Un elefante en el living: el problema de no poder hablar de lo único que nos importa

Una historia que da cuenta de las complicaciones que tenemos muchas veces para encarar y asumir las cuestiones centrales que afectan nuestra vida diaria

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"A veces parecemos los constructores de la Torre de Babel que hablan idiomas distintos", le dijeron al terapeuta (Imagen Ilustrativa Infobae)
"A veces parecemos los constructores de la Torre de Babel que hablan idiomas distintos", le dijeron al terapeuta (Imagen Ilustrativa Infobae)

Hay que prestar especial atención a lo que dice el paciente cuando está por irse; es probable que sea lo más importante, aquello de lo que quiso hablar durante toda la sesión y no se animó, aconsejaba Freud a sus discípulos.

Al escuchar esa historia me reí para mis adentros. No era el único estúpido que no podía hablar de lo que le importaba.

-¿Que los trae por acá?, nos preguntó el terapeuta.

Mi esposa y yo nos miramos con una mueca que no llegaba a ser risa. ¿Por dónde empezar? Sintiendo la responsabilidad porque el hombre es quien tiene que liderar, sostener y todas esas estupideces, intenté una respuesta:

-Hace un tiempo que estamos en crisis; nos cuesta entendernos. A veces parecemos los constructores de la Torre de Babel que hablan idiomas distintos. Yo digo ‘celular’ y ella me contesta ‘apio’. Ella dice ‘Sídney’ y yo le respondo ‘cinturón’...

El terapeuta, que era un señor mayor, sonrió.

-¿Y cuáles son los motivos más frecuentes de esos desencuentros?

Uff que fiaca, pensé para mis adentros. ¿Le vamos a tener que explicar todo a este hombre? Paralelamente, un tema interpelaba mi alma. Llevaba un año teniendo un tórrido romance que había socavado mi matrimonio. Como aconsejaban los manuales y los amigos, eso nunca se podía blanquear a la pareja. Era un camino sin retorno, una herida de la que es difícil recuperarse. Algunos dicen que es un delito de lesa humanidad porque no prescribe nunca, te lo van a reprochar hasta el final de tus días.

Me habían recomendado a este terapeuta porque estaba especializado en parejas. Se lo propuse a mi mujer, aun sabiendo que no iba a poder hablar de lo más importante, y es que yo estaba enamorado de otra persona. Y si uno no puede plantear lo que más le angustia; ¿de qué habla? ¿Para qué va? ¿Para tener la conciencia tranquila y mostrarles a los demás y a nuestra futura ex pareja que hicimos todos los esfuerzos?

Entre los dos le explicamos un poco la situación. Lo hicimos tan respetuosamente que más que una pareja que se había lamido con desesperación, parecíamos dos embajadores. Nadie quería lastimar al otro por lo cual la conversación fue políticamente correcta y algo estéril.

Terminó la primera sesión en paz y salimos en silencio. Nos fuimos a tomar un cafecito contentos de intentarlo y de que el diálogo no hubiera desencadenado una de esas guerras termonucleares que teníamos seguido.

Al día siguiente mientras mirábamos una película de dibujitos animados, mi hija gritó:

-¡Están enamorados!

-¿Y cómo te das cuenta?, quise saber.

-¡Porque juegan y se divierten!, me contestó como algo obvio. Con sus cinco años, nunca pudo dimensionar hasta qué punto acababa de exponerme contra mi cruel realidad. ¿Cuánto hacía que yo no jugaba ni me divertía con mi pareja?

Con el correr de los meses si bien me alegraba hacer el esfuerzo de ir juntos a terapia, también me hacía mal. Una parte de mi corazón no quería que nada se arreglara porque si reencauzaba mi matrimonio iba a tener que abandonar a Tere y eso me resultaba intolerable. Eran de las cosas más lindas que me pasaban en la vida.

-¿Hubo terceros?, nos preguntó un día el terapeuta.

Me quedé helado. Tuve el impulso de contarles la verdad a él y a mi esposa. Dejar la clandestinidad, la doble vida, la escisión. Mi mente me arruinó los sueños de libertad recordándome que eso no era posible. ¿Cómo el terapeuta nos hacía una pregunta tan directa? ¿Podía ser tan pelotudo? Los temas sensibles rara vez se pueden abordar de manera frontal; por lo general requieren que nos acerquemos en puntas de pie. Este infeliz imaginaría que yo le iba a contestar: ‘Sí doctor, hace un año que me estoy cogiendo a otra’.

-No, contestamos a coro con mi mujer.

Después de algunas sesiones, el terapeuta ya entendía un poco los síntomas, principalmente mi enojo con ella porque vivía para el trabajo y los hijos, y nunca tenía tiempo para nosotros. Yo sabía que eso era media verdad, porque también era cierto que mi esposa representaba el obstáculo a la felicidad de estar con mi gran amor.

Unos pocos amigos que estaban al tanto de mi pequeño calvario insistían en que era culpa suya:

-Te enamoraste de otra porque ella no te da bola. Si te hubiera cuidado un poco no te habría pasado nada; el que come bien en casa no necesita cenar afuera.

Yo reconocía que mi esposa no tenía energía ni tiempo para mí; pero también me preguntaba si el enamoramiento fulminante que vivía, no habría ocurrido igual aunque ella me prestara atención.

Pasaban los meses y nuestra terapia de pareja no iba para ningún lado. Para peor, como mi mujer viajaba mucho, a la mitad de las sesiones iba solo. En esas involuntarias sesiones individuales tenía la tentación de contarle la verdad al terapeuta, y así darle todos los elementos para que pudiera ayudarnos mejor. Pero al final me reprimía: era un señor de más de ochenta años y me daba miedo de que en alguna sesión de pareja se le cruzaran los cables y mi mujer se enterara de la verdad de la peor forma. Cada semana me preguntaba a mí mismo para qué seguía haciendo terapia sino iba hablar de lo que me estaba pasando.

Cansado de que mi mujer faltara a las sesiones tan seguido, le dije:

-Suspendamos. La terapia de pareja es de a dos y acá la mitad de las veces voy solo. En algún sentido la estaba haciendo responsable de ese fracaso y de la profundización de nuestra crisis. Me miró con miedo, consciente de que estábamos dejando escapar uno de los últimos trenes que nos quedaban.

Pobre, ella estaba en una encrucijada; no quería tirar por la borda nuestro matrimonio pero por su propia historia de vida tampoco podía dejar de trabajar compulsivamente. Era la forma de protegerse de los problemas que había vivido su madre y que ella no quería repetir. No quería depender de hombres que podían abandonarla o ser incapaces de mantener una familia. Como una ironía del destino nuestra crisis potenciaría su dilema: ¿Y si dejo el trabajo para salvar mi matrimonio e igual nos separamos?

Mes tras mes nuestra relación seguía hundiéndose. No hay nada suficientemente malo que no pueda empeorar aún más. Llegó un tiempo en el que ya no podíamos hablar de nada. Y ojalá fuera que no nos entendíamos; la nueva realidad era que todo lo que hacía el otro nos irritaba. Qué tristeza que nuestro amor se hubiera transformado en esto. Lo único que nos mantenía juntos eran nuestros hijos. Nada menos.

Con el correr de los meses me sentía cada vez más aislado de mi esposa. Sin poder aguantar más la doble vida, ni la atmósfera horrible que teníamos en casa, tomé la decisión de irme. No podíamos seguir viviendo así. El único dilema era si contarle la verdad o no. Las pocas personas de mi confianza que estaban al tanto de la situación me recomendaban ocultar mi romance para protegerla. Yo en cambio, sentía que tantos años y experiencias compartidas obligaban a una conversación sincera. La verdad podrá ser dolorosa, pero a partir de ella se puede construir.

Una tardecita le propuse salir a cenar. Pero en el ascensor cambié los planes y le dije que tenía ganas de caminar. En el fondo no quería sentirme como El Padrino, que se sentaba a almorzar con otras personas sabiendo que las mataría durante la comida, después de buscar el revólver en el tanque de agua del baño. Para no andar con vueltas, apenas llegamos a la esquina le dije:

-Me voy a ir de casa.

Caminamos una cuadra en silencio. Después de todo, lo que había dicho no era algo que ella no viera venir.

-Una cosa es hablar de la muerte y otra distinta es morirse, dijo lacónica.

Hicieron dos cuadras en silencio hasta que le tiró la bomba atómica (Imagen Ilustrativa Infobae)
Hicieron dos cuadras en silencio hasta que le tiró la bomba atómica (Imagen Ilustrativa Infobae)

Hicimos dos cuadras sin decir una palabra hasta que tiré la bomba atómica.

-Estoy enamorado de otra mujer.

Siete cuadras de silencio después nos sentamos en un bar.

-¿La conozco?

-Es Tere, dije ahorrándole preámbulos.

-¡Cómo me cagaron!

Teresa era mi amiga, no la suya. Pero el hecho de que los matrimonios hubiéramos salido algunas veces juntos habilitaba a catalogarlo como traición agravada. Después de una conversación que fue una montaña rusa y en la que pasamos de la desolación a la locura, del amor al odio y otra vez al amor, volvimos a casa y nos revolcamos. Todos los incurables tienen cura cinco segundos antes de la muerte.

-¿Querés pelearla?, me preguntó en la charla post sexo.

-¿Cómo no hacerlo? Tantos años y vivencias juntos, dos hijos...

-Obvio, le dije convencido mientras la abrazaba.

Pocos días después me propuso retomar la terapia de pareja. Apenas llegamos al consultorio, pusimos toda la información sobre la mesa. Las sesiones fueron difíciles; ella estaba muy lastimada y yo quería estar con otra mujer. ¿Cómo podía salir algo bueno de eso? Después de pocas sesiones volvimos a suspender, esta vez en forma definitiva. Mi mujer estaba enojada con el terapeuta porque según ella no se daba cuenta de que todo era culpa mía.

En los días siguientes a nuestra conversación fatal ella me confesó que pocos meses antes se había acostado con un antiguo novio. Estábamos tratando de remarla y parecía una buena oportunidad para hablar de todo lo que no nos habíamos contado en nuestro largo matrimonio. ¿Por qué no lo habremos hecho antes?

Semanas después tuvimos una nueva crisis porque ella percibía que mi corazón estaba en otro lado. Intenté explicarle que me iba a llevar tiempo olvidar, que no podía desenamorarme apretando un botón. Que uno no elige enamorarse, que es algo que nos sucede. Que por eso en inglés se dice “caer en el amor”, que era un tema bien complejo.

Queriendo demostrarme que era un tema manejable, me confesó que había estado muy enamorada de otra persona y que había podido cortar.

-¿Cuándo fue?

-Pocos meses después de nuestro casamiento.

Al escuchar semejante revelación me reí de mí mismo. ‘Qué ingenuos que somos los hombres que no nos enteramos de nada’, pensé.

Seguimos agonizando unos meses más hasta que finalmente me fui de casa.

Durante años callé lo que me tomaba en cuerpo y alma, convencido de que mi pareja sería incapaz de soportar mi verdad. Tenía la esperanza de que al no enfrentar ese elefante que había en nuestro living, desapareciera solo. Aunque íntimamente supiera que eso no iba a pasar.

A la luz de los hechos mi silencio no sirvió de mucho. No pude evitarle el sufrimiento a mi mujer y la realidad terminó siendo más dura que la verdad que oculté para protegerla.

Igual, después de contarle todo tampoco nos fue mejor. Aunque al principio me sentí liberado del peso de mi secreto y de la dualidad con la que había vivido tanto tiempo, el problema de fondo seguía intacto: yo estaba enamorado de otra persona. Con mi confesión se fue la angustia pero se instaló el dolor.

Pasaron muchos años y varias preguntas siguen habitando mi corazón. ¿Tendría que haber hablado de entrada? ¿Pude haber hecho algo más para cambiar un destino que resultó inexorable? ¿Cómo hubiera sido mi vida si no me hubiera separado?

No hay respuestas. Solo sé que con los recursos que tenía hice lo mejor que pude.

Y aunque a veces me cueste comprenderla, confío en que la vida me lleva por los lugares exactos que necesito caminar.

*****

El problema de creer que el elefante en el living desaparecerá solo, es que probablemente crezca hasta ocupar todo el espacio y destruirlo.

Juan Tonelli es escritor y speaker https://linktr.ee/juan.tonelli

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