En mayo de 1974, hace medio siglo, el país se descascaraba por horas. La salud del presidente Juan Perón, a siete meses de haber asumido su tercera presidencia, caía en picada: iba a morir dos meses después, el 1 de julio; la crisis económica pegaba fuerte, si es que alguna vez no pegó fuerte en la historia argentina; las calles estaban asoladas por las guerrillas peronista y trotskista y los grupos parapoliciales y paramilitares de la extrema derecha; una deuda externa aterraba a los economistas y al propio Perón que juzgaba, con razón, que la cifra que adeudaba el país, cercana a los ocho mil millones de dólares, era un sinónimo del desastre.
En medio de ese panorama caótico, un hombre emprendió una misión que creyó salvadora: buscar el auxilio económico, tal vez también político, de la Unión Soviética. Pretendía llegar a un acuerdo económico que garantizara, primero, la llegada de seiscientos millones de dólares en crédito soviético destinado a los planes energéticos argentinos y, luego, la compra segura a la Argentina por parte de la URSS de doscientas mil toneladas de carne y trigo. El acuerdo iba a cerrarse con un broche de oro: la visita del general Perón a la tierra de Lenin y de Stalin, que en esos años estaba en manos de Leonid Brezhnev.
El hombre lanzado a aquella misión que creyó salvadora tenía motivos para confiar en la URSS. Era un antiguo afiliado, en secreto, del Partido Comunista argentino. Lo de afiliado secreto, que en verdad era casi un secreto a voces, era una esguince de cintura que ocultaba su verdadera actividad: era un hombre ligado al Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), tenía contactos fluidos con la agencia de espionaje soviética, KGB, también estaba ligado desde hacía casi tres lustros al servicio secreto de Israel, el Mossad y era un buen amigo de los guerrilleros peronistas Montoneros. Además, era el ministro de Economía de Perón y del tercer peronismo: había ejercido ese cargo desde el 25 de mayo de 1973, fecha de asunción de Héctor Cámpora, y había seguido al frente de la economía del país durante el interregno de Raúl Lastiri, durante el gobierno de Perón hasta su muerte, y continuó durante parte del caótico gobierno de su viuda, María Estela Martínez.
El hombre de la misión salvadora, ligado al espionaje soviético e israelí y a la guerrilla argentina, era José Ber Gelbard, un judío polaco nacido en Radomsko, Polonia, el 14 de abril de 1917, que había llegado a la Argentina en sus temprana adolescencia, que se había ganado la vida como vendedor ambulante de corbatas, hojas de afeitar y preservativos en el norte argentino, en especial en Tucumán, que en Catamarca se había afiliado al PC y había llegado a manejar las finanzas del partido y que en su ascendente vida social había fundado primero la Confederación Argentina de la Producción, la Industria y el Comercio (CAPIC) y luego la Confederación General Económica (CGE), un intento de confrontar con los grandes empresarios extranjeros, los poderosos empresarios del campo, la industria y las finanzas nucleados en la Unión Industrial Argentina (UIA) y en la Sociedad Rural (SRA) a través de una confederación de pequeños y medianos comerciantes y empresarios, vinculados al y comprometidos con el mercado interno, y respaldados por un “pacto” entre esos empresarios, los trabajadores y el Estado.
La azarosa vida de Gelbard, su particular personalidad, sus andanzas por el mundo de la economía, las finanzas y la producción, su fidelidad al PC de la Unión Soviética y al Mossad, junto a un cruel y certero retrato de la época, fueron detallados con precisión de entomólogo por la periodista María Seoane, que murió en diciembre pasado, en un libro editado en 1998 al que tituló “El burgués maldito”, que también pinta el destino que tenía reservado Gelbard. También Isidoro Gilbert, una figura de la militancia comunista argentina y también historiador, murió en 2018, de aquella época, autor de “La Fede” y “El oro de Moscú”, ubica a Gelbard como un influyente miembro del PCUS y agente de la KGB.
Perón no ignoraba que Gelbard era comunista. No podía no saberlo. Durante años, los previos a su presidencia y en los inicios de su mandato, los pedidos de ciudadanía argentina hechos por Gelbard habían sido rechazados por su afinidad ideológica con el PC de la Argentina, de manera que su condición de “afiliado clandestino” no lo era tanto. Gelbard recién obtuvo la ciudadanía el 21 de abril de 1949, cuando ya era una figura a la que Perón prestaba atención. Se conocieron en abril de 1950, a instancias del empresario naviero Alberto Dodero, amigo de Perón y de Gelbard, y del entonces secretario de Asuntos Económicos del gobierno peronista, Alfredo Gómez Morales, que iba a suceder a Gelbard como ministro casi un cuarto de siglo después, en 1974. En aquel temprano año 1950, Gelbard propuso a Perón armar una nueva entidad empresaria, una especie de nueva Unión Industrial que cooperara con el gobierno en el armado de un plan económico y social. Perón dijo estar de acuerdo: “Ármela usted, Gelbard: tiene todo mi apoyo”.
El pícaro Perón ni siquiera desconocía los contactos de Gelbard con Moscú cuando decidió hacerlo ministro después del triunfo electoral de Cámpora, el 11 de marzo de 1973. Al mismo tiempo, Perón cedió gran parte del poder a su secretario privado y amanuense, con lo que Perón decía odiar los amanuenses, José López Rega. Juan Bautista Yofre reconstruyó aquel periodo tormentoso que fue el de la ilusoria elección de Cámpora, su breve gobierno y el regreso definitivo de Perón a la Argentina. Lo hizo en su libro “La trama de Madrid”, donde revela que un Perón irónico y mordaz dice en la intimidad de último exilio: “Yo soy mío y me gusta saber quién me observa; “Lopecito” (por López Rega) es la CIA, Gelbard es Moscú… El único del palo es Benito Llambí, porque es milico y peronista”. Llambí, un ex militar y diplomático amigo de Perón sería ministro del Interior del sucesor de Cámpora, Raúl Lastiri, yerno de López Rega, y tuvo a su cargo la organización de las elecciones que llevaron a Perón a su tercera presidencia, en octubre de 1973.
Como ministro de Economía del tercer gobierno peronista, Gelbard reeditó su idea del Pacto Social, apoyado por Perón y sostenido por tres patas: el gobierno, la CGT y el empresariado de la CGE que dirigía el propio Gelbard. El asesinato a manos de Montoneros del secretario general de la central obrera, José Rucci, dos días después del aplastante triunfo electoral de Perón, echó abajo los cimientos de aquel plan social. Perón lo sintetizó en una frase al enterarse del crimen: “Me cortaron las piernas”.
Afiliado secreto al PC argentino, figura respetada y acaso escuchada en el PC de la URSS, inorgánico del Mossad, impulsor de una nueva burguesía nacional y ministro de Economía de un gobierno que bordeaba el abismo, Gelbard inició su viaje a Moscú, que era de alguna forma su tierra de promisión, al frente de una numerosa delegación de más de ciento treinta personas el 3 de mayo de 1974. La gira se extendería a otros tres países del Este europeo: Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Dos días antes de la partida, durante la celebración del 1 de Mayo y en los balcones de la Casa de Gobierno, un Perón enfurecido y desnortado, crispado por los cuestionamientos a su gobierno y los gruesos insultos que le vociferaban los jóvenes peronistas afines a Montoneros a su mujer y vicepresidente, María Estela Martínez, los había expulsado de la Plaza después de llamarlos primero imberbes y luego, “estúpidos que gritan”. Se había roto así aquel compromiso que en años anteriores parecía de acero entre el viejo líder y su “juventud maravillosa”, que había gestado en buena parte su retorno al país.
A Gelbard lo acompañaban funcionarios, empresarios, gremialistas y periodistas; viajaban en la delegación el ahora ex presidente Lastiri, el jefe del Ejército, general Leandro Anaya, el ministro de Energía, Herminio Sbarra, un grupo de empresarios encabezados por dos muy cercanos a Gelbard, Julio Broner y Manuel Madanes, tres dirigentes de la CGT, Adelino Romero, secretario general, Luis Barrionuevo y Antonio Baldassini y un grupo de periodistas, entre ellos Miguel Bonasso, Carlos Abalo, allegado a Gelbard, Alberto Rudni, Sergio Villarroel, José Corzo Gómez, de Canal 9, propiedad de Alejandro Romay que tenía entre sus directivos a otro allegado a Gelbard, Ildefonso Recalde, y José Ignacio “Nacho” López, que sería en 1983 vocero del presidente Raúl Alfonsín.
A medio siglo, “Nacho” López recordó para Infobae que la mayor parte de la delegación fue a parar al hotel Rossia de Moscú, un mamotreto soviético de veintiún pisos: “Teníamos guardias en todos los pisos: hombres en los pisos donde se alojaban hombres y mujeres en los de las mujeres; u hombres y mujeres en los pisos mixtos, todos sin uniforme. Moscú era una ciudad oscura entonces, no había negocios chicos, todo era enorme. Recuerdo que a algunos de nosotros nos llevaron al departamento de español de Radio Moscú y nos entrevistaron. Después nos pagaron, en rublos, lo que nos trajo algún drama al salir de la Unión Soviética porque habíamos entrado sin rublos y salíamos con rublos, que debimos cambiar después en Polonia”. López no recuerda que se haya hecho mención al comunismo de Gelbard o a su ligazón con los soviéticos, aunque “algo sí se decía”.
Del éxito de la misión argentina dependía la ampliación de las obras hidroeléctricas de Salto Grande y Alicurá, la ampliación de El Chocón y la compra de parte de la producción de granos argentina. El ministro argentino había entrevisto la tendencia a la baja de la producción cerealera de la URSS y pensó, con acierto, que Argentina podía ser uno de sus proveedores. Lo fue. De hecho, como parte del éxito de la misión Gelbard, la dictadura militar que derrocó a Isabel Perón en marzo de 1976 vendió a la URSS desde ese año entre el cincuenta y el cincuenta y dos por ciento de la producción nacional, aun cuando la Unión Soviética estuvo, en los años 80, bajo un boicot social y comercial decretado por Estados Unidos.
Gelbard, su mujer y parte de su séquito más íntimo se alojó en una casa para invitados del Kremlin en las colinas Lenin, en la zona más cara y elegante de Moscú. Seoane reveló en su libro que, convencido del poderío soviético y de su futuro innegable, Gelbard le dijo a uno de sus hombres que había concertado una entrevista con un disidente soviético: “Llegamos a la patria del futuro, al país de la revolución porque éstos son los que están cambiando el mundo y no los idiotas del PC que tenemos en la Argentina. Y no te hagás el trosko desbocado porque no te quiero mandar a buscar a Siberia”.
A las dos de la tarde del 5 de mayo de 1974, hace cincuenta años, el secretario general del Partido Comunista Soviético, Leonid Brezhnev recibió a Gelbard en el Kremlin junto al resto de la cúpula comunista: el presidente del Presidiun del Soviet Supremo, Nicolai Podgorny y el presidente del Consejo de ministros, Alexei Kosiguin: todos serían luego máximos dirigentes de la URSS. Brezhnev y Gelbard hablaron en privado durante una hora sin que jamás trascendieran los detalles de ese diálogo, reconstruido en parte por Seoane y Gilbert en sus obras: de ambas se desprende que los jefes del Kremlin sabían de la condición de “topo” comunista del ministro argentino.
Brezhnev prometió su apoyo a Perón y al proyecto de Gelbard de reindustrializar el país. Parte de lo conversado, no en secreto, también se conoció por el informe que el edecán naval de Perón, capitán de fragata Pedro Fernández Sanjurjo elevó luego al presidente y al jefe de la Armada, almirante Emilio Massera. Perón lo había incluido en la comitiva para que el militar fuera sus ojos y oídos en aquel viaje. A una pregunta del líder soviético, Gelbard le aseguró que el gobierno argentino controlaba el “peso de los monopolios en el país”, mientras le daba detalles sobre la venta el año anterior de maquinaria agrícola y autos a la Cuba de Fidel Castro, en lo que fue un virtual rompimiento del bloqueo económico dispuesto por Estados Unidos a la isla después de la Crisis de los Misiles de octubre de 1962.
Después Gelbard y Brezhnev conversaron sobre la eventual venta de carnes a la URSS y sobre la marcha de las represas argentinas: el ministro aspiraba a la colaboración rusa en los planes argentinos de explotación de petróleo, carbón y energía nuclear. Cuando llegó el momento de las formalidades. Gelbard, en nombre de Perón, condecoró a Brezhnev con la Orden de la Revolución de Mayo en el grado de Gran Cruz, le leyó el saludo del presidente argentino y los fundamentos de la distinción y puso en sus manos un regalo excepcional: las llaves de un Torino negro, joya de la industria automotriz argentina, que Brezhnev aceptó conmovido: se levantó, fue a su escritorio, buscó una de sus fotos, la firmó y se la entregó a Gelbard como recuerdo para Perón. Brezhnev era un loco de los autos. El año anterior, Richard Nixon había visitado la URSS, fue el primer presidente estadounidense en hacerlo, y había llevado de regalo para Brezhnev, y a pedido del Kremlin, un Cadillac Continental también de color oscuro. Por último, en el final de su diálogo con Gelbard, Brezhnev, que por algo ocupaba el cargo que ocupaba preguntó si podían ambos conversar sobre el equipamiento de las fuerzas armadas argentinas. Pero, al parecer, Gelbard hizo una gambeta de centro delantero y eludió dar una respuesta. El dato fue corroborado, con cierta sorpresa, por el edecán Fernández Sanjurjo.
Al día siguiente, conversaron durante una hora Gelbard y Podgorny que también fue condecorado para que no hubiese diferencias con Brezhnev, ni miradas susceptibles, ni intrigas palaciegas a las que la vieja tierra Rusia era y es tan afín. En pos de esa armonía, la delegación argentina se vio en el deber de condecorar también a Kosiguin, el tercero de los capitostes del Kremlin. Pero no había condecoración disponible para el presidente del Consejo de Ministros. Gelbard lo solucionó rápido: se apoderó de una de las condecoraciones que debía ser entregada días después en Polonia y quedó a mano con el Kremlin.
Los acuerdos argentino-soviéticos se dieron a conocer el 7 de mayo. Incluían la financiación de Alicurá en Río Negro, la adjudicación directa de las obras del Paraná Medio, la construcción de dos centrales termoeléctricas y la compra de maquinaria y equipos para la construcción de Salto Grande, entre otros convenios de cooperación. Gelbard anunció que Perón visitaría la URSS en noviembre, para los festejos de la Revolución de Octubre y, al decir adiós a Moscú dijo al “Pravda”: “La cooperación establecida con la URSS es una herramienta de soberanía para la Argentina”.
La visita de Perón a la URSS quedó en promesa: el presidente murió el 1 de julio y el débil gobierno de su viuda fue copado por el poderoso López Rega, un ex cabo de la Federal inculto, ávido, chapucero y criminal. Convertido en superministro proclamó a los suyos que en el gobierno argentino había dos tendencias: una, occidental y cristiana, que encarnaba él mismo y otra, oriental y judeo marxista que lideraba Gelbard. Acorralado en un gobierno que ya ni siquiera le firmaba sus decretos sobre política de precios, amenazado por Triple A que lideraba, impulsaba y mantenía López Rega, Gelbard renunció el 21 de octubre de 1974, a cinco meses de su viaje a Moscú.
Antes de su desalojo del poder y en un diálogo con el jefe montonero Norberto Habbeger, Gelbard propuso a la guerrilla peronista que asesinara a López Rega. Por impulso de Gelbard o por propia iniciativa, Montoneros había planeado matar al hombre que se había adueñado del gobierno en la Argentina. Es ésta una historia contada siempre a retazos que merecería un relato detallado por quienes todavía pueden hacerlo. Hace ya varios años, sobre finales de los 90 y en una mesa del Hotel Nogaró de Buenos Aires, Roberto Cirilo Perdía admitió ante quien esto escribe que el asesinato de López Rega había estado en los planes de Montoneros. No lo habían hecho, dijo entonces, porque el ministro estaba rodeado siempre por un impresionante dispositivo de seguridad pero, sobre todo, porque siempre aparecía en público muy junto, casi escudado en Isabel Perón.
Después de su renuncia, Gelbard se exilió para huir de ser víctima de la Triple A primero, y de la dictadura del general Jorge Videla después, que quiso extraditarlo de Estados Unidos, donde residía y desde donde viajó a Cuba, vía México y Granada para entrevistarse por última vez con Fidel Castro en septiembre de 1977. Murió un mes después, el 4 de octubre, en Washington. Tenía sesenta años.
El nombre de Gelbard regresó de la historia en 2019, a raíz de un elogio de la entonces vicepresidente Cristina Fernández. En julio de 2022, también lo calificó como el mejor ministro de Economía de la historia su par, Silvina Batakis, durante su paso, fugaz, veinticuatro días, por ese sillón siempre al rojo vivo que maneja el destino de los argentinos.