Luis Guarnerio nació el 1° de diciembre de 1957 en Capital Federal y fue bautizado en Villa Luro, en la parroquia San Francisco Solano, donde pasó gran parte de su juventud. Hijo de padres antiperonistas, tomó contacto con los sacerdotes de la zona y, a través de ellos, con el trabajo y la ayuda social. Guarnerio recuerda que, cuando en marzo de 1965 el padre Jorge Vernazza se hizo cargo de la iglesia San Francisco Solano, comenzó la catequesis y, junto a su grupo de amigos, se hicieron cargo de algunas tareas como el acceso a la sacristía, a los vasos sagrados, a las hostias. “Como ayudaba siempre en la misa, los curas tenían más confianza conmigo”, recuerda sobre aquellos días. El padre Vernazza, figura importante en la vida de Guarnerio, fue uno de los fundadores del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Su primer contacto con el padre Mugica
A comienzos de 1970, a través de su labor en la iglesia, Guarnerio tuvo su primer contacto con Carlos Mugica, un sacerdote al que muchos acudían en busca de todo tipo de consejos, sobre todo jóvenes de distintos orígenes, no solo del barrio. Por entonces, a partir de su vínculo de confianza con Vernazza, Luis comenzó a ser monaguillo del padre Mugica cuando daba la misa en San Francisco Solano.
Entre ellos había un trato cordial y amigable, pero respetuoso, con cierta distancia. Por consejo de Vernazza, ese mismo año Guarnerio entró al Colegio Episcopal, ubicado en el barrio porteño de Villa Devoto, que funcionaba donde antes estaba el Seminario Menor Sacerdotal. Allí comenzó su vínculo más cercano con Carlos Mugica. Además de sus funciones parroquiales, al cura villero le gustaba jugar a la pelota para sorpresa de todos los jóvenes.
“El ‘Episco’ era un colegio de puertas abiertas para los alumnos y, un sábado en 1972, luego de recolectar diarios viejos para financiar el campamento, se armó un picado con el Mugica a la cabeza”, cuenta Guarnerio. Era tan fuerte el vínculo con el Colegio que, en septiembre de 1973, Carlos visitó la institución y fue recibido por todos los chicos con una gran efusividad, como si fuese una estrella de fútbol. Luego de saludar, visitó todas las instalaciones del lugar, según recuerda Miguel Esperón, jefe de preceptores de la institución educativa en aquel año.
El colegio ocupó un lugar central tanto en la vida del cura como en la del monaguillo. “En el ‘Episco’, Pablo Martínez, compañero de mi curso y hoy sacerdote junto a Alberto Nucci, párroco actual del colegio, dijo que había que ser peronista -recuerda hoy Guarnerio-. Tanto él como yo éramos hijos de ‘gorilas’. El sábado siguiente le pregunté al padre Vernazza, ‘¿tengo que ser peronista?’, a lo que me respondió: ‘¡El pueblo es peronista!’ Entonces católicos y peronistas, le respondí”.
El grupo de curas que se acercó a las villas, “comprendió que debía superar las diferencias del pasado con los sectores mas carenciados y meterse entre el pueblo mayoritariamente humilde”, explica Guarnerio y agrega que “los curas tenían la tarea de evangelizar y promover a quienes eran los discriminados, los desposeídos”. Sin embargo, aclara que con el Padre Mugica hablaba poco de política, pero sí mucho de la doctrina social de la Iglesia y de las primeras comunidades cristianas. Eran diálogos breves en la sacristía, antes o después de misa. Guarnerio destaca un dato curioso: siempre le preguntaba qué estaba leyendo. “Esto me obligaba a leer algo por si acaso”. Y agrega: “Sin dudas, Carlos fue fundamental en mi vida como devoto”.
El triste final
El sábado 11 de mayo de 1974, el padre Carlos Mugica pronunció su última homilía en la parroquia de San Francisco Solano y, si bien a Luis no le tocó ser monaguillo aquel día, participó de la organización de la misa. Fue una “celebración extraña”, según define Guarnerio. Durante las misas, el padre Mugica prefería tener a la gente cerca y no le gustaba que los fieles se sentaran atrás. Además, no contaba con ningún dispositivo que amplificara su voz. Pero, ese domingo, personas desconocidas, extrañas al barrio se acercaron para escuchar las palabras del Padre. El sacerdote salió de su lugar habitual y comenzó a caminar por el extremo del altar, desde el tabernáculo hasta la imagen de la Inmaculada. Luego, continuó con la consagración del Pan de Vida.
Una vez terminada la misa, Guarnerio acomodó todo y dejó la Iglesia en condiciones. Cerró los portones corredizos, pero no observó ninguna situación rara que le llamara la atención y se dirigió al despacho del padre Vernazza. Después, se acercó el padre Mugica, acompañado por dos personas, y saludó sin entrar a la oficina.
Instantes después, oyeron los disparos. “El padre Vernazza bromeó y dijo: ¡que sigue el carnaval, que están tirando cohetes!’”, recuerda el monaguillo. Pero entonces oyeron los gritos desesperados de una mujer y fueron a ver lo que sucedía, mientras a la distancia se escuchaba el ruido de un auto que salía disparado del lugar. En ese preciso instante, vieron a dos personas heridas, una de ellas era Carlos y la otra Ricardo Capelli. “’Jorge, todo está bien’, alcanzó a decirle Mugica a Vernazza, inclinando su cabeza sobre la derecha “con una tenue sonrisa en los labios”.
Pidieron ayuda para trasladarlo al hospital, pero algunos vecinos de la zona se negaron a hacerlo: uno de ellos, propietario de un Valiant VI, temía que le mancharan el tapizado. Finalmente otro vecino ofreció su Citroen 2 CV para llevar a los heridos y partieron hacia al Salaberry, en el barrio de Mataderos. Al final del día, Guarnerio se enteró por el padre Vernazza de la muerte de Carlos, en el hospital al que lo habían llevado.
La despedida y el colegio que nunca lo olvidó
A las 7:30 de la mañana del lunes 13 de mayo, el joven Luis entró a su colegio, el Episcopal, en medio de una crisis de llanto y fue recibido por su jefe preceptores, Miguel Esperon, que lo contuvo con un abrazo y se retiraron a la vicaría sacerdotal. El actual capellán, el padre Beto, que era alumno de la misma institución, recuerda a su amigo mientras Miguel lo consolaba. Dijeron que habían matado a un cura, pero nadie entendía bien qué sucedía. “Me quedó esa imagen. Nunca lo comenté con nadie”, aclara. “Mataron a Carlos, Miguel”, repetía el monaguillo. Luego, todo el curso de quinto año del colegio partió hacia el velatorio, al igual que su preceptor Miguel Esperón, que fue junto con su mujer.
Ese mismo día, en medio del dolor, el padre Víctor Pugnatta, sacerdote de Río Cuarto, celebró una misa. Luego, el cuerpo de Mugica fue trasladado hacia la Capilla Cristo Obrero, en Retiro, donde lo esperaban los hermanos villeros. Pero también lo despidieron los alumnos del colegio, esa institución que había recibido a Carlos y donde pasó tantos gratos momentos.
“No había consuelo ese día. De ahí partimos a Retiro y nos sumamos a la gente”, explica el monaguillo. “Más de 10.000 almas lloramos su partida y lo acompañamos hasta el Cementerio de La Recoleta”, concluye.
“En medio del dolor que teníamos, ese día, mis compañeros y las autoridades del colegio prometimos no dejar en el olvido la obra de Carlos, y así lo cumplimos los últimos 50 años”, asegura Guarnerio. A partir de mediados de los años 90, con Miguel Esperón como rector del colegio de Devoto y el ex alumno Roberto Nucci, más conocido como padre Beto y capellán actualmente de la institución, comenzaron a convocar a curas e historiadores todos los 11 de mayo para hablar sobre Mugica y su relación con los pobres. “Carlos murió por el amor al pueblo pobre”, afirma el padre Beto y destaca que Mugica quería mucho a la gente de la villa. “Fue fundamentalmente un sacerdote”. Al día de hoy, 50 años después, tanto el ex rector como el actual capellán recuerdan la tristeza del monaguillo por la pérdida de un referente y guía espiritual.