Un viaje a la isla Martín García: leyendas y secretos de un territorio histórico que cumple 210 años

Cada 15 de marzo se conmemora la toma y recuperación de la isla, que puso fin a la ocupación española y permitió que sea incorporada a la provincia de Buenos Aires. Un recorrido para descubrir su encanto natural y sus historias

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Una postal de la histórica
Una postal de la histórica isla

Con el paso de los días la isla parece desierta, como el título de la obra de Roberto Arlt. Cuesta entender que, al permanecer un tiempo en su superficie de 184 hectáreas, vivan allí cerca de 160 personas: pocas suelen cruzarse durante el día. En la isla, ciertamente, no puede vivir demasiada gente por su condición de reserva natural.

Sus calles no suelen estar transitadas más que en los mínimos movimientos, y el canto de los pájaros es la melodía principal en el encanto de su entorno silvestre, ideal para pasar una breve estadía de descanso y contacto cercano con sus dos rasgos esenciales: la exuberancia de su naturaleza y la prolongación de buena parte de la historia argentina entre sus monumentos, ruinas, edificios y pasadizos secretos, a poco más de dos horas en lancha desde el puerto de Tigre. Esa isla mansa y pintoresca, sin embargo, concentra en sus venas una memoria de fuego, confinamiento, presidio político, refugio de fugitivos y nazis, batallas y hasta un lazareto. Todo tan asombroso como que cuatro presidentes estuvieron presos en distintos periodos de la historia.

Este 15 de marzo, la Martín García cumple 210 años: la fecha fue tomada en recuerdo de las batallas por la independencia en 1814. Fundada accidentalmente por Juan Díaz de Solís en 1516 -a bordo de su expedición había muerto el cocinero del barco, que se llamaba Martín García, y la nombró así en su homenaje-, fue codiciada por ser la entrada del puerto de Buenos Aires y declarada Monumento Histórico Nacional y Reserva de Flora y Fauna, un esplendor de biodiversidad a 40 kilómetros de Buenos Aires. Ubicada en el Río de la Plata sobre la desembocadura de sus dos grandes afluentes, el Paraná y el Uruguay, la isla se enciende en temporadas de vacaciones, feriados y fin de semanas, siendo un destino elegido por el turismo local. Las lanchas comerciales se habilitan mayormente en esos momentos -la lancha de todos los días es escolar y se usa también como transporte de los isleños- y unos pocos llegan en helicóptero o avión, a veinte minutos de la urbe: su pista brilla como luciérnagas en la noche.

Rodeada al este por el Canal Martín García y al oeste y al sur por el Canal de Buenos Aires, la guía local María Elena Reus cuenta que la isla se originó hace 1800 millones de años como un conjunto de rocas más sólidas que las islas aluvionales del Delta del Paraná. En la isla existen una escuela, una salita médica, un comedor y dos campings. Hoy los docentes llegan todas las semanas en lancha, algunos se quedan por un tiempo a vivir y activan la isla junto a las trabajadores provinciales, personal de salud y trabajadores municipales. Hay 32 alumnos, desde el jardín de infantes hasta la secundaria. Los directores de los establecimientos, Andrea, Silvia y Miguel, acuerdan en un punto: se expande un clima familiar tan estrecho que para los egresados de la secundaria luego es difícil hacerse un lugar fuera de la comunidad. “Tal es así que muchos vuelven a la isla, porque sienten un desamparo que nunca les pasó. Acá nos ayudamos entre todos, tenemos desde un comedor hasta una sala de juegos”, remarca Miguel, director de la escuela secundaria Cacique Pincén N°7.

La mayor parte de los habitantes de la isla son familias que trabajan en el mantenimiento, la administración y la protección del archipiélago. En un breve recorrido por la isla se pueden conocer sus antiguas construcciones: el viejo cine-teatro Urquiza, el puerto viejo, la Capilla Nuestra Señora del Carmen; la ex Batería Buenos Aires, erigida en 1864, con sus cañones centenarios; el primer faro; la casa que habitó el poeta Rubén Darío, hoy a punto de ser inaugurada como museo patrimonial. A mediados del siglo XX, los historiadores dicen que la isla conoció su pico de pobladores: cerca de cinco mil, compuesto por soldados, conscriptos y marinos -allí confluían el ejército, la Armada, artillería e infantería- y el resto, pocos civiles.

De las más de 200 especies de aves y pájaros que pueblan la isla, en los bañados costeros se divisan la garza blanca, el chiflón, el pato picazo, la garza mora además de calandrias, carpinteros y zorzales por la inmensidad de árboles y si por los caminos serpenteantes predomina el silencio, es posible que se cruce un ciervo, carpincho, cuis o lagarto overo, cuando no la temible yarará, de gran presencia. “Ha habido muchos casos de mordeduras y estamos preparados con las medicinas y el helicóptero sanitario por cualquier emergencia”, apunta una de las enfermeras todo terreno que suele permanecer en guardias semanales en la salita médica.

En contraste con la exuberancia casi selvática, se palpa en el aire la pólvora de antaño: la isla fue ocupada por los brasileños, conquistada por los franceses, uruguayos y codiciada por los ingleses, españoles y portugueses hasta haber sido escenario de combates internos entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. Los viejos cañones que apuntan desde su puerta de entrada hacia las aguas marrones donde nadan las tortugas acuáticas dan una huella de su belicoso pasado aunque es una zona desmilitarizada desde que el Tratado del Río de la Plata y su Frente Marítimo en 1973 puso fin a un largo litigio limítrofe entre Argentina y Uruguay.

Tan sólo caminar unas horas por sus largas y verdes calles para notar la impronta de la Armada en su arquitectura, placas y monolitos: era un lugar habitual para realizar el servicio militar obligatorio. Los marinos eran habituales residentes -como hoy los de Prefectura, con su propios edificios-, y llegaban con sus familias. Poblaban la isla junto a pescadores y picapedreros: los cuarteles y las canteras de piedra eran tan famosos como las excursiones turísticas de principios del siglo XX, lugar místico y espiritual que propiciaba el arribo de instituciones como la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA). Tiempo después, para favorecer el esparcimiento, las canteras se transformaron en hermosos lagos.

La mariposa “nacional”, conocida como bandera argentina, se luce entre otras 130 especies. Hace unos años, según coinciden casi todos los lugareños, la isla lucía bastante abandonada: su muelle, único espacio de entradas y salidas, estaba casi al borde del derrumbe por su vieja estructura de madera. Ese mismo que Guillermo Brown usó para defenderla de los realistas españoles y que Sarmiento imaginó para fundar la capital de “Argirópolis”, una utópica unión de Argentina, Uruguay y Paraguay. “La isla ocupó desde siempre un lugar estratégico -explica el historiador Felipe Pigna-. No hay que olvidar que la Revolución de Mayo se hace con Montevideo en manos de los realistas. Eso convirtió a la isla en testigo de varias de las batallas que se libraron en el contexto de la independencia. En efecto, hubo muchos combates en torno de la isla por los ataques que provenían de la escuadra española en Montevideo”.

María Elena, la guía, habla de las ecorregiones: pajonales, juncales, lagunas, partes inundables, plantas xerófilas y 800 especies arbóreas, arbustivas y hierbas. Explica que su basamento rocoso es el más antiguo de Sudamérica, con 27 metros sobre el nivel del mar. La biodiversidad del archipiélago es incalculable: un diez por ciento de su superficie está destinada al estudio científico. En los senderos internos de la isla, donde no hay persona ni sombra alguna, hay oxidados carteles de la Comisión Administradora del Río de la Plata (CARP) que perduran desde la última dictadura militar: se alerta por severas represalias ante la presencia de “intrusos” o por no respetar los horarios de circulación. La guía dice que en la isla los animales se pueden quedar o se pueden ir. “Los primeros habitantes de este territorio también lo entendían así: los guaraníes no estaban sedentariamente, sino por momentos más o menos prolongados”, explica, y subraya que en sus 200 manzanas es una “gran colmena”: la cantidad de abejas es abismal.

Conocida como “la cabina de peaje” del Plata, hoy las autoridades celebran la defensa de la soberanía política argentina y se pronostica un notable avance del turismo por las obras de infraestructura, como el agua potable, para un futuro reciente. Los secretos del archipiélago que desde 1955 pertenece a la provincia de Buenos Aires -es parte del partido de La Plata- son insondables y misteriosos. Un grupo de marinos alemanes se establecieron allí en 1939, tras ser hundido el acorazado Graf Spee en la llamada batalla del Río de la Plata. En el mismo operativo israelí que capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann, en 1960, se descubrió que uno de sus lugartenientes estaba escondido en la isla Martín García, pero no llegaron a apresarlo. De la isla también se sabe que fue refugio para sobrevivientes de diferentes naufragios en el Río de la Plata, a la vez que servía de “cuarentenario” para los barcos que llegaban de Europa y muchas veces traían alguna peste.

Patrimonio histórico siendo una lengua gigante, aislada, que se ramifica sin muros en el disfrute de su exótica flora y fauna, ha sido terreno fértil para utopías y proyectos de los más diversos tipos como el de Sarmiento. Dispuesto a derrocar a Rosas en alianza con las provincias litoraleñas, Sarmiento pensó en un gran país que incluyera los territorios de la Argentina, Paraguay y Uruguay. A la isla Martín García, que llegó a conocer personalmente, la pensó como la capital de lo que llamó “Arjirópolis o la capital de los Estados Confederados del Río de La Plata”, libro que escribió en 1850. La Martín García, punto equidistante y de fácil acceso fluvial, según la soñó Sarmiento.

María Elena, la guía que
María Elena, la guía que conoce los secretos de la isla

En el confín reina el silencio. ¿Pueblo chico, infierno grande? Para María Elena, mientras camina con su gorro a cuestas por el sol del verano y señala a lo lejos a la uruguaya isla Timoteo Domínguez y la proximidad de una pastera, a sólo trece kilómetros de la costa uruguaya, prima lo comunitario por encima de cualquier rivalidad, aunque admite que la grieta habita también la comarca. En la recorrida frena en el cementerio, otra peculiar atracción por la particularidad de sus cruces: todas lucen torcidas. ¿Signo de la masonería?

La belleza y el horror caminan juntas. En el increíble barrio Chino, donde moraban los inmigrantes de clase baja -por eso se llama “chino”, despectivamente por la “chinada”-, están los primeros ranchos de adobe, luego rejuvenecidos con techos de chapa o paredes de ladrillos, amenazados por los árboles que trepan por las paredes y anuncian posibles derrumbes de las pocas casas que quedan en pie. En otro lado de la isla, María Elena explica que la construcción de la pista de aterrizaje, que hoy convoca a pilotos que llegan asiduamente con sus vuelos, hizo desaparecer un viejo cementerio indio. El director de Gestión Integral de Islas del Delta e Isla Martín García, Diego Simonetta, saca a la isla de la historia y la planta en el presente. Habla del nuevo Parque Solar con sistema híbrido de generación, el balizamiento de la pista con luminarias led, además de las mejoras en la red eléctrica existente con luminarias y equipo de emergencia para la sala de primeros auxilios.

“La isla es un bastión de la soberanía provincial”, define, y marca la importancia del Sitio de Memoria que se señalizó el año pasado. Allí se cuenta que en la isla funcionó un campo de concentración indígena como parte del “Proceso de Organización Nacional” entre 1870-1890. Esos sucesos fueron contados en el libro “Historia de la crueldad argentina. Julio Roca y el genocidio de los pueblos originarios”, coordinado por Osvaldo Bayer, y en “Pedagogía de la desmemoria”, de Marcelo Valko. Además, los pueblos originarios sufrieron un proceso de aculturación a través de la evangelización y la escuela, y fueron bautizados con nombres occidentales y de sus apropiadores. Entre los prisioneros estaban los Lonkos (caciques) Juan José Catriel y Vicente Catrunau Pincén. “La mayoría murió de hambre y por epidemias, como la viruela”, enfatiza María Elena, que cuenta que en la isla hacen la ceremonia de la Pachamama para rememorarlos.

Orgullosa que en pandemia no tuvieran ningún caso de COVID, la guía recibe visitas escolares de todos los niveles. En la isla no hay explotación agrícola-ganadera: los alimentos y productos llegan en lancha y son vendidos por comerciantes. Hay cerca de seis comercios, entre ellos la histórica panadería que Carlos Menem hizo famosa por su encantamiento del pan dulce artesanal. “La isla es tan chiquita pero tan histórica y hermosa que enamora conocerla. Te sorprende como una caja de pandora”, dice María Elena, quien convida a los visitantes sus budines veganos.

Cuenta la etapa en que la isla se convirtió en un presidio político, primero como penal militar y después, en el siglo XX, lugar de confinamiento de “delincuentes peligrosos” y los llamados “delincuentes políticos”: anarquistas, socialistas, integrantes de sindicatos. Era como una escala previa a Ushuaia: ambos eran lugares de escape imposible. La actividad que tenían los presos, fundamentalmente, era la construcción de adoquines para el empedrado de Buenos Aires, símbolo de distinción en los barrios de entonces.

Luego ocurrió la saga de presidentes, aislados del terreno público. Después de ser derrocado por un golpe militar, Hipólito Yrigoyen estuvo preso hasta 1932, pero en 1933 volvió a ser recluido en la isla junto al ex presidente Marcelo Alvear y los dirigentes radicales Honorio Pueyrredón, Carlos M. Noel y José P. Tamborini y el ex ministro de Guerra, general Luis Dellepiane. En 1945 el Secretario de Trabajo y Previsión, vicepresidente y ministro de Guerra, Juan Domingo Perón, fue apartado de sus cargos. El 13 de octubre fue detenido y confinado en la isla hasta su liberación el 17 de octubre de 1945, después de una histórica movilización popular. El 29 de marzo de 1962, el por entonces presidente Arturo Frondizi fue también derrocado y, ese mismo día, trasladado a la isla. María Elena Reus, guía desde hace más de tres décadas, hace una aclaración: “Ninguno estuvo en la cárcel, fueron traídos a la isla”. La Escuela Primaria N° 39 Juan Díaz de Solís exhibe en su pared un cartel de bronce: “Aquí estuvo preso desde el 13 al 17 de octubre de 1945 el entonces coronel Juan Domingo Perón”.

En una de las esquinas emblemáticas de la isla, por su perfecto aislamiento, había funcionado un lazareto y un crematorio durante la epidemia de fiebre amarilla, entre la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX. Dos célebres médicos, Luis Agote, quien desarrolló la técnica de la transfusión de sangre, y Salvador Mazza, investigador del mal de Chagas, dirigieron el hospital Lazareto. El famoso laboratorio del curioso médico Mazza se convirtió tiempo después en el Comedor Solís, uno de los pocos proyectos gastronómicos que sobrevivieron en el tiempo como emprendimiento privado.

La guía termina en la única gran hostería, hoy fantasmagórica y de la cual sobrevuelan rumores de recuperación sus sosegados senderos, a pasos de la inmensidad del Río de La Plata. La literatura en la isla es otro capítulo esencial, tal como ocurre en Tigre con Rodolfo Walsh o Haroldo Conti. Dicen que el nicaragüense Rubén Darío estuvo internado en una colonia por problemas de alcoholismo en 1895. Allí, por encargo, el modernista escribió su reconocida pieza “Marcha triunfal”, que celebraba la Revolución de Mayo. Yrigoyen escribió allí una parte de sus memorias y su defensa ante la Corte Suprema; Perón, sus cartas a Evita y Mercante, a quienes llega a través de la ayuda del doctor Mazza. Y, finalmente, también Frondizi escribió una defensa de las políticas de su gobierno en una casona que hoy se mantiene como uno de los lujos ocultos en el fin de un camino.

No es fácil ser isleño y Domingo Aranda, el más antiguo de los habitantes -está próximo a cumplir 86 años-, lo sabe. Lidiar con los mosquitos, las sudestadas y las crecidas del río. Remar cuando no hay más combustible para la lancha. remar. Hoy la isla se convirtió en mojón de kayakistas, con una fiesta anual en la que llegan de todas partes del país. De los de afuera de la isla, como todos los lugareños, Domingo los nombra como “los del continente”. En la Martín García no es una vida sólo de contemplación, es una vida sacrificada, remarca. Antes se cortaba la luz a cada rato, ahora tiene electricidad todo el día.

La temporada fuerte empieza en octubre y finaliza en marzo. En invierno se vacía de turistas pero “con un poco de leña, se disfruta de la calma y de la permanencia natural”, dice José David Maciel, dueño del Comedor Solís. José vivió toda su vida en la urbe porteña y a mediana edad se trasladó a trabajar con su hermano en la Martín García. Cree que vivir en la isla es respirar comunidad, naturaleza por todos los poros. Y, por sobre todo, aprender a descansar, a bajar el ritmo alocado de la ciudad. “Acá se vive lento, muy lento. Si podemos resolver un problema, lo resolvemos, Y si no, hacemos que no sea tan importante y mañana o pasado lo arreglamos”, bromea.

Isla desierta y enigmática, isla bonita, isla de mitos, leyendas, secretos y de pura historia argentina. La de los cielos abiertos, estrellados, y los atardeceres anaranjados, la del avistamiento de aves en sus miradores, la que hoy es visitada por cerca de 20 mil personas al año y que espera, en su celebración centenaria, un destino promisorio de nuevos visitantes que la descubran con su encanto histórico y natural.

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