norteamericanos, que no lo reconocieron. Cambió luego por la de un teniente segundo de la SS y pasó a ser Otto Eckmann y dijo haber nacido en Breslau el 19 de marzo de 1905. Hasta enero de 1946 estuvo en un campo de prisioneros en Franconia, de donde escapó y adoptó el nombre de Otto Henninger. En los diarios leía artículos que se preguntaban dónde estaba.
Como desde joven rehusaba que le tomasen fotografías, tomó tiempo identificarlo.
Su escape a Argentina
Había llegado a Argentina el 15 de julio de 1950 luego de pasar por Austria para visitar a su esposa, quien había asegurado a las autoridades que se había divorciado de su marido en marzo de 1945, y dos años después había solicitado a la justicia el certificado de defunción de su esposo, “en interés de los niños”. Quería instalar la idea de su muerte para que dejasen de buscarlo. Para la Pascua de 1952, la mujer y los hijos se habían esfumado. Extrañamente, ninguno de los tres hijos había vuelto a la escuela después de las vacaciones.
Con documentos falsos, en Génova abordó el Giovanni C. Vivió tres años en Tucumán y luego se radicó en Olivos, donde intentó varios negocios, como una lavandería, corretaje de productos textiles y un criadero de conejos. Tiempo después, ya reunido con su familia, se mudó a una casa de tres ambientes con un patio donde sembraban verduras, en San Fernando, en la calle Garibaldi 6067, cerca de la ruta 202. Trabajaba como mecánico electricista en la fábrica Mercedes Benz, de González Catán.
Según escribió él mismo, había nacido en Solingen el 19 de marzo de 1906, estudió dos años en la Escuela Federal de Ingenieros Electricistas, durante dos años fue vendedor en la Compañía de Construcción Eléctrica de la Alta Austria. Renunció para trabajar en la Compañía Vacuum Oil de Viena, de donde lo despidieron en 1933 cuando descubrieron que se había afiliado en secreto a la NSDAP y a las SS, a esa altura organizaciones ilegales en Austria. Recibió entrenamiento militar y comenzó su carrera dentro del nazismo.
Descubrió su lugar en la maquinaria de Hitler en 1938 cuando los nazis ordenaron destruir tiendas judías y sinagogas para vengar el asesinato de un diplomático, y todas las redadas debían ser notificadas a él. Y de ahí no paró. El 20 de enero de 1942 fue uno de los participantes que se reunieron en Wannsee, un suburbio de Berlín, donde se decidió la solución final a la cuestión judía, que desencadenaría la matanza de millones de seres humanos.
Cuando la guerra terminó, era buscado por criminal y gente que lo conocía de joven no podía creer que ese flaco desgarbado, torpe y sin personalidad hubiera sido capaz de semejante cosa.
Descubren su paradero
Un barón austríaco anciano, filatélico apasionado, invitó a Simón Wiesenthal, el célebre cazador de nazis, a mostrarle su colección. Le comentó que había recibido una carta de un ex oficial alemán radicado en Argentina, contratado por el gobierno como instructor del ejército. Este hombre le escribió que “hay algunas personas conocidas. De seguro recordará al teniente Hoffmann de mi regimiento y al Hauptmann Berger de la 188 División. Hay también otras que usted no conoce, pero ¡imagínese con quién me encontré!; es más, con quién tuve que hablar un par de veces; ese asqueroso puerco de Eichmann, el que se ocupaba de los judíos. Ahora vive cerca de Buenos Aires y trabaja para una compañía de aguas”.
En 1957 el servicio secreto israelí se enteró de que Eichmann estaba vivo y que vivía en Argentina. Enviaron a un agente para confirmar si era cierto que ocupaba una casa en Chacabuco 4261 de Olivos y el hombre regresó con las manos vacías, convencido de que en esa casa de medio pelo no podía vivir un jerarca nazi.
Se envió a otro hombre que debía contactar a Lothar Hermann, un alemán no vidente que vivía en Coronel Suárez, y quien el azar lo había llevado a identificarlo. Cuando vivían en el Gran Buenos Aires, su hija se relacionó con Nicolás, uno de los hijos de Eichmann y Hermann le escribió al fiscal de Francfort la increíble novedad.
Esa primera aproximación a su paradero no permitió confirmar la identidad del criminal de guerra ni de su familia. En marzo de 1960 se envió a otro hombre, que debía confirmar el dato y de paso, recabar cualquier información que llevaría a conocer el paradero de Josef Menguele, el médico que hizo experimentos abominables con judíos en el campo de concentración de Auschwitz.
Cuando fueron a la casa de la calle Chacabuco, se enteraron que se habían mudado a San Fernando, pero habían localizado al hijo de Eichmann, quien trabajaba en un taller en Olivos. El nazi tenía cuatro hijos, tres nacidos en Alemania y uno en Argentina.
Les indicaron que para ubicar la casa, de la estación del ferrocarril de San Fernando había que tomar el colectivo 203 y bajarse en la esquina de la calle Avellaneda. En el quiosco frente a la parada, el quiosquero indicaba cuál era la casa “del alemán”, sobre la calle Garibaldi. No era difícil ubicarla. Era de ladrillo sin revocar y con techo plano. El terreno estaba a nombre de Verónica Liebl de Fichmann, y atribuyeron a un error la “f” en lugar de la “e”.
Primero identificaron a la mujer y luego vieron a Eichmann en el patio. Tomaron fotografías y regresaron a Israel con el convencimiento de que habían dado con él.
Luego de evaluar distintas opciones, se acordó enviar a un equipo en el avión especial del gobierno israelí que transportaría una delegación que participaría de los festejos de los 150 años de la Revolución de Mayo.
En abril llegó un grupo para preparar la base para los que llegarían después. A los días llegó un agente con la misión de identificarlo positivamente. Alquilaron una casa lejos del objetivo pero que tenía acceso directo al aeropuerto. Además alquilaron otras casas y departamentos que podrían servir como refugios alternativos. En total fueron siete viviendas entre casas y departamentos.
Mediante una paciente vigilancia instalada a metros de su casa, conocieron la rutina del nazi. Todos los días regresaba de su trabajo, a la misma hora, bajaba del colectivo en el mismo lugar y como era de noche, usaba una linterna para iluminar el camino. Antes de entrar a su casa, daba una vuelta completa para revisar sus plantas.
El día D
En la mañana del 11 de mayo, el equipo devolvió los autos alquilados que ya no usarían y solo se quedaron con tres. Dos participarían del secuestro. Les cambiaron su apariencia externa para que no pudiesen ser reconocidos.
El secuestro fue planeado para esa tarde a las 19:40. Habían estacionado un auto cerca de la casa con el capot levantado, simulando un desperfecto. Un ciclista se ofreció a ayudarlos y se negaron firmemente.
El grupo se puso nervioso porque en los dos colectivos que pasaron, Eichmann no bajó. Lo vieron a las 20:05, caminando con una mano en el bolsillo. Cerraron el capot y encendieron el auto.
Al pasar frente al auto, uno de los hombres le dijo “momentito”, Eichmann retrocedió y ambos cayeron al piso. El alemán dio un terrible alarido. Entre cuatro lo arrastraron dentro del auto, en la parte de atrás. En menos de un minuto completaron la operación.
Lo amordazaron, lo ataron de pies y manos, le pusieron anteojos opacos y le aprisionaron la cabeza contra las rodillas. En alemán le dijeron que dispararían si intentaba moverse. Cincuenta minutos después llegaron a la casa refugio.
Lo interrogaron y luego de algunos rodeos admitió ser Adolf Eichmann. Dijo que apenas lo apresaron, supo que eran israelíes. El viernes 13 se comunicó al gobierno israelí la captura.
Un médico lo revisó. Cuando sus captores confirmaron su identidad, Eichmann no trató de ocultar información y hasta dio su palabra de honor de que no intentaría escapar y hasta firmó una declaración de que viajaba a Israel por su propia voluntad.
Sus captores lo vieron como un hombre normal, padre de familiar ejemplar.
Mientras tanto sus hijos Nicolás y Dieter, al ver que su padre no aparecía, fueron a ver a un oficial de la SS, quien le dijo que si no había sido detenido por la policía o que estaba internado, había sido secuestrado por los israelíes. Durante dos días recorrieron hospitales y morgues y hasta un grupo de peronistas se pusieron a su disposición. A alguien se le ocurrió secuestrar al embajador israelí y obligarlo a hablar, o poner una bomba en la embajada, opciones que fueron rechazadas.
Viejos oficiales de las SS vigilaron puertos y aeropuertos, mientras la esposa y su hijo menor fueron a vivir a otra casa. Pero no hicieron la denuncia a la policía.
Los días pasaron y la prensa no publicó una sola línea del hecho. Mientras tanto, se planeó subirlo al avión que había aterrizado en Buenos Aires. El plan era despegar a la medianoche del 20 de mayo. El grupo hizo un último intento por descubrir el paradero del médico Menguele, pero el escurridizo criminal de guerra había dejado su último domicilio conocido semanas antes.
Con uniformes de la compañía aérea, lo subieron semi narcotizado al avión, donde lo sentaron en la primera fila de primera clase, junto a la ventanilla. A cinco minutos del 21 de mayo, el avión despegó con destino a Dakkar. Cuando llegaron a Israel, los agentes lo entregaron a la policía; les dijeron que era un peligroso espía que debía ser estrechamente vigilado. Su captura dio la vuelta al mundo.
El presidente Arturo Frondizi, que se enteró por los diarios, consideró el hecho como una grave afrenta a la soberanía. Hubo una protesta en Naciones Unidas, todos los países le dieron la razón a nuestro país, incluso Israel, que adelantó que no lo devolvería para pedir su extradición.
Eichmann esperó el juicio -que se celebró en Jerusalem- en la cárcel de Djalameh, cerca de Haifa. Durante su encierro escribió sus memorias, en unas 1200 páginas, que se dieron a conocer en marzo del 2000.
Durante todas las audiencias estuvo en una jaula de cristal blindada. Allí Wiesenthal lo vio por primera vez. Lo notó frágil, mediocre, indefinible y gastado; rostro gris, calvo, y no pudo hallar en él algo que fuera demoníaco. Ese hombre, que tuvo en sus manos la decisión de la muerte de millones de personas, daba la impresión de ser un empleado que estaba a punto de pedir un aumento de sueldo y que no sabía cómo hacerlo.
Recién en la jornada 95 del juicio, el acusado sorprendió y dejó de lado el tono monocorde de sus respuestas: “Debo admitir que ahora considero la aniquilación de los judíos como uno de los peores crímenes de la historia de la humanidad. Pero ese crimen se cometió y todos debemos hacer lo posible para que no vuelva a repetirse otra vez”. Pero que él se había limitado a hacer su trabajo.
Condenado a muerte, el 31 de mayo de 1962 fue ahorcado, su cuerpo cremado y sus cenizas arrojadas al Mediterráneo. Sus últimas palabras fueron “Larga vida a Austria, larga vida a Alemania, larga vida a Argentina, nunca los olvidaré”.
Una nieta, que nació en Argentina tres años después de la ejecución de su abuelo, pidió públicamente perdón a los judíos y en abril del 2001 demolieron la casa de la calle Garibaldi, donde iban contingentes de turistas a tomar fotografías. El 18 de febrero de 2003 murió Isser Harel, a los 91 años, el jefe del Mossad entonces, hombre clave en su captura.
Recién en 2005 Israel oficialmente admitió que sus espías lo habían secuestrado en Argentina.
Su esposa murió en 1993. Sus hijos mayores Klaus y Horst Adolf, ya fallecidos, habían formado una agrupación neonazi; de su otro hijo Dieter no se supo más, algunos aseguran que quedó en el país y que habría muerto hace unos años. El único que nació en el país, Ricardo, que en el momento del secuestro de su padre contaba con cinco años, se fue a vivir a Alemania, se convirtió en arqueólogo y docente en la universidad de Tübingen, y a pesar de la vergüenza no quiso cambiar su apellido porque dice que hubiera sido dar la espalda a la realidad. Que tiene vagos recuerdos de su padre, de un viaje en colectivo donde el responsable de llevar a la muerte a millones de judíos, le había regalado un chocolatín.
Fuentes: Los asesinos entre nosotros. Memorias, de Simón Wiesenthal; La casa de la calle Garibaldi. El primer relato completo de la captura de Adolf Eichmann escrito por el antiguo jefe del Servicio Secreto de Israel, de Isser Harel;