Cuando estábamos terminando el último año de jardín de infantes la escuela organizó un show de egresados. Quizás por el entusiasmo permanente que tenía, la maestra decidió que yo personificaría a la Alegría. Yo estaba orgullosa porque, ¿qué mejor halago podía existir a ser elegida para representar la alegría?
En las semanas siguientes trabajamos en preparar los disfraces y las escenografías. Una atención especial llevaba el diseño de las máscaras; eran una suerte de pancartas de unos cincuenta centímetros de diámetro que habría que llevar en alto, caracterizando el personaje que a cada uno le tocaba. La mía era una cara con una sonrisa inmensa que con la ayuda de mi maestra Susana pintamos de varios colores.
—¡Qué linda quedó, Sole!, me felicitó delante de todos mis compañeros. Yo estaba toda emocionada.
Llegó el día del acto y después de las palabras de la directora nos dieron una medalla conmemorativa. Entre besos y fotos vino un golpe bajo: nos hicieron formar una ronda con nuestras madres, tomarnos de las manos y cerrar los ojos. Mientras esperábamos a oscuras apreté fuerte la mano de mamá para asegurarme que siguiera ahí. Me devolvió el apretón. En ese estado de sensibilidad empezó a sonar una canción hermosa. La escuchamos con las emociones a flor de piel y cuando abrí los ojos vi a mamá llorando.
Después de la canción venía el plato fuerte y todos fuimos a hacer nuestras coreografías. Mi alegría era tan grande que casi no me hacía falta la máscara. Bastaba con verme la cara para entender qué era lo que yo representaba. Hicimos todas las piruetas y cuando terminamos mamá me dio un abrazo fuerte y me llenó de besos.
—¿Qué me decís?, Susana preguntó al terminar el show. ¡La personificación de la Alegría no pudo estar en mejores manos!
Con mamá nos reímos felices.
Todo iba terminando y yo todavía tenía la máscara en la mano. Antes de irnos teníamos que dejarlas en el aula, pero como se trataba de un cartón pintado por cada uno de nosotros tuve ganas de quedármela. Fui corriendo a ver a mi maestra y con una sonrisa le dije:
—¿Puedo llevármela?
Susana, que hablaba animadamente con algunos padres, se puso seria.
— No se puede; andá a dejarla en el aula.
Aquél “no”, me desparramó.
Fue como chocar con un camión de frente; tan duro que no me animé a insistir. Los argumentos lógicos de que la había hecho yo, de que no costaba nada o que difícilmente volvieran a usarla, no pudieron salir de mi boca y se quedaron atrapados en mi corazón. ¿Por qué no me la das, Susana?
Caminé hasta el aula mirando el piso y la apoyé junto a otras máscaras que ya habían dejado mis compañeros. Anestesiada, volví a buscar a mamá y nos fuimos. Con ese “no”, además de la máscara de la Alegría, entregué mi alegría.
La tristeza duró un poco. Lo que siguió años, en cambio, fue el miedo a pedir. ¿Por qué será que nos sobreponemos de los golpes pasándonos al otro extremo? Como una vez nos dijeron que no, nunca más pedimos nada. Como en algunas ocasiones sufrimos por amor, no queremos volver a enamorarnos. Como fracasamos, no volvemos a intentarlo. Y ahí nos quedamos a salvo.
Y sin vida.
********
Como se sentó sobre una estufa y se quemó, el gato decidió nunca más volver a sentarse. Pero el problema no era sentarse, sino hacerlo sobre una estufa.
Juan Tonelli es escritor y speaker https://linktr.ee/juan.tonelli