Hay un tractor verde en la playa. Un brazo de hierro de cinco metros castigado por la erosión salina enlaza un soporte que carga un bote semirrígido. La arena húmeda consolida el suelo. La embarcación tiene una cabina y una delfinera -una suerte de tarima en proa- con caños recubiertos por dos flota flota de goma espuma recortados de colores violeta y rosa. Gaviotas enanas se distribuyen en la orilla. El tractor, que mira hacia la ciudad, retrocede y entra al mar. Conduce el barco hacia el punto de flotabilidad. Las olas cubren la mitad de su rueda trasera. El capitán enciende el motor para desembarazarse del tutor. Debe virar para atacar el oleaje y sortear las olas que bañan las costas en ciclos de seis. El giro coincide con la interrupción de la marejada secuenciada. No hay garantía de que en la maniobra los pies de los tripulantes no se mojen.
El viento sopla del norte: es una brisa suave. El cielo blanco oscurece el mar: las nubes impiden que el sol clarifique la superficie. El barco avanza. El ruido del motor se mezcla con el galope de las olas. El mar simula un velo brillante y negruzco. Es inmenso. Todo rasgo de civilización en tierra se reduce a centímetros en perspectiva. Un dedo alcanza a tapar la reserva natural Punta Marqués. Se distingue la herradura demográfica de la villa, la curva que devela los barrios altos de los montes, las casas costeras, los lotes del sur, los clubes del norte, el único edificio. Lo que está alrededor es el Golfo San Jorge. Lo que queda detrás es Rada Tilly.
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Mariano Coscarella unta pulpo y verduras hervidas en un trozo de pan. Toma gaseosa. Se acomoda los lentes de sol. Está sentado en una mesa larga dentro del club de buceo Neptuno, situado en la esquina norte de Rada Tilly, una localidad de quince mil habitantes vecina de Comodoro Rivadavia, en la frontera sur de Chubut. Vive el cierre de su última investigación en campo. Habla con devoción. Las emociones lo revuelven, la expectativa lo desborda y la pasión lo atraviesa. Está ahí porque “descubrió” algo y se lo quiere contar al mundo.
Nació en Rosario, Santa Fe, hace cuarenta y tres años. Era un niño de colegio primario cuando tuvo su primera experiencia con el universo acuático. “Mundo Marino tenía una muestra itinerante con la que iban de paseo por las ciudades -cuenta-. Y a mí, las criaturas marinas siempre me gustaron. Fuimos una vez con la escuela frente al Monumento a la Bandera y me acuerdo que estaban ahí, y que cuando vi un lobo marino quedé enloquecido. ‘Esto es lo mío’ dije”. Fue lo suyo. Terminó el secundario, se fue a estudiar ciencias biológicas a Puerto Madryn y ahí se instaló: pasantía en el Laboratorio de Mamíferos Marinos del Centro Nacional Patagónico (CENPAT), tesis de licenciatura con la captura incidental de delfines y lobos marinos en los pesqueros, beca en el Conicet para hacer el doctorado donde estudió el impacto de las embarcaciones turísticas sobre las manadas de toninas overas en Rawson, postdoctorado en Inglaterra, docente en la Universidad Nacional de la Patagonia en la materia ecología de la conservación, carrera de investigador en el Centro Interinstitucional de Investigaciones Marinas (CESIMAR).
Biólogo, investigador, profesor y catedrático, se dedica a trabajar “en la interfase que existe entre la genética, la dinámica poblacional y la ecología del comportamiento de los cetáceos relacionado con la explotación turística”. Conoce el paño de la administración pública, y comprende las tensiones entre la generación del conocimiento científico, las estructuras estatales y las voluntades privadas. Su propósito es que la explotación de los recursos naturales se haga de manera responsable. Trabaja para eso.
Trabajó para eso. Contribuyó en ordenar el avistaje de ballena franca en Puerto Madryn: “Ordenar significa que las actividades económicas, que tienen tiempos lógicos de una actividad comercial y que por ahí no pueden esperar a los tiempos políticos ni mucho menos a los tiempos de la ciencia, puedan congeniar”. El avistaje comenzó en la década del setenta, pero recién a principios del nuevo siglo la información científica y las reglamentaciones establecieron acuerdos de sostenibilidad del producto turístico. Se procedió a una reparación para ejercer un manejo adaptativo y participativo.
“La cosa es así -simula Mariano una conversación imaginaria-. ¿Vos querés que tus hijos vivan de ésto? Entonces, tenemos que cuidarlo. Pongámonos de acuerdo. Mirá, desde la parte científica los resultados que tengo son éstos. ¿Podés adaptar lo que estás haciendo para cumplir con ésto y los gobiernos pueden adaptar sus reglamentaciones para que ésto se cumpla? Buenísimo”. El biólogo ensaya una reunión entre autoridades, privados, conservacionistas y científicos para alcanzar consensos a través del cotejo de información, procedimientos, impacto ambiental, permisos.
En Península Valdés, la explotación turística llegó primero. La ciencia apareció después y abonó al circuito comercial con información de utilidad. “¿Dónde están las ballenas, cuándo vienen, cuántas son, cuánto les afecta? Eso lo pudimos saber haciendo vuelos costeros de 600 kilómetros alrededor de la península. Las empresas de avistaje fueron las que financiaron los vuelos. Los resultados nos sirven a todos”, dice Mariano antes de interrumpir abruptamente y señalar, con el brazo y el dedo estirados, una respiración allá a lo lejos, en la profundidad del golfo.
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La ruta náutica es corta. Se internan dos mil metros mar adentro. Lo que buscan debe estar por algún lado. Saben que aparecerá. Ya la vieron, ya la taggearon. Es su primera aproximación desinteresada, la primera no científica. La ventana meteorológica cesa al mediodía, cuando la violencia del viento eleva los nudos a una navegación impertinente. Faltan poco menos de dos horas para que crezcan las olas. Examinan en el horizonte algo que no sean líneas de oleaje. Se distribuyen los lados: babor, estribor, proa y popa. Guardan silencio. Pasan minutos. Escudriñan los confines. El mar se mece sereno. Las condiciones son auspiciosas. Aparece algo. No es lo que estudian pero lo celebran. Es la cola de una ballena franca. Miguel Bottazzi acelera. Alguien le pregunta: “¿Sabés cómo acercarte o necesitás ayuda?”. La risa se generaliza. Es el único importado de la expedición. Fue convocado desde Puerto Madryn para enseñar formas, métodos: es el hijo menor de Tito Bottazzi -pionero en el avistaje de ballenas en Puerto Madryn y Puerto Pirámide, al norte de Chubut-, hoy capitán, guía turístico y orador en congresos proteccionistas.
La franca es un cetáceo sociable. El espécimen es juvenil. Está jugando con algas. Se mueve lento. Se pavonea, se deja ver. Pero no es su momento. Lo que están buscando es otra especie, más incierta, aún inverosímil. Lo que saben de ella es nada y es mucho. Es nada porque la investigación es incipiente. Es mucho porque hasta hace unos años desconocían que estaban ahí, tan cerca, tan disponible. La dicotomía es la gracia. Se desentienden de la franca, que anda en viaje hacia Península Valdés -la temporada de avistajes comienza en mayo y termina en diciembre-. Se concentran en las lejanías. Tienen el ojo entrenado. Rastrillan el mar en búsqueda de una ebullición de vapor, una explosión de micro gotas que emergen del mar un metro hasta difuminarse en el aire. La secuencia dura tres segundos. Hay que estar atentos. Es el vestigio de su presencia.
“¡Allá hay una respiración!”, grita Mariano y Bottazzi acelera. Van al llamado de la ballena sei.
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“Cuando pensamos en ballenas inmediatamente nos viene a la mente algo relacionado a su tamaño, a esos leviatanes cuyo aceite, durante centurias, la humanidad utilizó para iluminar las urbes en el mundo occidental”, escribió Mariano Coscarella junto a Marina Riera -bióloga de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco- en la edición número 11 de la Revista Azara, publicada en 2022. Una tarde de abril de 2024, en la sobremesa de un almuerzo en los jardines del club Neptuno, repite la idea de que a las ballenas las salvó el petróleo.
Hace más de cien años, las ballenas se cazaban para que su grasa sirviera como combustible de lámparas y cera de vela. La caza comercial comenzó a menguar cuando la materia prima se redujo considerablemente al punto de que la escasez promocionó otra forma más económica y sostenible para iluminar las ciudades del mundo: el crudo de petróleo. La estimación es que 300 mil ballenas sei fueron cazadas y que 110 mil fueron capturadas en el hemisferio sur. La población se redujo en un ochenta por ciento, lo que llevó a la especie a ser catalogada como “en peligro” por la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN).
Marina Riera encontró documentos bibliográficos que constatan la instalación de una fábrica en el paraje La Lobería hacia la década del treinta, que empleaba a ochenta operarios de origen noruego. La estructura es ahora ruina y chatarra, y se distingue a la vera de la ruta tres, sobre la costa este del norte santacruceño, treinta kilómetros al sur de la frontera con Chubut. Allí, hace cien años, cazaron a quince mil lobos marinos. “Una vez que terminaron con los lobos -dice la bióloga- aprovecharon el lugar para cazar ballenas. Tenían dos buques: el Borealis -esta especie se llama Balaenoptera borealis- y el Cachalote. En una temporada que ellos llamaron de prueba, cazaron a 146 ballenas sei”. El testimonio gráfico data de mayo de 1929: era el último registro fehaciente de ballenas sei en el mar argentino. Tres años después, la fábrica cerró. Ya no había ballenas para cazar. La población fue aniquilada. Al menos eso se presumía.
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Mariano tiene una cámara de fotos colgada. Se sube a la delfinera para tener mejor ángulo de visión. Bottazzi -su apellido es como una invocación: nadie le dice Miguel- sabe que debe ser más precavido y sigiloso. Las sei no son como las franca, duchas en la interacción con humanos. Las sei son más veloces y escurridizas, quizás más introvertidas. Su convivencia con botes, a pesar de no significar un peligro real, sigue siendo un misterio. El capitán lleva la embarcación a un punto cercano pero no invasivo. La aproximación es discreta y serena. Es el espécimen el que decide. El silencio es absoluto. Nadie habla. Hay siete personas a bordo. Ninguna está trabajando.
Es una expedición distinta. La tensión es otra. No hay ballesta ni flechas ni transmisores ni muestras de biopsias. Los días de implantación pasaron. En cinco excursiones, el equipo científico logró injertar seis rastreadores satelitales en seis ejemplares. Mariano los incrustó en la sección debajo de la aleta dorsal tras accionar una ballesta. En simultáneo, Santiago Fernández, también biólogo del Centro Nacional Patagónico, disparó una flecha para extraer una pequeña porción de tejido que luego recogen del mar. Hasta entonces, en el Atlántico Sur occidental existían solo dos muestras de ballenas sei. Ya consiguieron más de sesenta. El transmisor, por su parte, emite una señal cada vez que la pieza pierde salinidad, cada vez que el animal sale a respirar, de allí su ubicación estratégica sobre el lomo, próximo a la aleta. La batería puede durar cuatro meses, según la programación del monitoreo. Los investigadores sistematizaron el dispositivo para que la frecuencia de emisión de señales sea espaciada en pos de la optimización de la batería.
Habían conseguido siete: cada uno cuesta más de cinco mil dólares. El primero lo lograron implantar el martes 2 de abril de 2024. La llamaron Malvina, en homenaje a los caídos de una guerra que empezó ese día, cuarenta y dos años atrás. La segunda fue Mansa, en honor a su generosidad para ser implantada. El tercer rastreador yace a cincuenta metros de profundidad. Impactó en una ola y no en el perfil de un cetáceo. “Me quería morir, estaba desolado”, acreditó Mariano. La tercera ballena marcada se llama Foco. “Después de ese tiro errado, había que mantener el foco”, explicó el autor del disparo. La cuarta recibió el nombre de Marina y fue una decisión unilateral del equipo sin la aprobación de la musa, la bióloga Marina Riera. Alex, un baluarte para el propósito del proyecto, fue la quinta y Marqués, en tributo al Área Natural Protegida Punta Marqués, emplazada en el extremo sur de Rada Tilly, la sexta.
Cada uno tiene su color. Un mapa proyecta sus patrones de movimiento y su profundidad de inmersión. “Fijate si alguna anda por acá cerca”, le pide Mariano a Santiago. La información que devuelve el satélite no es actual. Recurren a un goniómetro que pesca señales recientes. Tal vez detecten a una de las seis instrumentadas. Bottazzi suelta el timón. Mariano sostiene la cámara y Santiago, el goniómetro. Los demás solo esperan. “Está por acá y nos está mirando”, sugiere Bottazzi. No tarda más que minutos en surgir, majestuosa e imponente, tres metros a la izquierda del bote. El vapor que emana desde el espiráculo (sus fosas nasales) se escucha y se huele. Sale para respirar. Eleva su torso, desnuda su aleta. En ella tiene una marca blanca, como si fuese un largo rasguño. La exposición es efímera. La ballena sei, que puede medir entre doce y dieciocho metros de largo y pesar más de veinte toneladas, vuelve a sumergirse. Mariano saca ráfagas de fotos. Santiago anota números en una carpeta.
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Punta Marqués se emplaza en el corazón del Golfo San Jorge. Es una meseta a 167 metros de altura que se interna dos kilómetros y medio en el mar. El doctor Agustín Padrós, vecino del pueblo de Rada Tilly, además de ser un amante de la naturaleza y la conservación, era el dueño de las tierras. En tren de proteger el entorno natural cedió la administración del hábitat a las autoridades locales. Identificaron, en la ladera sur del acantilado, reparada del sol, una colonia de lobos marinos de un pelo. Una ordenanza municipal de 1984 creó el Área Natural Protegida Punta Marqués. Al año siguiente, por ley provincial, se denominó Reserva Natural Turística Punta Marqués. Todo para cuidar la lobería.
En el estudio e investigación de los lobos marinos, Marina Riera vio respiraciones, el signo distintivo de las ballenas rorcuales, una especie de cetáceo distinto a la franca: cuerpo esbelto y aerodinámico, aleta dorsal preponderante. Creían que era un espécimen de exploración oceánica y no costera. Primera sorpresa. Iniciaron un proyecto de observación con timidez. Pidieron un monocular. El Municipio de Rada Tilly lo compró. Constataron que eran ballenas rorcuales. No sabían si era la azul, la fin o la sei. Solicitaron, entonces, que compraran un drone y que pagaran el curso de manejo.
Era 2019. El drone devolvió una evidencia: había ballenas sei merodeando el Golfo San Jorge. Segunda sorpresa. Registraron las respiraciones en planillas, evaluaron la abundancia relativa, la estacionalidad, el comportamiento. Concluyeron que la sei era la especie más frecuente y abundante. “Más de setenta ballenas sei han podido ser observadas durante las sesiones de muestreo”, estimaron. Notaron que llegaban en noviembre y se iban en junio, en contra temporada con los períodos de avistajes de las francas en Península Valdés. Advirtieron que entraban al golfo para alimentarse de bogavantes y copépodos. E hicieron matemática básica: “Si bien la información sobre la estacionalidad de la presencia de los animales en el área puede obtenerse desde un punto fijo, en tierra, las ballenas se desplazan en un área mucho mayor a la que podemos observar desde el acantilado. Por lo tanto, sabemos que el número de animales que puede encontrarse en la zona es mucho mayor que las que observamos desde allí”.
Ya no eran tan tímidos. “Empezamos a salir con gente que tiene barcos en los clubes náuticos. Llevábamos una ballesta que lanza un dardo, nos acercábamos a la ballena, le disparábamos y sacábamos un pedacito de piel. Con eso hicimos análisis genéticos en un laboratorio de genética de Brasil”, recuerda Mariano. No hubo sorpresas sino convalidación. Tenían la confirmación científica del hallazgo. Había ballenas sei comiendo a orillas de Rada Tilly. Pero, ¿cuántas?
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Cinco minutos después de su revelación, vuelve a salir a la superficie, esta vez más lejos. El rasguño blanco en la aleta facilita su identificación. Juan María Raggio -todos le dicen Johnny-, documentalista y representante de Pristine Sea, brazo ejecutor de National Geographic en la conservación de los últimos lugares salvajes del océano, la bautiza Rayito. Rayito se desenvuelve con gracia y soltura. “Es la primera vez que las vemos así, sin la presión de tener que documentarlas”, dice Bottazzi mientras saluda a la ballena sumergida con un ampuloso movimiento de brazo. Agrega que los cetáceos tienen un cerebro mucho más desarrollado que el del humano y sugiere que sienten o perciben sensaciones que las otras especies ignoran. Intuye que los animales avistados saben que la expedición solo vino a saludarlas.
“Viene por proa”, interrumpe Mariano, que ya prepara la cámara. La ballena es una mancha blanca escondida a un metro de profundidad que rodea una embarcación mecida por el oleaje. Lo blanco es parte de su vientre. Un drone que es pilotado desde un gomón conducido por pulperos y buzos espera su aparición. Rayito hace una nueva entrada triunfal. El espectáculo es inmersivo, por el olor y la lluvia de su exhalación. “Hay otra respiración a doscientos metros”, anuncia Santiago. Bottazzi inicia una marcha lenta. No hace menos de cien metros que las respiraciones ya rodean la circunferencia del bote. Aparece otra ballena con una aleta más recortada. Hay otras dos que asoman por estribor juntas. Ya no se sabe cuál es Rayito. Las respiraciones abundan. En una hora y media de navegación, al menos ocho ballenas sei desfilaron alrededor de la expedición. Ya es tiempo de volver.
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Mariano empezó a rascarse la cabeza con escepticismo cuando notó que los números daban cifras absurdas. “Con el monocular veíamos y estandarizamos el conteo para tener una abundancia relativa: ¿por cuántos delfines, cuántas ballenas veo? Teníamos un buen avistado por unidad de esfuerzo. Después empezamos a barrer todo el mar. En abril de 2020 contamos, en promedio, treinta ballenas por barrida. ‘Raro, pandemia, no hay barcos, tal vez sea eso’, pensábamos. Pero el año pasado habíamos contado quince. Acá hay muchos bichos”, relata. Pero, ¿cuántos?
Para saberlo utilizaron dos métodos. Inspirados en la fotoidentificación de las aletas de las orcas, emplearon un método más austero: desarrollaron un sistema de fotoidentificación a través de capturas del drone en las marcas blancas del lomo que denominaron chevrones. Ninguno es igual a otro. Es un ADN paralelo. Inscribieron a 195 animales en el catálogo. Pero las recapturas -el reconocimiento del mismo ejemplar- se reducían a pocos días. No matchearon nunca cuando volvieron a buscarlos a los tres meses o al año siguiente. Siempre encontraban nuevos chevrones, nuevas ballenas.
“Entonces había dos opciones -razona Mariano-: o los animales se van y no vuelven o hay tantos que agarrarlos sería una casualidad”. Decidieron trazar una estimación de abundancia con otro método: transectos lineales. Establecieron un convenio entre la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco y la novena brigada de la Fuerza Aérea que tiene asiento en Comodoro. Les prestaron un avión para viajar sobre diagonales con penetración hasta veinte kilómetros mar adentro en el golfo, desde el Pico Salamanca -al norte de Comodoro Rivadavia- hasta Bahía Mazarredo -al sur de Caleta Olivia-. Con la ñata contra las ventanillas, contaron a voz alzada ballenas, delfines, todo lo que veían. Uno enumeraba, otro anotaba. El estudio lo hicieron en noviembre. En cuatro horas de vuelo vieron 116 ballenas. Con un clinómetro calcularon la distancia y tras ajustar funciones matemáticas de densidades alcanzaron una estimación de abundancia en una superficie de cinco mil kilómetros cuadrados. Les dio 700 ballenas. Mariano se rascó la cabeza.
Regresaron en mayo. Les dio 2.600 ballenas. Mariano ya no se rascó la cabeza sino que desconfió de todos sus procedimientos. Repitió los modelos. Las cuentas, caprichosas, le enrostraron los mismos montos. Eran muchos más ejemplares de los que podría concebir. “Lo llevamos a la Comisión Ballenera, hablamos con gente especializada y cuando les mostrábamos los números no lo podían creer. ‘Pero esta ballena está en peligro en todo el planeta’, nos decían. ‘Sí, pero acá tenemos una población que explota’, les respondíamos”, alega el biólogo.
El equipo de investigación se hizo una pregunta retórica: si en un tercio del golfo hay 2.600 animales, ¿cuántos habrá más adentro? ¿El triple? Sobrevolar toda la zona es costoso. La manera alternativa de establecer parámetros confiables es con rastreadores satelitales, un instrumento más económico pero igual de inaccesible. Necesitaban financiación. Mariano conocía a Johnny del submundo de la conservación. Johnny, que al principio también descreía, le contó al ambientalista chileno Alex Muñoz, por entonces director de Pristine Seas para América Latina, que en un golfo patagónico habían documentado más de dos mil ejemplares de una ballena en peligro de extinción.
El escepticismo produce atracción. Alex Muñoz quiso comprobarlo en persona. Se subió a un bote semirrígido, se mojó, vio las ballenas, verificó los reportes y cuando se bajó, dijo: “Bueno, ¿qué necesitan?”. “Rastreadores satelitales”, le respondieron. Era diciembre de 2023. El tiempo apremiaba. Mariano pidió doce. Le consiguieron siete. Viajó a Brasil a buscarlos. El 9 de marzo llegó con los dispositivos a Rada Tilly. Practicó el tiro durante tres semanas. El primero de abril salió al mar. A la semana, ya sabía el comportamiento de seis ballenas sei. Reparó que, por las rutas monitoreadas por satélite, los ejemplares recorrían zonas costeras, no se internaban en el océano atlántico. Tercera sorpresa.
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La previsión es acertada: la ventana meteorológica para la navegación se cierra al mediodía. El viento del norte sacude las olas con cierta vehemencia. La cercanía de las ballenas obliga a Bottazzi a demorar la salida. Cuando se abre un camino de paso, el capitán enciende el motor. Quince minutos después, el bote encalla en el soporte sostenido por un brazo de hierro anclado, a su vez, a un tractor verde que deposita a la tripulación en una playa de arena húmeda. Es la última travesía de la expedición, el cierre formal pero no definitivo de la investigación de 2024.
Mariel Peralta, intendenta de Rada Tilly, y Jorge Mérida, secretario de deporte y turismo del municipio, festejan el regreso de la tripulación y la coronación del proceso. Bottazzi y Johnny se abrazan: mañana cada uno regresará a su casa. Mariano Coscarella y Santiago Rodríguez seguirán su trabajo en oficinas. Proyectan que para el próximo año podrán implantar el doble de transmisores. Los patrones se constituyen con al menos treinta ejemplares monitoreados. Ya saben que, desde noviembre a junio, se alimentan en las proximidades del Golfo San Jorge. Pero desconocen qué hacen en los meses restantes y hacia dónde van a reproducirse. La incógnita, ahora, es ésa.
Detrás del desembarco, en las puertas del club de buceo Neptuno, los cazadores de pulpo -autodenonimados “habitantes del mar” y campeones panamericanos de pesca subacuática en 2019- contemplan la gesta. La expedición procuró incluirlos. Contribuyeron como buzos, como baqueanos y como capitanes. Son parte de la sinergia. Los biólogos constataron la presencia de ballenas sei en cercanías continentales como no existe en otra parte del mundo y convocaron al municipio, desde donde promovieron el involucramiento de los locales. Es la convergencia del conocimiento científico, la venia de las autoridades y la identidad de los autóctonos: los cimientos para fomentar un turismo responsable. Todos coinciden en algo: llegará el momento -tal vez en pocos años- en que Rada Tilly será sede mundial del avistaje de ballena sei. “Quizás la ballena franca austral no sea la única especie de ballena que pueda ser observada en embarcaciones en la Patagonia”, concluyen los biólogos en su artículo titulado El regreso de la ballena sei.
Es una restitución histórica. Una reconquista del espacio. En 1930, la especie había huido por la caza indiscriminada. La retirada coincidió con el despertar del petróleo en la región. Cien años después, el cetáceo regresa a su antiguo hábitat. La recuperación de su población coincide con el ocaso del petróleo en la región y una mirada distinta de su presencia. Lo que antes era un cementerio, hoy es un santuario.