El logo de Gativideo anticipa el viaje en el tiempo: son los noventa y en el verano esteño las modelos se codean en la pasarela de un desfile con el monograma inconfundible del peluquero del momento. Tiene sentido que peleen por un lugar central en una foto que será consagratoria, en una era en la que, de por sí, casi nada le abre más puertas a una chica que un look 90-60-90. En la primera fila muchos empresarios que devendrán en políticos aplauden y eligen a sus novias vestidas con lencería de encaje: después del dinero, a ellos casi nada les abre más puertas que la compañía de una chica con look 90-60-90. Es una alianza maestra. El epígrafe de la foto dirá “Infartantes”.
La cámara se acerca para mostrar a Guillermo Esteban Coppola (la “ese” de Esteban es siempre exagerada) y Poli Armentano comentando las pasadas. Cada gesto de Juan Minujin y Joaquín Ferreira –los actores que recrean a la dupla en la ficción de Star+ sobre el representante de Maradona– remite al epígrafe y la magia del vestuario y el arte hace el resto para que el viaje sea perfecto.
La exitosa biopic de Coppola es un pasaporte de regreso a los años dorados del Dom Perignon, el lujo ostentoso y las noches de excesos. Y nos recordó los lugares emblemáticos de la más aspiracional de las épocas: donde lo que De la Rúa llamaría después “una fiesta para pocos” se seguía con avidez en la televisión y en las revistas y se copiaba en las casas de la clase media acomodada (o que arañaba para seguir perteneciendo) en bacanales de champagne y pizza. Y si no alcanzaba para el Dom Perignon, al menos había Pommery, la sutil forma en que rebaja el personaje de Minujin a la vedette que lo acompaña en una mesa a tiro de los paparazzi en la única locación que no necesitó adaptarse a los 90: el restaurante Champs Elysées, que hasta fines de esa década perteneció al “Káiser” de River Plate Daniel Passarella –eterno rival del Diego–. Y es que, aunque cambió de sede tres veces –primero en lo que hoy son las Terrazas de Recoleta, después en Puerto Madero, y ahora en Núñez–, mantiene el estilo y el mobiliario de sus primeros tiempos.
Dice Ariel Winograd, director y showrunner de la serie, que el proceso de ambientar la historia en la década menemista fue “como un viaje de egresados de viejos: En el equipo con el que trabajamos –Natalia Mendiburu en la dirección de Arte, Federico Cantini y Sebastián Cantillo en Fotografía, Julián Rugolo en Vestuario, Loli Domínguez y Marcos Cáceres en Make-up, y Federico Noejovich en Locaciones– somos todos de la generación de los 90. Nuestra adolescencia fue en los 90 y eso fue clave para el resultado, porque estábamos todos enchufados, no sólo con la investigación, que fue muy intensa, sino con nuestros propios recuerdos. Era pensar todo el tiempo en lugares que nos remitían a la época, por ejemplo todo lo que representa El Cielo, que ahora es otro boliche y había que llevarlo a ese momento”.
Como muestran el segundo y el tercer episodio de Coppola, el representante, El Cielo perteneció al empresario de la noche Leopoldo Armentano –también dueño de Trumps–, que fue asesinado de un tiro en abril de 1994 (en un par de semanas se cumplirán treinta años) en circunstancias nunca esclarecidas. La discoteca, cuyo VIP era hasta entonces el punto obligado del jet-set local –los mismos empresarios, políticos y modelos que brillaban arriba y abajo de la pasarela de Giordano– cayó en desgracia un par de años después en medio del escándalo mediático del jarrón con cocaína que también tuvo a Coppola como protagonista.
Aunque los sucesivos dueños de los salones de Punta Carrasco en donde hoy funciona Mandarine buscaron imprimirle el glamour opulento de los comienzos, era imposible en los hechos recuperar el clima de esas mesas en que se codeaban (y brindaban) Carlitos Menem Jr y su entonces novia, María Vázquez, Franco Macri y un clan que incluía a su hijo Mauricio, las hermanas Menditeguy y Marie France Peña-Luque; el aún motonauta Daniel Scioli con Karina Rabolini, el propio Coppola con todo el entourage maradoniano, el secretario presidencial Ramón Hernández (que participó de la última cena de Armentano junto a Coppola en El Mirasol de la Recova de Recoleta, aunque jamás fue citado a declarar en la causa) y Zulemita Menem, la hija del presidente que oficiaba de primera dama y a quien se vinculaba sentimentalmente con Poli: hasta llegó a decirse que el crimen del Rey de la Noche era un encargo de Carlitos para vengar el honor de su hermana.
Winograd dice que para restaurar la esencia de aquel Cielo buscaron géneros, mesas, espejos y todo tipo de props, la utilería y accesorios que terminan de generar el efecto, como el “Movicom” de Motorola que recibe el manager en su casa de parte del omnipresente fantasma de Diego (“Para poder encontrarte siempre”, dice la dedicatoria de un personaje que es nombrado todo el tiempo, pero, como corresponde a los dioses, nunca puede verse). “Así surgió lo de hacer los unboxing, porque estábamos todos felices con ‘el ladrillo’, pero nos dimos cuenta de que había una generación que no tenía idea de qué era eso. Entonces imaginamos que Coppola inventó también las páginas de Internet y los fotologs y, de ahí en más, cada vez que incluíamos un elemento que podía ser desconocido para parte del público, lo explicamos con un unboxing”, cuenta el director a Infobae.
Todo eso ocurre en el departamento del representante sobre la Avenida Libertador, que junto a Figueroa Alcorta son los dos corredores fundamentales donde se desarrolla la trama. “Filmamos el balcón y la entrada originales, pero el interior se hizo en una casa de Belgrano R que fuimos adaptando a cada época, aunque ya tenía una base totalmente noventosa”, dice Winograd en alusión a los empapelados recargados de flores, los herrajes dorados y muebles laqueados, el mármol y el infaltable jacuzzi en el baño, la cama solar y los espejos. Los mismo espejos frente a los que Minujin juega a reproducir un comercial de perfume Colbert que para los que crecimos en los 90 no necesita unboxing.
La esquina vidriada de Rond Point, en Figueroa Alcorta y Tagle, es otro de los escenarios que se ambientaron para la serie. Ubicada en un punto estratégico, frente a la vieja ATC y en pleno Palermo Chico, estaba abierto toda la noche –como el Open Plaza, hoy Pizza Cero– y tenía habitués famosos del espectáculo, la cultura, el deporte y la política, sobre todo varones, que fumaban ajenos a las prohibiciones de hoy en sus sillones de cuero.
Gerardo Sofovich, interventor del canal estatal durante los primeros años del menemismo, tenía su mesa reservada de manera permanente, igual que en Fechoría. Daniel Tinayre solía llegar caminando desde su casa tal como el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo, que incluso improvisaba conferencias ante los periodistas que hacían guardia en la puerta. En otro horario, Coppola tenía su mesa junto a Coco Basile, Mostaza Merlo, Chiche Sosa y varios ex jugadores, dirigentes y técnicos. Era un refugio frecuente antes o después del boliche.
“Más que una mesa era una barra –cuenta a Infobae uno de los miembros históricos del grupo–. Porque nos esperábamos tomando un café o alguna copa (¡en los 90 había champagne importado!) ahí en el mostrador o en unos sillones muy lindos que había entrando a la derecha. Tenía restaurante (La Cave) en el segundo piso y también había cocina abajo, pero nosotros íbamos de siete a diez y media, nos íbamos a comer a otro lado y después volvíamos. Nos conocíamos todos hacía años, con algunos desde la adolescencia, y hablábamos de carreras (de caballos) y de fútbol, sobre todo de fútbol”.
No era casual que Rond Point (o “Ronpuán”, por su pronunciación en francés) fuera el preferido de tantas figuras del deporte: ahí, a diferencia de otros bares, había televisores. “Era un lugar de amigos, de camaradería y de la bohemia de la noche, tenía el espíritu de los viejos cafetines de Buenos Aires, con gente con grandes historias de vida donde, como en el tango, podías aprender filosofía, dados y timba”, dice.
Anécdotas hay miles: como la vez en que se hizo muy tarde y uno de los más famosos del grupo –el nombre, como el de quien la cuenta, queda en reserva–, que estaba casado, era llamado insistentemente al Movicom por su mujer y se negaba a atender. “Al final, como no paraba de sonar, le pidió a otro: ‘Atendela vos y decile que estoy bien, porque sino va a seguir rompiendo’. Entonces este la atiende y le dice: ‘Sí, fulanita, estamos acá en Ronpuán, las estamos pasando bárbaro… ¡dormí vos que podés!’”
Como se ve hasta en el último capítulo de la serie, Rond Point siguió siendo uno de los lugares donde mostrarse y cerrar contratos hasta bien entrados los 2000, cuando se volvió un mojón demasiado visible de la decadencia de la fiesta. Hoy reconvertida en lounge de una marca de autos de alta gama que en un principio ocupaba el tercer piso, cedió las cortinas pesadas que preservaban reuniones de negocios, encuentros clandestinos y operaciones de prensa y espías.
Ahora los ventanales transparentes dejan ver los últimos modelos de Audi. Los desarrolladores fueron los mismos que restauraron otros clásicos como Las Violetas, Dandy y las pizzerías Güerrín y Kentucky. Pero corrido el velo de misterio, perdió el alma y a su histórica clientela, que se repartió entre Dashi, el renovado Tabac y La Biela. El clásico de clásicos porteño todavía tiene una barra larga donde los señores esperan acodados y los mozos permiten a los amigos de la casa quedarse aún después de bajada la persiana. Es que algunos lugares de Buenos Aires están más allá del tiempo y las tendencias. “Vamos quedando cada vez menos –dice el testigo de mil noches que, mucho antes, en los setenta, después del paso infaltable por Mau Mau y África, también terminaban en La Biela–. El último que se vaya cerrará la puerta”.