“Hemos tomado una decisión en el gobierno nacional de dictar un decreto de necesidad y urgencia. Por ese decreto, a toda la Argentina, a todos los argentinos, a todas las argentinas, a partir de la cero hora de mañana deberán someterse al aislamiento social preventivo y obligatorio. Esto quiere decir, que a partir de ese momento, nadie puede moverse de su residencia. Todos tienen que quedarse en sus casas”, dijo en cadena nacional el entonces presidente Alberto Fernández la noche del 19 de marzo de 2020, medida que había sido apoyada por todos los gobernadores de la Argentina, que en su mayoría, habían estado presentes en la Quinta de Olivos ese día para escuchar los motivos de la decisión tomada por el Ejecutivo nacional.
A principios de marzo llegaban vuelos del exterior con viajeros que habían estado en zonas donde el virus ya había golpeado. Los viajeros eran enviados a hoteles a cumplir el aislamiento preventivo de 14 días. Las fábricas de alcohol en gel no daban abasto. Y se corroboraba que el virus no esperaría hasta el invierno para propagarse, según el pronóstico inicial del entonces ministro Ginés González García. El 23 de enero había asegurado que no existía ninguna posibilidad de que el coronavirus llegara a la Argentina. Diez días después dijo estar más preocupado por el dengue. El 6 de febrero reforzó su postura. Y el 3 de marzo se produjo el primer caso importado en la Argentina. “Yo no creía que el coronavirus iba a llegar tan rápido, nos sorprendió”, reconoció.
El decreto del 19 de marzo que entraba en vigencia el 20 a las 0 horas, había sido anunciado como “una medida excepcional”, luego de la suspensión de clases en jardines, primarias y secundarias el 15 de marzo anterior. “La idea es poder hacer algo para evitar la circulación”. Alberto Fernández afirmó en esa oportunidad que el virus “no se ha dado como un factor de riesgo para los menores ni hay casos trascendentales, pero muchas veces son portadores y terminan contagiando a los adultos”. Esa noche el jefe de Estado detallaba cuáles serían las libertades. “Van a poder hacer compras en negocios de cercanía, a una ferretería, a las farmacias, que permanecerán abiertas, pero entiéndase bien que a partir de las 0 horas la prefectura, la gendarmería, la policía federal y las policías provinciales estarán controlando quién circula por las calles. Y entiéndase que aquel que no pueda explicar qué está haciendo en la calle se verá sometido a las sanciones que el Código Penal prevé para quienes violan las normas que la autoridad sanitaria dispone para frenar una epidemia o en este caso una pandemia.
Acompañado por gobernadores -Axel Kicillof, Gerardo Morales y Omar Perotti-, y el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, a ambos costados, continuó dando a conocer los motivos de esta medida: “Hemos previsto un plan por el cual manteniendo distancia entre nosotros, teniendo los cuidados de los que estamos hablando, guardándonos en nuestras casas vamos a evitar que el virus se propague y si se propaga, porque se va a propagar, se propague más lentamente, de modo tal que los contagios, crezcan de tal modo que el sistema sanitario argentino pueda hacer frente a ellos. Hemos calculado absolutamente todo. Necesitamos que cada uno haga su parte”. De este modo una gran mayoría quedaba confinada entre las cuatro paredes de sus casas, incluidos los trabajadores que pasaron a ser “no esenciales”, que empezarían una vida laboral por videollamada, mientras que un grupo de la población quedaba excluida de estas medidas, “la excepción a la norma”, los que trabajaban en el gobierno nacional, provinciales, municipales, en los niveles de conducción política, en la sanidad, fuerzas armadas, y otra serie de actividades como rubros de producción de alimentos, de fármacos, petróleo, refinerías de naftas. Es decir, “trabajadores esenciales”, debían salir a trabajar respetando protocolos de seguridad sanitaria frente a un virus todavía desconocido, que en Europa había hecho estragos, matando a decenas de miles de personas, especialmente adultos mayores. El miedo era palpable. A contraer el virus y morir, y algo tan temible como eso, contagiar a un ser querido y que muriera.
“Vamos a ser muy severos porque la democracia nos lo exige”, anticipó y se despidió diciendo… “vayamos a descansar tranquilos, tenemos muchos días para cuidarnos y por delante una pelea que debemos dar como argentinos”.
Nunca nadie imaginó que la pelea sería tan larga, que la cuarentena duraría tanto y que costaría 130 mil vidas argentinas. Que el aislamiento sería tan estricto que no nos permitiría acompañar en la enfermedad ni despedirnos de aquellos que perdieron la batalla contra el Covid-19 o aquellos que murieron a causa de otras enfermedades. Que las consecuencias sociales y económicas serían tan dramáticas por el cese de actividades, a pesar de las ayudas estatales (IFE, ATP). Tampoco nadie imaginó, hasta que circularon fotos y videos, que sería el mismo presidente el que se saltara sus propias reglas con el festejo de cumpleaños de la Fabiola Yáñez, un caso que terminó golpeando fuerte la imagen del jefe de Estado y se conoce hasta hoy como “la fiesta de Olivos”.
Los programas de televisión tenían entre sus panelistas un elenco estable de médicos infectólogos que contaban las últimas novedades y posibles formas de contagio. Cómo debía ser el barbijo, las telas que servían, las que no. Enseñaban a la lavarse bien las manos con agua y jabón. A no tocarse los ojos en la calle. Qué distancia había que conservar de otras personas para ir a hacer las compras. La vida cotidiana estaba concentrada en estas actividades. A las 9 de la noche, se aplaudía a los médicos desde el balcón por su entrega y coraje en una situación donde se encontraban en la primera línea de combate, en hospitales donde hacían cada vez más falta de respiradores, camas y personal entrenado en las terapias intensivas.
El 25 de marzo, Alberto Fernández elevó el tono para quien incumpliera la cuarentena. “A los idiotas les digo lo mismo que vengo diciendo hace hace mucho tiempo, la Argentina de los vivos que se zarpan y pasan por sobre los bobos, se terminó. Se terminó. Acá estamos hablando de la salud de la gente. No voy a permitir que hagan lo que quieran. Si lo entienden por las buenas, me encanta. Si no me han dado el poder para que lo entiendan por las malas. Y en democracia, entenderla por las malas es que terminen frente a un juez explicando lo que hicieron“.
El surfer
Los operativos en las autopistas eran frecuentes. Había demoras. No se podía estar en la calle sin el debido permiso. En ese contexto, un surfer que llegaba de Brasil con sus tablas fue noticia en el mundo. El diario deportivo español As titulaba: “Un surfista argentino, detenido dos veces por saltarse la cuarentena obligatoria”. Y en la bajada decía: “Argentina ha vivido uno de los casos más raros y misteriosos de confinamiento desde que el coronavirus se ha extendido por todo el mundo”. Federico Llamas era noticia porque después de dictada la cuarentena regresó a la Argentina de su destino de vacaciones, Garopaba, en el sur de Brasil, después de que su novia extranjera regresara a su país. El surfer había ingresado a la Argentina tras presentar una declaración jurada en la frontera y que le tomaran la fiebre.
“Decidí volver porque no puedo estar en otro país en una catástrofe mundial”, respondió enojado en un control de la Prefectura Naval Argentina de la Panamericana en el que un grupo de periodistas le preguntaba por qué había vuelto una vez decretada la cuarentena. Habiéndose negado a firmar un acta, y después de una retención de tres horas fue escoltado por la policía hasta su domicilio en Flores para el cumplimiento de la cuarentena, donde esperó 15 segundos a que se fueran y se volvió a “escapar”. La policía había vuelto a su casa al día siguiente y no estaba. Descubrieron que se encontraba en Ostende, en casa de su madre y fue detenido. Intentaron embargarle la camioneta, pero no estaba a su nombre y sí lo hicieron con sus tablas, que pudo recuperar después de pagar 47 mil pesos y 70 mil pesos por daños.
El 29 de marzo, en cadena nacional, Alberto Fernández reforzaba las medidas. “Estamos siendo muy novedosos. Somos un caso único en el mundo que dispuso la cuarentena plena apenas se conoció el inicio de la pandemia. Esto no lo hizo ningún otro país, por lo tanto, estamos como experimentando sobre la marcha cómo eso resulta. Los resultados iniciales nos alientan a seguir en este camino”, explicaba y en el mismo comunicado se tomaba la decisión de prolongar la cuarentena hasta que terminara la Semana Santa, por la recomendación de los expertos.
A fines de marzo se informaba que se habían secuestrado 3778 vehículos y se les había abierto una causa penal a 23.111 infractores.
La jubilada que tomó sol
El 21 de abril hubo otra persona que tuvo una alta exposición en los medios por desafiar las medidas de la cuarentena. Fue una mujer de 83 años llamada Sara Oyuela. El motivo: “Necesitaba aire y sol”. Al salir con su reposera a los bosques de Palermo, y al negarse a regresar a su casa, fue notificada por violar el artículo 205 del Código Penal.
El operativo se realizó en el parque Tres de Febrero, sobre la avenida del Libertador y a la altura de Fray Justo Santa María de Oro. Hasta allí se acercaron tres patrulleros que durante más de media hora trataron de convencer a la mujer para que regresara a su hogar. Sin embargo, ella se opuso. Les dijo que lo que estaba haciendo era por una cuestión de salud y les aseguró a los agentes que se quedaría sentada en su reposera hasta las 15.20, momento en el que cumpliría una hora tomando sol.
“No quiero llevarla detenida, vaya a su casa. Es para su bien”, le dijo uno de los policías.
La jubilada le respondió sin hacer caso: “Espere hasta las 15.20. Colabore usted conmigo que soy una vieja que necesita aire y sol. Sea usted una persona bondadosa. Debería ser una persona bondadosa, no una persona que venga a hincharme y a jorobar porque no estoy contagiando a nadie”.
Finalmente, llegado el horario en que había dicho que se iría, la mujer guardó sus pertenencias, tomó su silla y se retiró a su domicilio, informaba la crónica de Infobae.
Más tarde, la jubilada aseguró ante los medios de comunicación: “Lo voy a seguir haciendo cuantas veces se me ocurra porque necesito sol y aire”. La mujer, enojada, criticó a la fuerzas de seguridad: “Es una gran estupidez de parte de la Policía, que en lugar de hacer lo que tiene que hacer, está vigilando el pasto donde no hay nadie. ¿Cómo puede ser que me contagie si no hay nadie?”. Y continuó: “Me estaba cuidando. Los rayos ultravioletas son especialmente para no pescarse el coronavirus. Lo malo es estar encerrado porque no tengo balcón, solo una ventana”.
Después de ese episodio mediático, la mujer reiteró a la prensa: “No me arrepiento de nada, lo volvería hacer, por supuesto. Yo no hice nada de malo, soy una mujer responsable, que se cuida y toma los recaudos, pensá que soy población de riesgo... Todavía estoy esperando las disculpas por el maltrato que tuvieron los policías hacia mí, que estuvieron tan cerca que corrí el riesgo de contagiarme”. La jubilada que vivía en el barrio de Palermo, murió en enero de 2023. Padecía Epoc y cáncer de piel.
Elena, de Caballito corrió mejor suerte y nadie la detuvo en sus paseos alrededor de la plaza en su barrio, Caballito. Vive sola hace 28 años en un departamento de dos ambientes y continuó haciendo en la medida de lo posible una vida normal. No se encerró.
“Desde que comenzó el encierro no tuve miedo y salía a caminar todos los días con barbijo y alcohol. Hacía mis propios mandados a pesar de que mi hijo quería ayudarme. Ya no estaban mis padres para decirme qué hacer y menos el gobierno lo iba a hacer. Usaba el colectivo, a pesar de estar prohibido y jamás me vacuné con algo que no se sabía bien que era. Nunca tuve miedo de enfermarme porque me cuidaba como decían. Amigas mías vacunadas se enfermaron sin salir de su casa. Gracias al Covid empecé a cocinar y tengo guardadas todas las recetas que hice. Además, leí, hice ‘gym’ en casa, crucigramas....”
“Me afectó haber perdido tanto”
“Yo no me lo voy a olvidar más”, contó Luciana C. (21) que empezaba en 2020 su último año de su escuela secundaria, una parroquial del barrio de Mataderos. Tenía mucha ilusión sobre el cierre de esta etapa que incluía el viaje a Bariloche y una fiesta en un boliche a fin de año que habían empezado a pagar en cuotas. El buzo de egresada quedó dentro del placard junto con todos esos sueños. Solo pudo compartir con sus compañeros de quinto año tres días de escuela, plenos. Lo único que pudieron festejar fue el UPD, El último primer día. “Éramos 60 los que íbamos a Bariloche y lo postergaban todo el tiempo. Terminé viajando en enero del 2022 y solo éramos siete. Muchos habían empezado a trabajar y habían perdido el contacto”, relata. “Yo seguía con mi vínculo de amigas y quisimos hacer igual el viaje y la pasamos increíble.
Cuando se suspendieron las clases presenciales, Luciana recuerda que su escuela vivió un caos antes de poder organizarse para la educación en remoto. “Tardaron como un mes y medio para empezar a dar clases por zoom. A los profesores les costaba mucho. Nos tuvimos que acomodar a una plataforma de una editorial donde nos subían todo pero era un desastre”, recuerda. Llegando a fin de año y en burbujas, viernes de por medio, su escuela recibió a los quintos años para que vieran contenidos. “Llegamos a ir poquitas veces, pero lo hacían para que nos pudiéramos ver y disfrutar un poco de quinto”. Al año siguiente, Luciana comenzó el CBC para la carrera de Derecho, otro momento de su vida que había soñado y también pasó a un plano virtual. “Estuve dos años encerrada. Después uno crece, sabe que fue algo que afectó a todos y hay casos peores. Pero sí me afectó haber perdido tanto”.
Clases virtuales
María Luján Becerra (51), docente de colegios secundarios privados de CABA y La Tablada en la Provincia de Buenos Aires dijo que fue complejo encarar los cambios que exigió a nivel tecnológico. “No fue nada fácil para mí. De repente la organización escolar nos pedía dar clases vía plataforma donde los alumnos capaz ingresaban al zoom, pero la mayoría de las veces sin cámaras, sin micrófonos porque no tenían, o por la incomodidad o vergüenza. Cuando ingresaban sin cámara o no hablaban, ni siquiera sabíamos realmente si eran ellos. Fue una situación muy confusa”, aseguró y agregó: “Muchos directamente no se conectaban y ya al final como para poder sostener el proceso de aprendizaje, casi que nos conformábamos con recibir correos electrónicos con las tareas asignadas. Siempre traté de tener en cuenta la respuesta o la devolución a eso recibido, dejándoles un mensaje alentador sabiendo que no la estaban pasando bien del otro lado”.
La enseñanza a distancia obligó a la docente a reemplazar su computadora personal, ya que no tenía la suficiente capacidad para instalar los nuevos programas, además de que no le funcionaba el micrófono. “Yo soy cero tecnología, gracias a Dios estaba mi hijo en mi casa”, expresó algo que todavía recuerda como un enorme alivio, dentro de jornadas interminables que arrancaban a las 7 de la mañana y terminaban a las 10 de la noche. Desde su clase, teniendo en cuenta distintas situaciones personales, dice que siempre le puso una muy buena actitud y antes que impartir cualquier contenido iniciaba una conversación con sus alumnos para “acercarlos a otra cosa distinta que no fuera el encierro, la incertidumbre y tomaran contacto con otra cosa que no fuera la realidad que estábamos viviendo”, contó. Una realidad que se vivió con mucha angustia y de la que nadie pudo escapar.