Era 1953 y el dinero no alcanzaba. Hacía dos años que los salarios estaban congelados y solo existían los aumentos por productividad. El gobierno estaba enfrascado en su campaña contra el agio y la especulación y tenía como blanco a los almacenes y mercados, estimando que con clausuras frenaría el alza del costo de vida, que ese año llegaría al 27,4%.
La ley 12983 de Represión de la Especulación, el Agio y los Precios Abusivos criminalizaba a los comerciantes que aumentaban los precios o que acaparaban mercadería. Las penas iban desde multas, cierres, prisión y hasta deportación. En los noticieros que se emitían en los cines y en las notas en los diarios se multiplicaron las imágenes de modestos almacenes y mercaditos de barrio con la faja de clausura.
El propio presidente Perón les había advertido a los comerciantes que él mismo saldría a controlar los precios y que pondría a inspectores a recorrer los comercios. “Y si todavía eso no es suficiente, les voy a poner la tropa y a culatazos los voy a hacer cumplir”.
Abril no había comenzado bien para el gobierno. El 9 había aparecido muerto de un tiro en la cabeza Juan Duarte, cuñado del presidente y su secretario privado. Al comentar el supuesto suicidio, la gente en la calle maliciosamente rumoreaba que solo faltaba saber quién lo había hecho. A Duarte, que al morir su hermana Evita había perdido su principal sostén, lo estaban investigando en el gobierno por supuestas maniobras en el mercado negro de la carne y enriquecimiento ilícito.
Había que decretar un paro general para ir a la plaza a darle un apoyo al presidente en su lucha contra la inflación. El ciudadano de a pie se enteró de la medida de fuerza por el secretario general de la CGT Eduardo Vuletich mientras cenaba con la radio encendida. De todas maneras, la asistencia estaba garantizada ya que existía la costumbre de los punteros y delegados de tomar lista. Dirigiéndose al presidente Juan Domingo Perón, el líder gremial afirmó: “Nosotros, los trabajadores, estamos para secundarlo, para obedecerle consciente y voluntariamente…”.
Todos debían estar presentes en la Plaza de Mayo el miércoles 15 de abril. A la tarde se haría el acto, en el que los trabajadores apoyarían la política económica del gobierno y el Segundo Plan Quinquenal, lanzado a comienzos de 1953 y con un desarrollo hasta debía cumplirse en 1957.
Para asegurarse una plaza colmada, se dispuso un asueto administrativo a partir de las cuatro de la tarde, mientras que los bancos cerrarían sus puertas a las dos.
A las cinco de la tarde del día siguiente, el presidente salió al balcón de la Casa Rosada. Se cantó el Himno Nacional y la marcha peronista. Luego del discurso de Vuletich, fue el turno del primer mandatario, quien apuntó a los comerciantes. “Hace pocos días dije al pueblo, desde esta misma casa, que era menester que nos pusiéramos a trabajar conscientemente para derribar las causas de la inquietud creada a raíz de la especulación, de la explotación del agio por los malos comerciantes. En esto, compañeros, ha habido siempre bajos mirajes producidos por los intereses”.
Explosiones
Llevaba un cuarto de hora hablando, cuando todos se sorprendieron con el ruido de una explosión y una humareda: había estallado una bomba en el bar del hotel Mayo de Hipólito Yrigoyen 420, que estaba en reparaciones.
Perón dijo: “Compañeros, estos, los mismos que hacen circular los rumores todos los días, parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba”.
De pronto, una segunda explosión, esta vez en la boca del subterráneo A. El artefacto había sido escondido debajo de un tablero eléctrico en el andén de la estación, que estaba cerrada por el acto. El presidente afirmó que no dejaría que se salieran con la suya por más bombas que arrojasen y prometió individualizar y castigar a los responsables. Y remató: “Creo que, según se puede ir observando, vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo”.
La gente, envalentonada, bramó: “¡Leña! ¡Leña!”. El presidente redobló la apuesta: “Esto de dar la leña que ustedes me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?”
Un tercer explosivo, colocado en las alturas del Banco Nación, no llegó a detonar.
“Señores, aunque parezca ingenuo que yo haga el último llamado a los opositores, para que en vez de poner bombas se pongan a trabajar en favor de la República, a pesar de las bombas, a pesar de los rumores, si algún día demuestran que sirven para algo, si algún día demuestran que pueden trabajar en algo útil para la República, les vamos a perdonar todas las hechas”, cerró el Presidente.
Los atentados terroristas arrojaron un saldo de cinco muertos: Osvaldo Mouche, Salvador Manes, León Roumeaux, Mario Pérez y Santa D’Amico, y 93 heridos. Luego fallecería uno de los heridos. Cerca de las 19 horas Perón se dirigió al Hospital Argerich a visitar a los heridos. Dispuso que asistentes sociales se ocupasen de las familias de las víctimas.
La respuesta no demoraría en llegar.
Un grupo enfiló por avenida de Mayo a la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista, en Rivadavia 2150. Cuando los vieron venir, llamaron a las fuerzas del orden. “Toda la policía fue destinada al acto de Plaza de Mayo”, les respondieron. Al grito de “Judíos, váyanse a Moscú”, a las seis y media de la tarde ingresaron por una ventana, tiraron a la calle miles de libros de la biblioteca obrera “Juan B. Justo” -fundada en 1897- e hicieron una fogata en la calle. Luego, con un camión rompieron la puerta de entrada, prendieron fuego al archivo del diario La Vanguardia y las llamas terminaron por destruir el edificio. Los bomberos cuidaron que el incendio no se propagase a las casas linderas. A la mañana siguiente, el techo se derrumbó.
Luego se dirigieron a la Casa Radical en Tucumán 1660. Papeles, libros y muebles también ardieron en la calle y además hicieron fuego en la planta baja, pero que no afectó a los pisos superiores. También fueron presa de las llamas libros de la sede del Partido Demócrata Nacional, en Rodríguez Peña 525.
Cerca de la medianoche enfilaron a la sede del Jockey Club, en Florida 559. Mientras los socios escapaban por donde podían, los agresores entraron por una ventana, incendiaron el edificio, perdiéndose una valiosa pinacoteca, que incluía dos obras de Francisco de Goya y fueron reducidos a cenizas unos seis mil libros. El presidente de la entidad llamó infructuosamente a la policía y a los bomberos. Al día siguiente, todo se derrumbó.
El diario oficialista Democracia describió estos incendios como “llamas purificadoras”.
Los operativos policiales de la comisaría 17ª para dar con los responsables de la colocación de los dos artefactos explosivos ocuparon las siguientes semanas. Cayeron radicales, socialistas, opositores, todos sospechosos de llevar adelante alguna actividad contra el gobierno, pero sin pruebas concretas del atentado. La causa quedó en manos del juez Miguel Rivas Argüello.
En la comisaría 2ª, los policías interrogaron a un hombre rubio, a quien sorprendieron, instantes después del estallido de la bomba, mientras salía corriendo de la boca del subte de la Línea A, abriéndose paso a empujones. Sospecharon que podía ser un agente extranjero. Dijo llamarse Esteban Jacyna, un norteamericano que vivía en Brasil y que había sido contratado por el Gran Circo Norteamericano para domar elefantes, dato inverosímil para los interrogadores que, sin embargo, fue corroborado al día siguiente.
La investigación determinó que los principales implicados en el hecho fueron los militantes radicales Roque Carranza y Arturo Mathov, que encabezaban un grupo en el que estaban Carlos Alberto González Dogliotti, Miguel Ángel de la Serna, Francisco Penna, los hermanos Alberto y Ernesto Lanusse, Rafael Douek y Estela Rodríguez Etchart de Amadeo, de quien se comprobó que guardaba explosivos en su casa.
Carranza, un ingeniero industrial recibido en la UBA, dijo que siempre buscaban a los ingenieros, a los que consideraban más idóneos en la fabricación casera de explosivos. Pero se defendió explicando que se trataban de bombas de humo o de estruendo. Esa explicación no lo salvó de terminar en una celda en la Penitenciaría de Las Heras hasta junio de 1955 cuando fue sobreseído provisionalmente.
De nuevo en la plaza el 1° de mayo por el Día del Trabajo, Perón echó más leña al fuego: “Yo les pido, compañeros, que no quemen más, no hagan más de esas cosas, porque cuando haya que quemar voy a salir yo a la cabeza de ustedes a quemar”.
Cuando Perón regresó al país en 1972 luego de 17 años de exilio, le encargó a su delegado Juan Manuel Abal Medina que hiciera las gestiones necesarias para que Ricardo Balbín, presidente del partido radical, hiciese una suerte de mea culpa por la participación de radicales en el atentado, cosa que no logró, debido a la interna que vivía la UCR. No era fácil el camino de la reconciliación.