Cuando pisó la cárcel de Dolores, a horas de haberse entregado a la policía, Guillermo Esteban Coppola sintió sus primeros deseos de matarse. Ese 9 de octubre de 1996, luego de ser llevado esposado ante el jefe del penal, Rolando Fracchia, un duro, se desplomó anímicamente. Lo esperaban 97 días de terror, el tiempo que estuvo tras las rejas.
En el momento en el que le permitieron acceder a la comunicación de rigor como lo contempla la ley, llamó a su hermano, le dijo dónde estaba y le pidió que se tranquilizara. Pero también le imploró que le trajera un arma escondida, lo que fuera, hasta un cuchillo, porque estaba decidido a quitarse la vida.
Juan Carlos, cuatro años mayor que él, intentó calmarlo, le pidió que pensara en sus padres, ya que semejante decisión podría provocarles un infarto, un ataque, y hasta quizás también la muerte por semejante disgusto.
Esas palabras fueron determinantes para que cambiara la decisión que tenía tomada, pero sentía que no podía soportar lo que le estaba ocurriendo. Horas antes de llegar a la Unidad 6 en la que lo recibió el director, debió aguantar la burla de los policías que lo trasladaban desde Buenos Aires.
El móvil que lo transportaba se detuvo en la comisaría de Castelli, a Coppola lo metieron en un calabozo y le permitieron bañarse. Pero apareció en escena uno de sus verdugos, el policía Daniel Diamante, quien comandaba el grupo uniformado que realizó el allanamiento en su departamento de la avenida Libertador donde se encontró un envoltorio en un jarrón con 403 gramos de cocaína de dudosa calidad, que luego la justicia determinó que fue “plantado”.
Guillermo estaba en la ducha cuando Diamante lo volvió a sorprender y arrancó el caño con el grifo de un arrebato. Soportando el frío y sin poder terminar de ducharse se secó como pudo mientras el suboficial lo insultaba y le remarcaba que se le había acabado la joda, que se iba a pudrir en la cárcel y que no iba a poder aspirar más “de la buena” porque ellos –los policías-se la estaban tomando toda.
En el ingreso al penal de Dolores la situación continuó enrarecida. Coppola se sintió humillado cuando escuchó: “¡Desnúdese!”. Se quedó en calzoncillos y oyó: “En pelotas le dije”. Miró a su alrededor y le dijo al jefe: “Hay dos señoras presentes”. Recibió como respuesta: “No se preocupe, no creo que usted las pueda impresionar, una es mi esposa”.
Después caminó los pasillos rumbo a la celda que le habían asignado, en realidad una oficina acondicionada para que no se cruzara con el resto de los presos. Y recibió todo tipo de insultos y chicanas: “Gato, mulo, garca, pedazo de pu...”. Los internos estaban furiosos porque los habían “engomado” –encerrado- para que Coppola pudiera bañarse y no le pasara nada. Había dormido en un colchón lleno de chinches y amaneció con todo el cuerpo con sarpullido.
“En la cárcel estaba vivo, pero me sentía muerto”, repetía. Pese a todo, con el correr de los días se empezó adaptar a “la tumba”, como le llaman en la jerga. Su vínculo con Maradona lo ayudó a ser más aceptado. Se mimetizó con el ambiente, usaba ojotas, jogging, remeras comunes, igual que todos para no llamar la atención ni sentirse más que nadie.
Los gritos le seguían retumbando en los oídos: “Che, cabeza de cebolla, ¿te gusta ponerte cremas, no? Vamos a ir a encremarte bien en un rato, preparate”. Trataba de no demostrar pánico, ponía cara y gesto adusto para que no lo llevaran por delante.
Por las noches los alaridos eran insoportables. Una madrugada abusaron de un joven que al final había sido mal detenido y Coppola al otro día charló con él, le ofreció su ayuda y lo contuvo antes de que se retirara.
Un día conoció a Carlos Ferro Viera, detenido en Pinamar durante ese verano en la disco Ku por “Tenencia de drogas para su comercialización”, según dijeron los que comandaron el operativo. Y se fueron haciendo amigos inseparables. “Fierrito”, como le decían tras las rejas, manejaba un poco todo lo que pasaba allí, y eso hizo que Coppola la pasara bastante mejor.
Se levantaba temprano para limpiar y hasta encerar con Blem el piso de su calabozo. Pero a media mañana aparecía el jefe Fracchia con las botas embarradas y se lo enchastraba. Guillermo insultaba para sus adentros y volvía a poner todo en condiciones.
Cuando lo trasladaron a la cárcel de Caseros se acercó a despedirlo y le permitió que se llevara un colchón que le había regalado Diego. Como ya se iba Guiillermo se animó y le preguntó por qué le ensuciaba todo con sus borceguíes a propósito. Fracchia le respondió con una sonrisa: “Lo hacía con intención porque mientras usted limpiaba, su mente no estaba acá, encerrada. Yo sé bien lo que se siente el encierro, hace años que estoy al frente de esto”.
Apenas llegó a su nuevo destino conocido como “Caseros Nueva” –un edificio impresionante de veinticinco pisos que luego demolió el Ejército piso por piso porque no se pudo recurrir a la implosión debido a su cercanía con el Hospital Garrahan-, el jefe de la Unidad lo recibió en su oficina y le dio un palo de fabricación casera, bastante más largo que un bate de béisbol.
“¿Esto para qué es?”. Consultó Coppola. Ante la respuesta sintió un frío en todo el cuerpo: “Para defenderse de Los Pitufos, un grupo de tuberculosos muy enfermos que se tiran por los caños. Están tan consumidos que hasta aparecen por el espacio del botón del baño. Cuando se atascan, usted les da con toda la furia. Llevan jeringas infectadas y aprovechan para robar. Arregle con su compañero de calabozo para dormir un tiempo cada uno, y si asoman les da con todo para que caigan al pozo. No tenga remordimientos porque si no está en juego su vida”.
El jefe le preguntó si quería ocupar el espacio donde en su momento estuvo detenido Cacho Steinberg, una especie de VIP en el Departamento Médico. Guillermo le preguntó adonde había destinado al resto de los presos por su misma causa, la que llevaba el juez Bernasconi, a cargo de la investigación. “Están en un pabellón común, como el resto de la población”. Coppola lo miró y le dijo: “Entonces no puedo aceptarlo”. Y caminó rumbo a su celda...
La encontró sucia, con excremento por todos lados y un olor repugnante. Se agarró la cabeza y le surgió una especie de ataque de desesperación. La fantasía de matarse volvía a aparecer. Sentía que era la única chance de escapar de allí.
Un grupo de compañeros lo ayudaron a limpiar, pero cuando más o menos había acomodado el lugar y su mente, caminando por el patio otro preso lo fue a buscar mientras hacia la fila para hablar por teléfono. Lo apodaban “El Paraguayo” y de entrada le advirtió “Acá vos no sos nadie”. Le arrojó una faca por el piso y lo invitó a pelear: “¡Arrancá si tenés nafta”, gritó. Guillermo pensó un instante: “Estoy jugado, lo enfrento así se acaba todo”. Otra vez la muerte rondaba en su cabeza.
Cuando respiró hondo y miró a los ojos a su flamante enemigo, un grupo entró corriendo, se armó un revuelo, y al Paraguayo se lo llevaron sin que tocara el piso. Se asomó y vio que Sergio Caccialuppi, alias Pakinco, barrabrava de Boca histórico de la barra de El Abuelo lo tenía colgado de un palo y le apretaba el cuello mientras gritaba que le pidiera disculpas a Guillermo.
Coppola se acercó corriendo y le pidió que lo dejara, que ya el asunto había pasado. “Si no te rescato éste te mata Guillote, te hace filet”, sentenció su amigo. El gesto nada rencoroso del representante de Maradona cayó bien en el resto de la población y eso mejoró su situación.
Los picados de fútbol no faltaban en los patios, y los más violentos convocaban a algún “violeta” –violador- para jugar. El objetivo era generar una situación polémica para agarrarlo a patadas y trompadas para que “garpara” lo que había hecho afuera porque son muy mal vistos en la cárcel, la convivencia les resulta insoportable.
Ante la consulta para saber si sufrió algún intento de violación o abuso en prisión, Coppola confiesa que cuando salió hizo chistes con eso pero que nada le sucedió. “Creo que haber sido el manager de Diego me hizo zafar de muchas”, reconoció.
A propósito de Maradona, varias veces fue a visitarlo en Dolores, aunque la primera no lo dejaron entrar. Después hasta le llevó un colchón y una tele. Allí conoció a Carlos Ferro Viera, nació la amistad con él y se hicieron compinches.
Para fin de aquel año 96 Maradona se propuso pasar el 31 de diciembre con su amigo. Le pidió permiso al director del penal, pero amablemente le contestó que no se podían transgredir los días y horarios de visitas, que por supuesto no contemplaban la noche. Diego lo entendió y hasta se animó a hacerle una broma: “¿Si le pego a usted, no me mete preso con Guille?”.
Aceptó la negativa, pero genio y figura, cuando empezó a oscurecer apareció en la cuadra de la cárcel y se sentó en el cordón de la vereda a esperar la noche. Los presos lo vieron y de inmediato le avisaron a Coppola, que pidió permiso y llamó a Claudia Villafañe para que lo fuera a buscar.
Coppola sonríe cuando llega la pregunta acerca de si tuvo sexo en prisión. “En Caseros era imposible. Mis compañeros de pabellón me embromaban con que sus novias querían conocerme. Tenían sus visitas íntimas en un patio armado con sábanas que hacían de cortinas, todo muy improvisado pero divertido. Llevaban gaseosas, mate, bizcochitos, tortas, y después se armaba la charla comunitaria. Ahí sí yo entraba” (ríe).
En Dolores reconoce que algo hubo: “Era más accesible, más ordenado. En ese momento estaba en pareja con Sonia Brucki, pero ella se sentía muy incómoda como para llegar a eso. Y algo tuve, pero no me preguntes con quien porque un caballero no tiene memoria pero sí amigas”.