Le faltó el aire mientras lo trasladaban desde su casona de la calle Céspedes del barrio de Belgrano a un calabozo de la Comisaría 33 para “tocar el pianito”, como vulgarmente se llama a la acción de entintar los dedos para tomar impresiones digitales e imprimir las mismas en la ficha respectiva cuando alguien va preso. Aquella noche del 2 de abril de 2004 Silvio Soldán enfrentó como pudo el peor día de su vida. Lo estaban acusando por “estafas reiteradas y tráfico de medicamentos” y la policía se lo llevaba esposado y humillado, con las manos envueltas en una campera de jean para disimular un poco.
La Justicia pretendía saber si era el socio capitalista de su pareja, la blonda Mónica María Cristina Rímolo, para todos Giselle, “la doctora”, como le fascinaba que la llamaran, quien ejercía ilegalmente la medicina como directora de CIDENE, su propia clínica para adelgazar, ubicada en el coqueto barrio de Belgrano R. La falsa médica enfrentaba idénticos cargos que su enamorado y le sumaba “ejercicio ilegal de la medicina” y “homicidio culposo”, debido al fallecimiento de una paciente, Lilian Díaz, que ella atendía habitualmente, causa que finalizó en su momento con una sentencia ejemplar a nueve años y medio de prisión.
Soldán estaba desesperado, no comprendía bien lo que sucedía. Tuve la oportunidad de hablar con él por teléfono un momento antes de que se lo llevaran y comentarle lo que iba a pasar. Me dijo: “Algo de eso me adelantó mi abogado, el doctor Miguel Ángel Pierri. Estuve hablando con Mauro Viale en su programa, pero te dejo porque creo que llegó la policía...”.
Efectivamente eran los uniformados los que golpeaban a su puerta. Tita, su mamá, que en aquellos tiempos vivía en la casa contigua, seguía todo lo que pasaba por televisión y por la mirilla cuando se lo llevaron en medio de decenas de periodistas, camarógrafos y vecinos curiosos que no podían creer lo que estaban presenciando.
Ya en la comisaría, se sintió mal, le bajó la presión, lo trasladaron al Hospital Pirovano y más tarde a un sanatorio del barrio de Constitución. Cuando regresó tras las rejas de la dependencia pensó qué hacer porque el traslado a la cárcel era inminente. Intentó fingir que no podía moverse, pero no sirvió de nada. Pasó la noche allí y a la mañana temprano lo fue a buscar un camión celular para trasladarlo la Unidad 2, la cárcel de Devoto.
Mientras viajaba rumbo al penal rompió en llanto, no lo pudo aguantar. Sentía su mente oscura, negativa, creyó que todo había terminado, que era el fin, que ya no valía la pena vivir, aunque nunca se le cruzó la fantasía de quitarse la vida.
“¿Cómo voy a soportar estar ahí adentro? ¿Y si alguno me quiere matar?” se preguntó en el trayecto, y al llegar le hicieron los exámenes médicos de rigor y volvió a tocar el pianito. Hasta que lo llevaron a su nueva morada, “el country”, como él siempre bromeó tiempo después, no al principio porque estaba asustado. Más bien sentía pánico.
“Llevalo al Pabellón 50″, escuchó. Y hacia allí caminó junto a un par de guardiacárceles que intentaban darle charla. Soldán escuchaba con desconfianza los gritos que provenían de “La Villa”, el sector más pesado de la prisión. A él lo alojaron en otro de la planta baja donde estaban destinados los mayores de 60 años. El 26 de marzo acababa de cumplir 69.
Vestía camisa y pantalón de jeans cuando entró al lugar, un espacio común de unos 70 metros de largo con camas distribuidas de cada lado, y en el medio un sector con mesas y sillas para compartir cuando había visitas. En total eran treinta reclusos que compartían la diaria.
Hacía calor el 3 de abril cuando llegó, y un compañero le acercó un pantalón corto con los colores de Boca, su club, gesto que Silvio tomó como positivo y de bienvenida. Eso lo relajó un poco y aprovechó entonces para colgar un banderín xeneize que también le regalaron. Se dio el lujo de hasta sonreír en su momento más trágico. Empezaban sus días nada menos que en la cárcel de Devoto, algo impensado para él que era un elegante y respetado conductor. Pero allí estaba, en “la tumba”, como se le dice a permanecer en prisión.
Tuve la oportunidad de entrevistarlo como periodista y estaba desconsolado. Con apenas una muda de ropa, un cepillo de dientes, un jabón ordinario y un dentífrico barato. No tenía otra cosa. El único que estaba confiado de sacarlo de allí era su defensor, Miguel Pierri, que en tan solo dos meses pudo lograrlo debido a sus habilidades profesionales. Varios de sus colegas opinaban que le iba a costar salir y que el caso no era para cualquiera. El abogado logró en tiempo récord que fuera sobreseído en un expediente a punto de ser elevado a juicio oral. La causa fue declarada nula, sentó jurisprudencia, y el caso hasta se analizó como ejemplo en aulas donde se estudiaba el Derecho.
Soldán estaba desencajado. Repetía que estaba allí por culpa de dos mujeres, obviamente Giselle Rímolo, “la doctorcita”, y Silvia Suller, que en los programas de tevé no paraba de repetir que su ex era socio y cómplice en el accionar delictivo que se llevaba a cabo en la clínica engañando a los pacientes que concurrían confiados y desesperados para bajar de peso.
Silvio negaba a rajatabla haber puesto un solo peso para el desarrollo del emprendimiento de su amada. Y menos obtener algún dividendo, pero la Justicia investigaba eso, por tal motivo estaba tras las rejas. Él sentía que Giselle lo había engañado de manera vil. Había logrado convencerlo de que era médica cuando le hablaba entre arrumacos de todo lo que había estudiado para recibirse.
No era todo, la falsa médica ya mantenía desde hacía un tiempo una relación sentimental con su abogado, el doctor Juan Gainedú, situación que cuando llegó a oídos de Soldán ella negó de manera rotunda. “Mi amor, cómo voy a salir con ese, ¿viste la cara de bol... que tiene? Vos sos el hombre de mi vida”, le dijo siempre, antes y después de la cárcel, y hasta le escribió cartas de amor en ese sentido.
El objetivo de Giselle era no perder la confianza del hombre que la ayudaba, principalmente a enfrentar los acuerdos civiles a los que lograba llegar con aquellos pacientes que la demandaron, que sumaron alrededor de un millón y medio de dólares que puso el conductor de su bolsillo confiando en ella.
Silvio me aseguró aquel mediodía que compartimos tras los barrotes que él era inocente, que casi no iba donde ella atendía, primero en su propia casa de la calle Segurola, y luego en la avenida Elcano, ya con mayor despliegue y ostentación.
Él no paraba de preguntarse porque le mintió y lo engañó de esa manera, y pensaba todo el tiempo en Cristian -el hijo que tuvo con Silvia Suller- y en Tita, su mamá. Es más, hasta les pidió que no lo visitaran para que no lo vieran allí.
Le consulté si nunca había sospechado de que ella no fuera médica por su manera de expresarse y de manejarse, que muchas veces distaba de la de una profesional, ya que se la veía demasiado ambiciosa. Respondió que no, que quizá el amor hizo lo suyo porque él la quiso demasiado. “Eramos muy buenos amantes, quizá eso me cegó o no supe ver. Aunque tuvimos nuestros distanciamientos. Ella me imploraba para volver y yo aflojaba y aceptaba. Ahora comprendo por qué, me había tomado como un ‘Carlitos’”.
A los 61 días de estar preso, el martes 1° de junio, Soldán salió en libertad sobreseído de culpa y cargo por la Justicia. Antes quise saber qué pensaba acerca de por qué Rímolo siempre buscó involucrarlo, como se suele decir “para llevárselo puesto junto a ella”. Me dijo: “Porque creyó que metiéndome a mí ella iba zafar, pero se terminó enterrando más. Ahí estuvo la mano y la mente de su abogado, no tengo dudas. Ella tenía fantasías, pero esta de querer meterme a mí a la fuerza no le salió y la terminó perjudicando”.