El almirante Emilio Eduardo Massera tenía una obsesión particular con el peronismo. A tal punto que, en el tramo final del gobierno de María Estela Martínez de Perón, Isabelita, sugirió modificaciones en la estructura de la Casa Militar con el único objetivo de tenerla vigilada y contralada.
El “almirante cero” necesitaba un espía cerca de Isabel para conocer todos los movimientos desde adentro. Fue por eso que seleccionó rigurosamente al representante de la marina ante el organismo que tenía que velar por la seguridad de la Presidenta. De esa manera, Massera pretendía que los edecanes navales que la acompañaban en cada viaje cumplieran también un rol de inteligencia militar.
A fines de 1975 entró en escena un hombre que terminaría siendo clave en el desenlace violento del gobierno peronista.
Ese edecán espía era el único del entorno presidencial que sabía lo que iba a pasar la madrugada del 24 de marzo de 1976.
Lo sabía porque formaba parte de la conspiración.
El plan incluía tres fases: la captura de Isabel; una cacería con secuestros y asesinatos durante la madrugada; y más tarde, ya con las radios y los canales intervenidos, se emitirían los comunicados informando “a la población que el país se encontraba bajo el control operacional de la junta militar”.
Ni bien Isabel subió al helicóptero, aquella madrugada del golpe de Estado, inició un misterioso camino de silencio que se extiende hasta la actualidad. Pasó cinco años, tres meses y once días presa. Primero, en Villa La Angostura, en la residencia El Messidor, un castillo de estilo francés con vistas al lago Nahuel Huapí. Luego en la Base Naval Azopardo, en Azul, bajo la estricta mirada de Massera; y finalmente en la quinta de San Vicente, donde aún descansan los restos de Perón.
Los detalles jamás revelados son publicados por el autor de estas líneas en el libro “Isabel, lo que vio, lo que sabe, lo que oculta” (Editorial Aguilar):
“El traidor era un infiltrado que el almirante Emilio Eduardo Massera había plantado en el entorno de Isabel Perón.
Un edecán presidencial que hacía las veces de espía. A quien le encomendó la tarea de informarle detalladamente de cada movimiento de la Presidenta.
Y así lo hizo durante los últimos tres meses del gobierno democrático.
Reuniones oficiales.
Visitas fuera de agenda.
Contactos telefónicos.
Estados de ánimo.
Vestimentas.
Gustos culinarios.
El capitán de fragata Ernesto Francisco Diamante cumplió a la perfección esa tarea desde el 29 de diciembre de 1975 hasta el momento del final. Había sido designado por el decreto 4118 firmado por la propia Isabel Perón.
—¿Diamante sabía lo que iba a pasar la noche del golpe? —le pregunté a Julio González (N. del E.: último secretario Legal y Técnico del gobierno de Isabel) durante nuestro encuentro.
—Saque sus propias conclusiones —respondió tajante y se quedó en silencio.
Nada podía arruinar la operación de inteligencia militar destinada a terminar con el gobierno peronista. Por eso el rol del edecán naval resultaba fundamental para informar, ante la comandancia, hasta los detalles menos pensados.
Por eso Julio González lo había visto, en más de una oportunidad, escribiendo en un papel que luego doblaba y escondía entre los pliegues de su uniforme de la Marina.
Por eso los colaboradores de Isabel lo recuerdan como un hombre atento y respetuoso que siempre se ofrecía para cumplir con algún mandado que lo obligara a estar inmiscuido en la intimidad del poder.
Ese era el traidor.
Uno que los acompañaba siempre.
Que sabía lo que iba a suceder esa madrugada del 24 de marzo de 1976.
Que sabía, pero disimulaba.
Diamante fue el reemplazo perfecto del anterior edecán naval, Aurelio Carlos “Zazá” Martínez, quien se mantuvo en el cargo hasta finales de 1975, cuando se empezó a diseñar el tramo final de la operación.
El cambio tuvo su lógica.
En el entorno de Isabel desconfiaban de Zazá. El edecán presidencial era un hombre clave en el entramado de poder que Massera venía construyendo.
Martínez manejaba la agenda paralela del almirante. Le armaba reuniones periódicas con políticos y empresarios poderosos en un yate que pasaba horas navegando por el Río de la Plata. Era su principal ladero, su hombre de confianza. Por eso el reemplazo resultó una jugada estratégica.
Pasé largas horas en la hemeroteca de la Congreso de la Nación revisando diarios de la época.
Tengo al edecán Diamante en varias fotos que registran la actividad oficial. Siempre rodeando a Isabel; con el pelo engominado, la mirada atenta y el uniforme blanco reluciente.
Lo tengo el 16 de enero de 1976 adentro del despacho presidencial, durante la asunción de Raúl Quijano como nuevo ministro de Relaciones Exteriores. Está parado con su espalda apoyada sobre la boiserie lustrada, con el gesto adusto y a centímetros del escritorio presidencial donde reposa una biblia abierta de par en par.
Entre los presentes están los comandantes generales de las Fuerzas Armadas: Videla, Massera y Agosti.
Ése fue el debut de Diamante en el cargo.
El primer acto.
La primera aproximación ante la miradas de los jefes.
Isabel está a pocos centímetros.
Lleva el pelo suelto y anteojos de marco grueso. Está vestida con un traje de organza marrón que le cubre los hombros y unos tacos blancos con plataforma.
Sesenta y siete días después llegaría la madrugada del final.
Lo tengo a Diamante en otra foto, pero adentro de la Quinta de Olivos. Está parado en un rincón del recinto donde se desarrolla una reunión entre Isabel y el gobernador bonaerense Victorio Calabró.
Por último, hay un registro de Diamante el día previo al golpe. Otra vez, a centímetros de Isabel, mientras la Presidenta conversa el nuevo embajador de Ruanda, Joseph Nizeyimana.
Después su rastro fotográfico se pierde y los testigos lo ubican arriba del helicóptero la madrugada del 24 de marzo”.
* Extracto del libro “ISABEL, lo que vio, lo que sabe, lo que oculta” (Editorial Aguilar)