¿Vivís tratando de sostener un personaje (que no sos)?

No hay nada más agotador y doloroso que tratar de ser lo que no somos. Una historia para reflexionar sobre cómo sería nuestra vida si nos dejáramos en paz

Guardar
Su padre nunca supo que
Su padre nunca supo que se bajaba del auto dos cuadras antes de llegar a la escuela con cualquier excusa para que sus compañeros no vieran el Fiat 1500 - (Imagen Ilustrativa Infobae)

-¿Qué auto tenés?, me preguntó Agustín Anchorena.

-No me acuerdo, le contesté haciéndome el colgado.

-¿Cómo no sabés qué auto tiene tu viejo?

-Es que en el último tiempo lo cambió tantas veces que ya no sé cuál tiene ahora, dije saliendo del paso.

Aunque no me confrontó no me creyó nada. En pocos minutos varios compañeros murmuraban, burlándose de mí. Aguanté estoico la situación; era mejor que se rieran de mi mentira a que se rieran de la verdad.

Por entonces no había muchas marcas de autos. Pero en el colegio aristocrático al que iba, el piso aceptable con el que todo parecía estar bien era un Ford Falcon. Papá tenía un modesto Fiat 1500 y yo no sabía dónde meterme.

-Pa, me bajo acá.

-¿Seguro? Faltan un par de cuadras…

-Es que necesito conseguir un mapa que no está en la librería del cole.

Nunca se enteró de que en las pocas veces que me llevaba, siempre me bajaba dos cuadras antes. Cualquier excusa servía para no quedar expuesto ante mis compañeros. Por suerte cuando tenía once años papá le compró el Ford Falcon Standard al abuelo, que si bien era de un color espantoso me salvó la vida. Ya no tendría que bajarme antes ni angustiarme si preguntaban qué auto tenía. Pero lamentablemente la paz nunca es duradera.

Usar zapatillas de primera marca era ser miembro del Olimpo. Con las de una segunda línea estaba todo bien y aunque no las usaran grandes estrellas representaban el límite entre estar adentro o afuera. En una época de pocas marcas, no existía margen para los tibios; o pertenecías o eras un paria, un bárbaro fuera de las fronteras del imperio. Mamá nos compraba el calzado que podía y la situación era desesperante. Creo que ganaba las carreras con la esperanza de que nadie me pudiera alcanzar y viera las zapatillas de pobres que usaba. O quizás, anticipando que el éxito todo lo tapa.

Con las vacaciones ocurría lo mismo. Unos pocos elegidos como Andrés Laprida, iban a la glamorosa Punta del Este. El resto se dividía entre pasarla en sus imponentes estancias o veranear en Playa Grande. Mi familia no tenía campos y si bien terminábamos yendo a Mar del Plata, lo que parecía ser bueno no lo era. En esa enorme ciudad balnearia las diferentes playas definían las castas sociales. Playa Grande era lo top, donde veraneaba la gente linda, con campos, Falcon, zapatillas caras y apellidos ilustres. Por el contrario, las playas del centro significaban lo vulgar, a donde vacacionaba el proletariado. Ahí íbamos nosotros, con una heladera portátil de telgopor llena de sándwiches y varios termos.

-¿A dónde vas de vacaciones?, me preguntó Lucio O’Farrell.

-A Mar del Plata, contesté.

-Buenísimo, entonces nos vemos en el Ocean.

-¡Dale!

Yo sabía que nunca nos veríamos en ese exclusivo club de Playa Grande. Pero prefería eso a rogarles a mis padres que me llevaran y exponerme a que alguien viera nuestro Fiat. O peor aún, arriesgarme a que los padres de algún amigo me trajeran de vuelta.

-¿A dónde te llevamos?, preguntó una vez la mamá de Pinedo.

-A Colón y Lamadrid.

-¿A la Bristol?, dijo con cara de asco.

No supe qué decir y me quedé mudo todo el viaje de regreso a ese barrio de gente común. Me juré que nunca más me volvería a pasar.

Habiendo descubierto que yo no encajaba, que era como un instrumento que siempre desafinaba, aprendí a pasar desapercibido, a volverme invisible. Desarrollé la extraña capacidad de hacer hablar a los demás para protegerme de tener que hablar de mí, de que me hicieran preguntas incómodas, de exponerme a ser juzgado.

Sabía que nunca se encontraría
Sabía que nunca se encontraría en el exclusivo club de Playa Grande con sus compañeros (Imagen Ilustrativa Infobae)

La política también era un problema. En mi adolescencia el país estaba partido en dos mitades irreconciliables. Como mis compañeros eran de familias rabiosamente antiperonistas yo vivía criticando a Perón y sus seguidores. El único detalle era que eso que fingía odiar resultaba ser el partido amado por mis padres.

Con mis compañeros iba a actos políticos opuestos al credo de mi familia. Prefería no ser humillado a ser coherente. Para eso contaba con un gran aliado: la superficialidad de las personas. Tanto amigos como familiares nunca miraban en profundidad, facilitándome la supervivencia. Igual, el peligro siempre acechaba.

-¿Tus padres son peronistas, no?, me disparó a quemarropa la madre de Pato Aramburu.

Yo temblaba como una hoja porque esa víbora sabía que mis padres eran peronistas. Su pregunta retórica evidenciaba que el odio podía ser más fuerte que el natural impulso de no hacer sufrir a un chico. Además, en el fondo de mi corazón sentía el dolor de negar mis raíces.

A mis trece años se presentó una oportunidad. Encontré una idea simple y poderosa que podría transformar mi vida: dejar atrás esa identidad que me traía tantos problemas. Ser alguien nuevo, acorde a su hábitat. Unos se cambian el apellido, otros de empresa, de barrio, de amigos, de mujer, adelgazan, se tiñen. Lo mío era más sutil y poderoso: cambiar de nombre.

Fuera del ámbito del colegio empecé a destacarme jugando al tenis. En las competencias de clubes me llamaban por mi primer nombre, Ignacio. Nunca me decían Oscar o peor aún, Ignacio Oscar. Se me ocurrió que si dejaba de llamarme Oscar, podría dejar atrás los problemas asociados a ese nombre. Por otra parte, Nacho resultaba mucho más glamoroso, acorde a mi colegio. Me ilusionaba con superar el dolor y el esfuerzo permanente de tratar de ser alguien distinto de quien era.

-¿Te cambiaste el nombre?, me preguntó Anchorena.

-Es que en los torneos de tenis a los que voy siempre te llaman por el primer nombre y me fue quedando Nacho, minimicé.

Puso la misma mueca que cuando le dije que no me acordaba el auto que teníamos. Pese a todo, seguí adelante. En menos de un año mi nueva identidad estaba totalmente incorporada al sistema. Tenía un nombre valorado, atractivo, como ellos. De vez en cuando aparecía alguna tía abuela llamándome Osqui y aunque me sentía expuesto y la quería matar, no tenía más remedio que tolerarla, deseando que el peligro pasara rápido. ¿Quién quiere a los testigos de nuestro pasado vergonzante? Por algo los revolucionarios asesinan a los compañeros que los ayudaron a tomar el poder.

Para mis dieciocho, cuando terminaba el colegio, muchas cosas habían cambiado. Como conté, mi padre había comprado el Ford Falcon de mi abuelo, fuimos un verano a Playa Grande, tuvimos mejores zapatillas.

Él sentía angustia por tener
Él sentía angustia por tener que estar todo el tiempo pendiente de sostener un personaje (Imagen Ilustrativa Infobae)

Así y todo, el cambio no me dio lo que esperaba. Mientras actuaba como los demás querían sentía una falsa paz por sentirme aprobado y un desgarro interior por saber que ese no era yo. Sentía angustia por tener que estar todo el tiempo pendiente de sostener un personaje y temor de que por cualquier error descubrieran mi verdad.

Con decepción tuve que aceptar que nunca fui uno de ellos. Nunca pude ser otro. Seguí siendo el Oscar de siempre, aunque ahora me llamaran Nacho. La idea de que mi vida se arreglaría cuando fuera como los demás esperaban, fue solo una ilusión.

*********

Nada más agotador y doloroso que tratar de ser lo que no somos.

¿Cómo sería nuestra vida si nos dejáramos en paz?

Juan Tonelli es escritor y speaker https://linktr.ee/juan.tonelli

Guardar