“Teníamos que entrar a hacer la habitación con guantes porque no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar”, cuentan, en off, las empleadas del hotel a las que les tocó atender a Diego Maradona allá por el 2001, durante su visita a Buenos Aires. El astro llevaba más de un año y medio instalado en La Pradera, en Cuba, tratando de recuperarse de las adicciones que a fines del año 2000 lo habían puesto al borde de la muerte en el famoso episodio de Punta del Este por el que debió ser llevado de urgencia al Sanatorio Cantegril. Pero lo que había comenzado como un tratamiento serio, se terminó descontrolando a los pocos meses de su llegada. Así que, a esa altura, su estado era bastante complicado.
Para colmo, las deudas se le seguían acumulando. De hecho, habría recibido un adelanto de una cifra millonaria en dólares por una serie de reportajes con personalidades importantes del mundo que nunca llegó a realizar y que, por lo tanto, debía devolver. Así que, en la desesperación por tratar de conseguir el dinero para saldar esa deuda, Guillermo Coppola decidió sacar de la galera un partido homenaje. No era la primera vez que el manager tenía que responder por contratos que el ídolo no llegaba a cumplir por culpa de su enfermedad. Pero, en esta oportunidad, nada podía salir mal. La cita iba a ser el 10 de noviembre de ese año en la Bombonera. Y todo prometía ser una fiesta. O casi.
En la serie de Star+ El Representante, el mánager convence a Diego para que vuele solo desde La Habana hasta Buenos Aires, mientras él ultimaba los detalles del evento. Pero la realidad es que de gran parte de la organización se encargó Sergio Chemen, ya que él tuvo que ir en persona hasta la isla caribeña para instar al exjugador a que viajara. Su idea era traerlo varios días antes, como para gestionar una serie de acciones previas. Pero, caprichoso como era, a último momento Maradona no quería viajar. “Mirá que hay alerta de huracanes: si no volamos ahora van a cancelar los vuelos y no vamos a poder ir. ¡Vamos a tener que suspender el partido!”, le explicó Coppola al borde del colapso. “Hablo con Fidel Castro y nos vamos en submarino”, le respondió el astro divertido.
Finalmente, Guillermo logró que el Diez llegara a tiempo para su gran despedida de las canchas. Ambos, se instalaron en dos suites ubicadas en el cuarto piso del Hilton de Puerto Madero. En otras habitaciones de la misma planta estaban el doctor Alfredo Cahe y otros amigos de Diego como Gabriel Buono y Leo Súcar, dos patovicas contratados para la seguridad y algunas mujeres, como la cubana Mavys Alvarez a quien había conocido en Varadero y Laura Cibilla, la novia de entonces de Maradona. Pero su estadía en ese lugar no fue para nada armoniosa. “Estaba de fiesta toda la noche y llegaba a las siete de la mañana, así que dormía todo el día y con suerte podíamos limpiar el cuarto a la tardecita”, cuentan las mucamas que lo asistieron.
¿Si llegó a pintar su habitación e, incluso, a algunos de los empleados del hotel como se muestra en la biopic de Coppola? “Estaba siempre de mal humor. De hecho, una vez vino Claudia Villafañe con las hijas, Dalma y Gianinna, a traerle un ramo de flores y no las dejó pasar. Rompió los almohadones y el empapelado. Y, un día, salió con una pistola de bolitas de pintura y empezó a tirar por todas las puertas de los cuartos. Hubo gente que se asustó mucho. Cuando se fue, le quisieron cobrar todo lo que había roto y se enojó”, recuerdan las empleadas en diálogo con Infobae.
Sí: Maradona era fanático del paintball. Y ese no fue el único hotel que dañó con su pasión por disparar. En un viaje a México, donde también le habían organizado un partido homenaje para recaudar fondos, se alojó en el Ixtapan de la Sal, a unos 100 kilómetros de la capital del país. Y, como le habían sacado los cartuchos de pintura, decidió probar su puntería disparándole a las latas de gaseosas que acomodaba sobre un retro proyector que le habían instalado, con un rifle de aire comprimido. Los balines quedaron incrustados en las paredes de la habitación y, obviamente, Guillermo tuvo que dar la cara frente a los dueños del lugar.
Es por eso que, después de haber pasado por varios hoteles, incluyendo el Cristóforo Colombo en el que Diego rompió una pared para poder ingresar una mesa de pool y el Elevage, a principios del 2002, Coppola decidió alquilar una casa en Barrio Parque que años atrás le había pertenecido a Mirtha Legrand. Pero la presencia de Maradona nunca fue vista con buenos ojos en ese selecto rincón de la Capital Federal. Primero, porque el astro solía estacionar en la puerta el camión Scania que había comprado para evitar el acoso de la prensa. Segundo, porque se la pasaba de fiesta hasta altas horas de la madrugada. Y tercero, porque no dejaba de tirar fuegos artificiales.
Diego tenía un arreglo con una conocida marca que solía regalarle grandes cantidades de pirotecnia que guardaba en ese domicilio ubicado en la calle Mariscal Ramón Castilla. Todo terminó mal por un incendio en el departamento. En principio se habló de un cortocircuito en la zona del sauna. Después, de una sobrecarga de una zapatilla en la que habría enchufado varios juguetes sexuales. Lo cierto es que Maradona tenía una costumbre que había adquirido en su infancia: cada vez que iba al baño, prendía papel de diario para disipar los malos olores. Y así habría comenzado el fuego que luego terminó detonando el arsenal de cohetes y cañitas voladoras que almacenaba en el lugar.
Como garante de esa vivienda, Guillermo tuvo que hacerse cargo de los gastos y, por las deudas que le causó el episodio, casi termina perdiendo su propiedad de la Avenida del Libertador. Lo salvaron sus amigos, que le prestaron el dinero que necesitaba como para que no se quedara en la calle. Sin embargo, a diferencia de lo que se muestra en la ficción, Coppola siguió al lado de Diego un tiempo más. ¿Haciendo qué? Atendiendo el teléfono a cualquier hora y corriendo de un lado para el otro para cumplir con sus pedidos. Algunas veces tenía que ir a comprar pizza a El Cuartito, otras ir a buscar puchero a El Globo y, en algunas oportunidades, llevarle ravioles de de la casa de pastas Bologna, como se ve en la serie.
Finalmente, allá por el 2003 llegó la gota que rebalsó el vaso. Según cuentan, Maradona y Coppola habían comprado dos autos y el cheque con el que habrían pagado el de Diego habría venido rechazado. Por entonces, Guillermo ya estaba en pareja con Analía Franchín y, en su obsesión, el astro se sentía dejado de lado. Creía que su amigo, ese que en su mundo tenía que estar siempre disponible, lo esquivaba. Así que, cansado de luchar en una batalla que creía perdida, el mánager decidió terminar definitivamente su vínculo con el ídolo.