“Nunca se enteraron que murieron. Los consumió el calor”. La frase pertenece al perito Javier Ureta Sáenz Peña, se la cuenta a Infobae el abogado Miguel Ángel Pierri y describe en forma exacta la tragedia que sucedió el 29 de marzo de 1994 a las 17.25 horas en la avenida Corrientes 1389. Nueve personas murieron ahí, donde funcionaba Shooting Baires, un polígono de tiro en pleno centro porteño. No hubo una explosión. No “voló” el lugar. No hubo fuego. Ni siquiera se rompieron los vidrios. Fue una ola de calor infernal de entre 900 y 1600 grados que arrasó los 480 m2 del local. Un verdadero tsunami que devoró a las víctimas. Como en Hiroshima, algunos cuerpos ni siquiera pudieron ser recuperados: se evaporaron.
Los muertos eran empleados y clientes del lugar. La encargada del polígono e instructora de tiro era Liliana Famularo, de 32 años, una experta en balística que había sido subinspectora de la Policía Federal, tenía un hijo de 5 años y luchaba contra un cáncer de mama. El otro instructor de tiro, Jorge Herrera Vidal, de 57 años. El mecánico armero Marcelo Nazar, de 43 años. El mozo de la confitería, Marcelo Norry, de 23 años. El sargento 1° de la Policía Federal Carlos Carafi, de 52 años. El comisario de a bordo de ELMA retirado Mario Ferrariolo, de 64 años. El ingeniero químico Manuel Belinki, de 49 años. Mario Parachú, un buzo de 33 años que había ido con su amigo, la novena víctima, la más conocida: Juan Pablo Jaroslavsky, de 32 años, que había sido padre apenas un año y medio antes y era hijo del político radical César “Chacho” Jaroslavsky, al que se lo ve, vacilante, preguntando a un periodista si sabía algo de su hijo, en las imágenes de los instantes posteriores. La única sobreviviente fue Susana Rodríguez -que terminó con el 80 % de su cuerpo quemado-, y era secretaria del propietario, José Ismael Sarricchio, que no estaba en el lugar.
El caso llegó a los tribunales seis años después. Y el único culpable fue un operario de Metrogas llamado Miguel Ángel Bevilacqua. El tribunal integrado por los jueces Oscar Rawson Paz, Rodolfo Urtubey y Alejandro Becerra catalogó al caso como “estrago culposo” y lo condenó a tres años de prisión en suspenso y una inhabilitación de diez años para ejercer su oficio de gasista.
Shooting Baires había abierto sus puertas sólo seis meses antes del desastre, en septiembre de 1993. Estaba ubicado en un primer piso. Sus siete ventanas daban a la avenida Corrientes. Hoy, allí funciona una conocida pizzería. La escalera de entrada estaba ubicada junto a un kiosko, en el que se encontraban los medidores de energía y gas. También había un ascensor para acceder al lugar. Desde la recepción se podía acceder a una sala donde se vendían y exhibían armas. A los baños. Y a un sector donde había ocho líneas de tiro de 23 metros de largo, catalogadas como “plateadas” y “doradas”, que podían ser dirigidas a control remoto. Pero además, existía una “Línea VIP”, que tenía algunos lujos, como baño privado, teléfono y fax. Además, las medidas de seguridad eran rigurosas. Siempre estaba presente un instructor de tiro. No se podía disparar con munición de recarga. Al final de las líneas había un parabalas metálico. Y una ventilación adecuada para evitar cualquier efecto contaminante derivado de las municiones. Era el mejor polígono de Capital Federal.
Un desastre anunciado
La historia de la tragedia tiene un prólogo necesario. El 26 de marzo de 1992, el Congreso de la Nación aprobó la venta de Gas del Estado. Metrogas se convirtió en concesionaria del servicio metropolitano. Aquella sesión pasó a la historia porque para lograr los 130 votos necesarios, el peronismo sentó en su banca a Juan Kenan, que no era legislador. La prensa de la época lo bautizó como “el diputrucho”. Algo que comenzó de esa forma, en algún momento podía fallar. Y falló, aunque la causa judicial nunca fue contra la empresa.
Dos años y tres días después, el 29 de marzo de 1994 por la mañana, en el polígono se comenzó a percibir olor a gas. Lo mismo sucedió en el kiosko que había sobre la calle. Y hasta en el subte: allí debajo está la estación Uruguay del subte B. Se llamó a Metrogas y apareció Bevilacqua al frente de algunos operarios en las camionetas naranjas y verdes que la empresa tenía por aquellos años.
El abogado de Sarricchio fue Miguel Ángel Pierri. El día anterior, el letrado -que por esa época tenía su estudio a la vuelta- había tomado un café en la confitería del polígono. Hoy le explica a Infobae qué sucedió: “Le comentaron a Bevilacqua que olían a gas. ¿Y qué hizo? Me contaron que llegó hasta el fondo del polígono, levantó la cabeza y dijo ‘voy enfrente, hago unos llamados, paso la novedad, me como una porción de pizza y vuelvo…’. Como dije en mi alegato, Bevilacqua decidió esto que pasó. Cortar el gas en ese momento y desalojar el lugar hubiera bastado para evitar la tragedia. Pero mientras degustaba una porción en Güerrin, se produjo el estrago…”. Las pericias indicaron que la pérdida de gas se registró en la conexión del caño de la empresa con el medidor del local, y que se alojó en el tubo de ventilación de la línea VIP.
Continúa Pierri: “caso extraño en Buenos Aires, el lugar estaba perfectamente habilitado por la municipalidad y el RENAR. tenía los más altos niveles de seguridad, gente muy calificada. Había armamento y municiones de las mejores. Era un éxito total, había que sacar turno. Por fortuna ese mediodía no había tanta gente… Se produjo una pérdida de gas. Una pequeña pérdida que no se detectó durante muchísimo tiempo. Se fue armando una nube invisible sobre el techo en el fondo del salón. Ante el disparo de un socio del polígono, la munición pegó en la chapa, se produjo una pequeña chispa que tomó contacto con el gas y se produjo la violenta deflagración que, en segundos, terminó con la vida de las personas”. El tubo de ventilación, que era rectangular, apareció en forma cilíndrica, rajado de lado a lado. El polígono, que tenía la forma de una caja de zapatos, apareció quemado por la altísima temperatura desde el techo hasta un metro del suelo. Las pericias nunca detectaron pólvora ni explosivos: sólo la acción del gas.
El abogado pudo ingresar al lugar para inspeccionar. “Todo estaba negro, De algunos cuerpos no quedó nada. Ropa. Zapatos. Algún reloj chamuscado. Los armarios eran azules y quedaron grises. La pintura se derritió. Eso fue terrible”. Las crónicas de la época también indicaban que las toallas de papel de un toallero quedaron intactas, pero el plástico que las cubría se derritió. Igual que una tapa de inodoro y un secador de manos. Y que las hojas de tres plantas que decoraban el lugar quedaron agarradas al tallo, pero como si se hubieran momificado.
La conclusión de Pierri es amarga: “Esta causa estaba destinada a la impunidad, como tantas otras… el hilo se cortó por lo más delgado”. Y agrega un detalle estremecedor: “Cuando fuimos con nuestros peritos y los de Metrogas, ocurrió algo que puso en escena lo dramático que fue todo esto. Para ver cómo era la red de gas en aquel momento, caminamos por Corrientes de Uruguay a Talcahuano. En la vereda del polígono se detectaron once escapes de gas. Lo mismo que ocurrió en el polígono sucedía en la vereda. No voló nada más por casualidad”.
Sarricchio, que fue aceptado como querellante, obtuvo 4 millones de pesos (en esa época dólares) como compensación. Dice Pierri que “nunca los disfrutó. Se dedicó a la hacienda en La Rioja y después puso un boliche en San Telmo…”. De allí, su rastro se perdió.
Un dolor de 30 años
Aquel martes 29 de marzo, en Victoria, Entre Ríos, a 401 kilómetros de Capital Federal, María Emilia Arreseygor, de 22 años, esperaba la noche para volver a hablar con su marido, Juan Pablo Jaroslavsky. Lo habían hecho al mediodía. “El Sapo”, como le decían al hijo del Chacho Jaroslavsky, que había sido diputado de la Nación por el Radicalismo, le preguntó por Joaquín, su hijo de un año y medio.Treinta años después, María Emilia, desde la misma localidad, le cuenta a Infobae que “El estaba en Buenos Aires, le fascinaban las armas, pero al Shooting sería la segunda o tercera vez que iba, no era habitué. Cuando iba allá, se quedaba en la casa de los padres. Ese día me contó que la madre, Carlota, a la que le decíamos Yuya, le había hecho milanesas con puré, que le encantaban. Y que por la tarde iba a ir al Shooting. Quedamos en volver a hablar a la noche”.
La vida del joven matrimonio era sencilla. Vivían por lo general en el campo que él trabajaba, Los Virachos, cerca de Victoria. “Nos casamos el 10 de abril de 1991, pero nos conocíamos de toda la vida. Él era amigo de mi padre, compartían la pasión por el campo y los animales, trabajaban juntos en varias cosas, aún con la diferencia de edad que había entre ellos. A mí, Juan Pablo me llevaba nueve años. Cuando crecí, a eso de mis 18, me empezó a buscar, pero yo no le llevé mucho el apunte. Después me fui a Buenos Aires a estudiar fonoaudiología, y él viajaba. Así que empezamos a salir”, rememora María Emilia.
Estaban felices. Juan Pablo había cumplido uno de los sueños que tenía en la vida: ser papá de un varón. “Era un tipo muy macanudo. Siempre estaba vestido con botas de campo y bombachas. Podía comer con los peones en el campo y después en Buenos Aires vestirse con traje y comer con las personalidades de la política junto a su padre. Se adaptaba bien al lugar donde tenía que estar. Haber tenido un hijo lo había hecho muy feliz…”, señala la mujer.
La llamada de la noche nunca llegó. Al atardecer, un periodista entrerriano se comunicó con María Emilia. “Me preguntó si sabía dónde estaba Juan Pablo. Le dije que en Buenos Aires e insistió: ‘¿pero dónde?’. Le pregunté si había pasado algo. Me dijo ‘hubo un problema en el Shooting, pero aparentemente Juan Pablo salió a comprar cigarrillos’”. Según el doctor Pierri, el joven había llegado hacía 10 minutos al lugar. Y como se dio cuenta que el ticket del estacionamiento se le vencía, estuvo a punto de bajar. Pero un empleado del polígono se ofreció a ir en su lugar. El destino.
María Emilia cortó y comenzó a llamar a todo el mundo. Los celulares aún eran una rareza. La intranquilizó que nadie le respondiera. Hasta que recibió un llamado de Gracia, una de las hermanas de Juan Pablo. “Me dijo ‘parece que hubo una explosión en el Shooting, me voy a Buenos Aires’. Le dije que iba con ella y salimos juntas para allá. Como no teníamos celulares parábamos en todas las estaciones de servicio para hablar. Antes de que llegáramos a Buenos Aires se lo comunicaron a mi papá y me dijo que Juan Pablo estaba dentro del lugar, pero no me dijo que había fallecido”.
Cuando llegó a Buenos Aires se enteró de todo. El mundo parecía que se derrumbaba. Lo quería ver una vez más, pero no pudo. “Me llevaron a la oficina del Chacho. El cuerpo estaba en la morgue. Lo reconoció Coti Nosiglia. Fue él quien no me dejó que lo viera. ‘No te voy a permitir que lo veas así’, me dijo. Pero yo hubiera querido verlo de todos modos. Después lo trajimos a Victoria, todos se ocuparon de esos trámites”.
Pasaron tres décadas. María Emilia se volvió a casar. Vivió en San Luis durante 14 años. Tuvo tres hijos más. Enviudó otra vez. Y regresó a su pago, a Victoria, donde continúa con su consultorio de fonoaudiología. Pero el recuerdo permanece: “La verdad es que me habría encantado que hubiera salido a comprar cigarrillos. Porque él siempre quiso que su primer hijo fuera un varón, y así fue, pero no pudo disfrutarlo. Y Joaquín, que tenía un año y medio cuando ésto pasó, tampoco a él. Tiene fotos, lo que yo le cuento del padre y lo que los amigos del papá le cuentan. Acá en Victoria es ‘el hijo del Sapo Jaroslavsky’”.
María Emilia nunca habló públicamente del tema. Es la primera vez que puede expresar lo que sintió en un medio. “Lo de Juan Pablo fue totalmente inesperado. Para mí fue devastador. Con Joaquín nos quedamos un tiempo viviendo en Buenos Aires, con mis suegros. Al no poder ver el cuerpo me costó cerrar el duelo. Un día caminando en Buenos Aires agarré del hombro a un tipo pensando que era Juan Pablo. Cuando nos vinimos al campo siempre estaba esperando que apareciera con la camioneta… La terapia ayudó después. Lo que hice fue mantener las cosas de Juan Pablo tal cual las había dejado, para que Joaquín las viera. Porque él quería tener a su hijo, estaba feliz de la vida”.
Ella nunca insistió en la causa judicial. “Escuché varias versiones, pero no indagué, no investigué. Me quedé en Victoria criando a Joaquín, y años después me volví a casar y me fui a vivir a San Luis”. Su hijo es periodista deportivo, y regresó al país después de la pandemia, luego de vivir cinco años en Barcelona, donde estudio el curso de director técnico de fútbol. “Le dije a Joaquín que si él un día quiere investigar, que lo haga”, concluye.
El del Shooting Baires fue otro eslabón de las tragedias argentinas que se pudieron evitar. Un camino de dolor pavimentado con las muertes de Cromañón, del boliche Kheyvis o del tren de Once, entre tantas otras. Endurecido en la fragua de la desidia y la corrupción.