Vive allí desde hace 43 años. En un chalet en Martínez, en una zona residencial del partido de San Isidro, en una coqueta parcela norte de la provincia de Buenos Aires. La casa mantiene la fisonomía de aquellos ochenta: hay madera en las paredes, los pisos y los techos, muebles robustos, tapizados, alfombras, vitrinas, cortinas pesadas. Sobran el barniz, los revestimientos, los detalles, la traza vintage, la decoración, las distinciones. El ambiente es monocromático, denso y brillante. Flota un aura de nostalgia, la sensación de un presente suspendido. Como si ese lugar encubriera un portal hacia otro tiempo.
Ya no convive con su esposa. Se distanció de María Elena hace poco más de un año: ella reside ahora a pocas cuadras, en la casa que heredó de sus padres. Él vive solo. Cumplió 79 años el 7 de febrero. Se levanta todos los días a las seis menos cuarto de la mañana. Va a Garín. Aún trabaja. Dirige una fábrica textil de producciones especiales: diseña trajes con kevlar y acero inoxidable. Es su cable a tierra, su terapia. Nunca se jubiló. Está arrepentido.
Por la tarde, se dirige a su fundación: tiene oficinas en Florida y en el microcentro porteño. Es la que lleva el nombre de su hijo. Allí atiende, asesora, consuela y acompaña a quienes hayan pasado por lo mismo que él. Esa interacción, en dosis constantes, le remueve su drama y le obliga a repasar su trauma. No lo cuestiona: es la cruz de su compromiso, de su promesa. Regresa a su casa antes de que anochezca. En la antesala lo reciben dos retratos enmarcados en un contorno dorado. A los cuadros los ilumina una tenue luz que no se apaga. Permanecen allí desde hace dos décadas. Son dos fotos de su hijo, en la niñez y en la adolescencia. Esa misma sonrisa se repite en otros recuerdos dispersos por la casa.
Es un hombre de estructuras y de rutinas. Todos los días cuando vuelve a su casa de la fundación lo primero que hace es entrar en la habitación de su hijo, que simula un rezago de 2004. “Está igual que como él la dejó”, ilustra. El interior del placard conserva la misma ropa. En las puertas, se distribuyen aleatoriamente stickers de marcas, de paisajes, su nombre en relieve de madera. La frazada de la cama sigue tendida. La foto del viaje de egresados a Bariloche permanece implacable. Un guante de béisbol cuelga de un perchero. El cuarto es una postal detenida en ese último marzo. “A veces prendo su computadora -dice-. Y siempre le cuento a Axel, porque hay una figura grande de él en un cuadro, lo que hice en el día, qué estamos haciendo a través de la fundación, qué casos y qué proyectos nuevos tenemos. Todos los días hablo con él de esa manera. Eso me alienta y me reconforta saber que estoy cumpliendo lo que me comprometí ante su tumba: luchar para que a otro no le pase lo que a él le pasó”.
Este sábado 23 de marzo de 2024, Juan Carlos Blumberg recorrerá el lecho de su hijo, como lo hace cada domingo, en el cementerio Jardín de Paz de Pilar. Llevará el mismo ramo de flores que le preparan con goma espuma para mantener los tallos húmedos y se quedará otros veinte minutos ahí, hablándole. Después, como repite en cada aniversario de su muerte, acudirá a una misa en la iglesia de Acassuso, donde Axel tomó su primera comunión. Pasaron veinte años desde ese día. Los recuerdos son cada vez más difusos y grises. “Las imágenes que se me presentan en estas fechas son muy tristes, muy feas. Fui a verlo a Axel a la morgue después de que fuera asesinado. Y me lo encontré con un tiro en la cabeza”, dice. Le habían sacado las uñas, lo habían quemado con colillas de cigarrillos, era el cuerpo de un joven torturado y asesinado en contexto de un secuestro extorsivo, la moda delictiva en la Argentina de comienzos de siglo.
Axel tenía veintitrés años cuando lo mataron. Juan Carlos tenía cincuenta y nueve cuando su vida cambió por completo. Dejó de ser ese hijo de una lituana y de un alemán, ese hermano mayor criado en Avellaneda, ese monaguillo de parroquia, ese joven que a los veintidós años ya era director de una fábrica, ese próspero consultor y empresario de la industria textil para convertirse, violentamente, en una creación mediática, en un emblema de la lucha contra la inseguridad, en un paladín de la justicia, en una voz de la calle, en un falso ingeniero, en un político potencial, en un -con la lógica actual- poderoso influencer.
Axel era un prolífico deportista, tenía facilidad con la música, le interesaba la tecnología. “Era un chico brillante -cuenta el padre-. Hablaba cinco idiomas: castellano, inglés, portugués, alemán y lituano. Quería ser ingeniero industrial y después hacer un posgrado en Harvard. Era lo que tenía en mente”. Juan Carlos elige dos anécdotas para pintar, graficar, la humanidad de su hijo. En la primera, Axel tiene ocho años y acude a la primaria del colegio Goethe-Schule. Todos los meses, los padres de los alumnos reciben una devolución sobre el comportamiento ético y académico de sus hijos. Un día, María Elisa vuelve llorando a su casa: le habían dicho que Axel era vago, no le gustaba estudiar.
Juan Carlos orquesta un plan. “Le dije ‘okey, no vas a estudiar más, vas a venir a trabajar’”. Lo lleva a una de sus fábricas en Valentín Alsina. Lo recibe en las oficinas de recursos humanos: Axel, con ocho años, firma como barrendero. Su tarea es mantener limpias las calles que bordean las manzanas del establecimiento industrial. La madre no está de acuerdo: teme que algún colectivo lo atropelle. A mitad del primer día, el padre -su jefe- lo encuentra sentado en el cordón de la vereda con un alfajor y una gaseosa. Sospecha que su hijo amedrentó al supervisor que lo cuida. Lo reta y le pide que lo acompañe. Ya no será barrendero. Le ordena que se dedique a lavar piezas, de ocho a cinco de la tarde, “para que se ensucie y sepa lo que es el trabajo”. El sábado, Axel le solicita una reunión. “¿Qué pasa? Contame, ¿cómo anda el trabajo?”, le pregunta. “Mirá papá, te quería contar que en realidad a mí lo que me gusta es estudiar”, le responde. Juan Carlos siente el regocijo de su éxito. “Desde ese día -concluye hoy-, Axel siempre fue el abanderado del colegio. En todos los lugares en los que estudió, siempre tenía la nota más alta. Esto demuestra que los problemas hay que agarrarlos de chiquito para que no lleguen a mayores”.
En la segunda anécdota, Axel tiene veintidós años. Es febrero de 2004 y faltan tres semanas para que cumpla años. La familia de su novia, Estefanía Garay, tiene una casa en Pinamar. Son veinte amigos que disfrutan de unas vacaciones de verano, sus últimas. Juan Carlos decide, un día, cargar el auto con insumos y provisiones para aplacar los gastos de los dueños de la casa. Cuando llega, Axel no está. Le dicen que se fue a un locutorio. A la hora, vuelve: lleva un montón de planillas y papeles en sus manos. “No te conté, pa -le narra-: estoy participando en un concurso sobre cómo organizar una empresa. Somos un equipo de tres y competimos contra treinta y tres mil grupos de trabajo en el mundo”. El ganador se conoció después de ese 23 de marzo. El primer premio lo tuvo que recibir María Elena.
La selección de relatos de Juan Carlos se circunscribe al historial académico de su hijo. “Lo primero que se me viene a la mente es su imagen, la de un gran deportista, una gran persona, trabajadora, estudiosa, con muchas ganas de vivir y de luchar”, rememora. Relata que su hijo hacía salto en alto, corría la posta 4x100, representaba a la escuela en la que estudiaba y al municipio de San Isidro, participaban en los torneos bonaerenses con resultados que le permitieron viajar gratuitamente a España y a Italia para competir. Sus trofeos -las migas de la vida de Axel- se mezclan con portarretratos en la mesa del comedor.
Juan Carlos reincide en el orgullo de padre y desempolva otro recuerdo: el proyecto institucional en el que trabajó Axel en el Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA), donde le restaba un año para recibirse como ingeniero industrial. Se llamaba Petrel y era una aeronave liviana deportiva. Lo fabricaron él y otros cinco alumnos. Ese proyecto se convirtió en avión: fue matriculado y está volando. Es, para su padre, un vestigio de la continuidad de Axel, un rastro de vida. Como la fábrica a la que va todos los días: el 5% de las acciones pertenecían de su hijo. Su plan era dejársela a él. Sostenerla es, también, una forma de recordarlo.
Las memorias de ese final aparecen y se van. Hacia marzo de 2004, se registraban 260 secuestros por mes. Las noticias hablaban de eso. Los canales dedicaban horas a los cautiverios, las negociaciones y las entregas. Ya habían dominado la agenda pública los secuestros del papá de Carlos Tevez, Leonardo Astrada, Gabriel y Diego Milito, Pablo Echarri, la hermana de Mauricio Macri, el hermano de Juan Román Riquelme. “Nunca lo pensé, ni se me ocurrió que él pudiera ser víctima de uno”, confiesa el padre. A los secuestradores tampoco. No hubo inteligencia sino absoluta casualidad. A Axel se lo cruzaron. Lo siguieron cuatro cuadras. Lo agarraron cuando frenó.
El 17 de marzo de 2004 fue miércoles. Todos los miércoles, Axel, Juan Carlos y María Elena cenaban temprano. Después, él pasaba a buscar a su novia por su casa, ubicada a corta distancia. Cumplían un plan semanal: los miércoles, día de descuentos en el cine, se mezclaban ex compañeros de la Goethe-Schule con sus parejas para ver una película en las salas del shopping Unicenter. Perdidos en Tokio y El gran pez eran los principales films que ofrecía la cartelera. A las 21:30 salió de su casa en el auto de su mamá, un Renault Clio. Minutos antes de las diez de la noche, sonó el teléfono en la casa de los Blumberg. Era Estefanía. Preguntaba por Axel: quería saber si ya había salido. “¡¿No llegó todavía?!”, le preguntó el padre.
La joven se asomó por la ventana. Estaba el auto estacionado. Pero no estaba él ni tenía el trabavolante puesto. En diez minutos, Juan Carlos y María Elena llegaron a la casa de la novia de su hijo para constatar su desesperación. No sabía qué hacer ni qué pensar. Llamaron a la policía. Denunciaron la desaparición. La respuesta les curó la incertidumbre. Les dijeron “vuelvan a su casa porque esto es un secuestro”. El primer llamado de los secuestradores fue a la madrugada. Atendió Juan Carlos. Pidieron hablar con la madre. “Está descompuesta, en cama, ella no te va a atender”, fue lo único que pudo decirle antes de que el delincuente cortara.
“Vinieron muchos otros llamados. Fue realmente muy triste todo eso. Teníamos a la policía en casa y yo hacía todo lo que me decían. ‘Cuando llamen, negocie la cantidad, porque si usted acepta de inmediato le van a aumentar y la van a llamar de nuevo’, me decían”, relata. Lo primero que le exigieron fueron cincuenta mil dólares. Seis días después, el monto había bajado a 14.500. Nunca pudo volver a hablar con su hijo. Una vez pidió una prueba de vida. Le respondieron “quedate tranquilo que ahora te mando dos dedos”.
Juan Carlos solo quería pagar por la liberación de su hijo. Fomentaba la esperanza de que todo se resolviera de manera prolija. Juntó el dinero. Aceptó las condiciones. Habían convenido un pago y una cita: el 22 de marzo en una estación de servicio emplazada en la intersección de la ruta 202 y la Panamericana. La policía le había pedido que le sacara un farol a una óptica trasera de su auto para que lo puedan identificar rápido. Esperó cuarenta minutos en el lugar acordado con la plata en un bolso. “No venían y al rato veo que un patrullero estaciona cerca mío y dos policías se bajan, y yo pensaba ‘cómo puede ser que se bajen en un lugar donde saben que va a ser la entrega del dinero’”, rememora.
Esperó media hora más y decidió irse. En la ruta de regreso, divisó móviles policiales con las luces encendidas y la escena presunta de un tiroteo. Los secuestradores llamaron a su casa. La policía le indicó que no atendiera. No sabía por qué. Al otro día se enteró, por televisión, que había un cadáver y que ese cadáver era el de su hijo. Axel escapó mientras los secuestradores habían salido al encuentro con su padre. Se liberó, producto de un descuido de su vigilador, saltó tres alambrados de la casilla del barrio Santa Paula, del partido de Moreno, donde estaba cautivo. Corrió, gritó, pidió auxilio. Golpeó la ventana de un hombre de nacionalidad paraguaya que, temeroso, no accedió ante su súplica y sí llamó a la dependencia policial local. Los delincuentes lo recapturaron sobre la calle Einstein casi esquina Canadá. Axel ya tenía la capucha baja, la venda que tapaba sus ojos estaba en su cuello y había arrojado en su huida la toalla que usaba de mordaza. Vio el rostro de sus captores: el pecado que, según la conclusión del fiscal federal Jorge Sica, decretó su suerte. Lo metieron en el baúl de un Fiat Uno, le ataron las manos, le taparon la cara y lo amordazaron. La madrugada del martes 23 de marzo de 2004 lo remataron de un disparo en la sien derecha en la esquina de Arenales y Santa Teresa de Jesús, en La Reja.
“Hice lo que la policía me dijo y perdí a mi hijo”, decían los titulares de los diarios al día siguiente. Juan Carlos Blumberg le asigna responsabilidad absoluta de la muerte de su hijo al fiscal Sica: “Juntábamos la plata, la llevábamos para que tomen la numeración. La madre de Estefi era una alta funcionaria de un laboratorio. Ofrecieron sus servicios y este idiota de Sica les dijo que no, que ellos tenían todo, que tenían un helicóptero con miras infrarrojas. Contó una película que era toda una fantasía”. Dos adultos y dos menores fueron detenidos y condenados por el caso Blumberg: Martín “El Oso” Peralta, líder de la banda, recibió la pena perpetua, al igual que José Gerónimo “El Negro” Díaz, autor material del crimen; ambos permanecen alojados en la Prisión Regional del Norte, en Chaco; Carlos Saúl Díaz, hermano de José y menor al momento del hecho, cumple su condena efectiva de 21 años de prisión en la Unidad Penal N°19 del Servicio Penitenciario Federal y podrá ser liberado en 2025; el año pasado salió en libertad Sergio Damián Miño, encargado de la vigilancia de Axel y quien cumplió la sentencia de 18 años de cárcel.
Por entonces, había más de un secuestro por día, según estadísticas de la Justicia Federal. Axel convivió en cautiverio con el comerciante Víctor Mondino y el ejecutivo Guillermo Ortiz de Rosas. Por el primero, la banda cobró apenas mil dólares y una camioneta Peugeot Partner. Por el segundo, 82 mil dólares de rescate y el auto en el que lo raptaron, un Volkswagen Passat. “Ortiz de Rosas me dijo que les metían la pistola en la boca, jugaban a la ruleta rusa y hacían que disparaban”, comenta Juan Carlos. En ese Volkswagen Passat, los secuestradores fueron a cobrar el rescate de Blumberg. El auto tenía pedido de captura. La policía los interceptó. Intercambiaron disparos. Los captores huyeron, el acuerdo quedó trunco, Juan Carlos no atendió el teléfono y Axel vio la cara de los delincuentes. Lo ejecutaron.
El caso inspiró una rebelión popular. Los padres de los ex compañeros de Axel empezaron a acompañar a la familia de la víctima de manera incondicional y masiva. Juan Carlos vislumbró, en ese apoyo, una marcha multitudinaria. Le adjuntó un propósito: quería que ese reclamo tuviera un sentido. “Vamos a hacer una marcha, pero con propuestas”, proyectó. En una reunión con el entonces presidente Néstor Kirchner intercambiaron ideas, y le advirtió: “Voy a organizar una manifestación para ir al Congreso”.
La noche del jueves primero de abril de 2004, nueve días después del asesinato de su hijo, Blumberg movilizó a cientos de miles de personas a la plaza del Congreso. El diario Clarín le dedicó su tapa. “La gente dijo basta” fue el título. Estimó 150 mil manifestantes. Las cifras no son unánimes. “Esa primera marcha fue apoteósica porque había 350.000 personas en la Plaza de los Congresos con una vela simbolizando la vida”, recuerda Juan Carlos Blumberg. Cantó el coro Kennedy. Él leyó un discurso que preparó la noche anterior con el asesoramiento de dos letrados. Dijo, ante la multitud: “Venimos a donde están los representantes nuestros a pedir cosas chiquitas, simples, para que nuestros hijos puedan trabajar, estudiar y que no sean asesinados. Hoy Axel es el hijo de todos”.
Blumberg elevó un petitorio a los diputados y senadores. Pedía la modificación de artículos del Código Penal. Tenía siete puntos y estaba firmado por 5.545.000 personas, con nombre, apellido y DNI, certificada por escribano público. Logró, propulsado por el calor de la presión social, que se sancionaran algunas consignas de su doctrina: penas más duras para la portación y tenencia de armas, endurecimiento en el acceso a la libertad condicional, el aumento de 20 a 35 años el cumplimiento efectivo de la prisión perpetua. La modificación del régimen de imputabilidad de menores fue una de las premisas que el Congreso descartó. No todas sus iniciativas alineadas bajo la idea macro de “mano dura” recibieron plena aceptación en la sociedad.
Ya no era solo un empresario exitoso. El diario parisino Le Mondé publicó, en la tapa de la edición del 3 de abril de 2004, una imagen con su rostro en primer plano y una leyenda debajo: “La revolución de un padre”. Conserva ese recorte en una carpeta personal. Fue recibido por el papa Juan Pablo II, que le dijo, arrodillado, “Axel está en el cielo, usted siga luchando”. Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, lo invitó a que conociera al cuerpo policial de su ciudad. “Estuve con la policía de Londres, de Suiza, de Alemania, de España, de Francia. Organizamos marchas en Córdoba, en Chaco, en Corrientes, en muchas localidades de la provincia de Buenos Aires, dos marchas en Santiago de Chile, estuve con los Carabineros y la Policía de Investigaciones, en Bolivia, en Paraguay, donde logré hacer un convenio con la Corte Suprema”, enumera.
Una vez habló con el asesino de su hijo. José Gerónimo Díaz lo llamó desde la cárcel. Juan Carlos lo interpretó como un pedido de colaboración porque a la banda liderada por el Oso Peralta le atribuían otros secuestros. “Mirá, hijo de puta, ustedes secuestraban a tres personas por semana. ¿Qué me venís a pedir clemencia?”, le dijo antes de cortar. Dos veces habló con la persona que pudo haber salvado a su hijo. No recuerda su nombre: sabe que había nacido en Paraguay, que trabajaba en una fábrica de heladeras en San Isidro, que ese lugar fue el punto de ambos encuentros. “Me dijo que no le abrió porque estaba asustado, que llamó a la comisaría diciendo que había una persona que pedía auxilio y que quería entrar a su casa, y que los de la comisaría nunca vinieron. Tenía un cargo de conciencia terrible. Cuando hablábamos, lloraba”, relata. Al poco tiempo, el hombre vendió todo y volvió a Paraguay. Debía alejarse de su remordimiento.
Todos las semanas habla con los amigos de su hijo. La comunicación es fluida y por WhatsApp. Estefanía es más allegada a María Elena. Solía ir a comer a su casa. Hoy es madre de una beba. Está casada: los papás de Axel asistieron a su boda. Todos los días habla con su hijo. “Me gusta hablar con él. Lo extraño”, alega. La vida siguió para todos. María Elena aún no tolera la pérdida: alguna vez dijo estar “muerta en vida”. Admira la voluntad de Juan Carlos. Él aún desea bajar la edad de imputabilidad. Antes estaba en contra de la pena de muerte y ahora no. Planea presentar sus ideas de nuevo ante el Congreso. Trabaja porque -dice- no sabe hacer otra cosa. Su fábrica, su fundación y la promesa que hizo ante la tumba de su hijo es lo que lo ata a la vida.