Magalí Polverino trabaja con comida. Pero no es cocinera ni catadora. Es fotógrafa especializada (entre otras cosas) en gastronomía. Una vocación que encontró siguió el llamado de dos de sus principales ambiciones: generar emoción con sus imágenes y trabajar en un mundo en el que rija la pasión, con gente que como ella sienta amor por lo que hace.
Sus trabajos tienen una objetivo principal: provocar hambre. Y lo logra.
Su estudio, desde hace pocas semanas, es parte de Casa Néctar, el proyecto encabezado por la chef Toti Quesada. Ubicada en la esquina de Agüero y Güemes de la Ciudad de Buenos Aires, esa casa fue parte de la historia cultural porteña. Construida hace más de un siglo, perteneció a Tita Tamames, animadora cultural durante décadas de la Ciudad, y fue sede de muchos encuentros, reuniones y fiestas. Sus actuales ocupantes mantienen el legado de buen gusto y celebración. La propiedad es imponente y el trabajo de restauración fue minucioso y armónico. Nada parece estar fuera de lugar, todo –hasta el más pequeño detalle- irradia belleza.
Las imágenes de Polverino están en publicidades, portadas de libros, menús de restaurantes, revistas extranjeras y también se han viralizado a través de pósters que reúnen algunas especialidades argentinas.
Los lemas por lo general son frases impactantes, que llaman la atención pero que no suelen reflejar la realidad, que sólo rozan la verdad. En el caso de Polverino no es así. El lema de su proyecto más difundido describe a la perfección lo que hace, su búsqueda: Imágenes que se devoran con los ojos.
Los comienzos de la artista
“Empecé a sacar fotos cuando salí del colegio. Siempre me gustó. En mi casa había varias cámaras porque mi mamá es documentalista. Al principio estudié publicidad. Después recién me volqué a la fotografía”, nos cuenta Magalí en su estudio.
Pero todavía no era el momento de la comida. Se dedicó a la fotografía de moda durante una década. Cuando empezó con la fotografía se imaginaba haciendo las portadas de la Vogue italiana o alguna producción especial para la revista Colours de Benetton. Le fue bien y su prestigio no paraba de crecer. “Hasta que entré en una crisis profunda, total. No me gustaba lo que estaba haciendo. Vivía incómoda”, explica sobre el momento en que su carrera dio un giro definitivo.
Buscó refugio en algo que sí le gustaba. La comida: cocinar y comer. Se volcó a la pastelería. Las tortas, sabía, le salían bien.
Decidió dedicarse a eso y dejar la fotografía atrás. Empezar de nuevo. En su familia se preocuparon, le pedían que lo pensara un poco mejor, no entendían cómo podía desechar diez años de carrera y aventurarse a un territorio desconocido y, posiblemente, inhóspito: “‘Si me aman, algunas tortas me van a comprar’, les decía yo un poco en broma y un poco en serio”.
Magalí creía que era una buena posibilidad profesional. Vender lo que elaboraba. Pero para eso debía mostrarlas, visibilizarlas. “¿A quién le iba a vender tortas si no me conoce nadie?”, pensaba. Así Magalí se puso a cocinar y una vez terminadas las tortas, les sacaba fotos para poder publicitarlas en sitios de internet y redes sociales. “Hice un menú con unas descripciones que, cuando las leo hoy, me causan gracia”. Fueron dos o tres días frenéticos. Amasar, hornear, decorar, fotografiar.
“En ese comienzo, en esos pocos días se produjo una transformación en mí. Me pasaron cosas. Me emocioné. Eso que se había muerto dentro mío, tomaba vida de nuevo”. La atravesó un ramalazo de convicción, una especie de iluminación que ocurre pocas veces en la vida (a algunos nunca les sucede), una revelación. “Sentí que eso es lo que quería hacer”.
Las tortas le salían ricas, dice que tiene buena mano para la pastelería. Subió las fotos a Facebook para iniciar su carrera como pastelera. Pero el primer llamado no fue ni de un goloso ni de alguien que tenía un cumpleaños. Acaso ni siquiera de algún familiar que se apuró para apuntalarla en su nuevo emprendimiento. La llamaron de una agencia de publicidad. Les había maravillado cómo había captado las tortas: las texturas, los colores, la tridimensionalidad. Le ofrecieron hacer un libro para Coca Cola, una gran marca. Magalí postergó, por lo que ella pensó que sería unas semanas, su proyecto pastelero. Al terminar este encargo, le pidieron otras fotos gastronómicas. Y nunca más paró en estos últimos diez años. Se dio todo con una sorprendente naturalidad.
Dejó de cocinar pero no se alejó de la cocina. Vive entre hornallas, platos, sabores, aromas. Y ella es la que los retrata, las que los fija en una imagen.
Esa rápida inmersión en un nuevo ámbito, la sucesión de trabajos y el boca a boca que hacía que los llamados no se interrumpieran resolvió uno de los dilemas que la atormentaban: “Vengo de una familia de artistas, todos de alguna manera están relacionados con el arte. Por eso siempre quise que mi trabajo tuviera muy desarrollada mi vocación artística, que ese plano no quedara postergado por lo mercantil. Pero siempre tuve el conflicto entre lo comercial, eso que hace que te puedas ganar la vida, con aquello que satisface otras apetencias. Esa tensión siempre estuvo presente. Me perseguía la pregunta: ‘¿Cómo voy a ganar plata con esto?’”
Apenas empezó a sacar fotos de comida se dio cuenta que todo aquello que le molestaba del mundo de la moda no existía en el nuevo medio. Recuperó la vocación y el impulso por la fotografía. Las tensiones del medio, los celos, los canjes, las presiones habían logrado alejarla. Esa incomodidad, que ella creía que tenía que ver con la fotografía, desapareció cuando su ojo se posó en otros objetos y en especial cuando cambió de medio. La gastronomía no era como la moda; al menos para ella.
Sacar fotos en la cocina
La mayor diferencia fue que en las cocinas encontró gente a la que le pasaba lo mismo que ella. Gente que ama lo que hace, gente apasionada. “Es un trabajo tan sacrificado que en las cocinas y en los restaurantes –salvo los camareros, tal vez- nadie está de paso. Aman su trabajo y por eso soportan las exigencias. Es increíble, una especie de bendición, estar rodeada todo el tiempo de gente apasionada. Me hace sentir reflejada. Y eso fue lo que me atrapó” explica Polverino.
Otra cambio fue que la foto de comida es más solitaria; se trabaja con gente, pero es muchísima menos que en la de moda.
Hoy todo el mundo tiene una cámara en su bolsillo y, por supuesto, algún tipo de relación con la comida. Las preguntas que ella se plantó –casi hasta instintivamente- para desarrollar su trabajo fueron varias: ¿Cómo conectar esos dos mundos, esas posibilidades, esas dos cotidianeidades? ¿Y cómo lograr destacarse con algo que pareciera accesible para todo el mundo?
En su trabajo convergen el oficio y la vocación. Y por otro carril la posibilidad (muchas veces remota) de aunar esa habilidad técnica y esa pasión para poder ganarse la vida. A Magalí la incertidumbre no la habitó durante mucho tiempo. Los trabajos se encadenaron, desde el principio, uno tras otro. La llamaban de restaurantes, de revistas, de agencias de publicidad. En muy poco tiempo se hizo un nombre.
A pesar de que las ofertas de trabajo fluían, ella quería seguir estudiando, necesitaba perfeccionarse. Pero en Argentina casi no había material del que aprender. Se compró varios libros en inglés sobre fotografía gastronómica. Y los estudio con obsesión.
Los métodos de la fotógrafa
Probó uno de los métodos que la obligaba a utilizar unos paneles enormes, de más de dos metros, para hacer rebotar la luz. Iba cargada con todos sus equipos y esa especie de mole de 2 metros a las sesiones. A veces, en restaurantes estrechos, tenía que ingeniárselas para hacer entrar toda la parafernalia.
Así estuvo unos meses copiando y probando técnicas aprendidas. Hasta que metabolizó esas enseñanzas y prácticas y las convirtió en algo nuevo, en un sello personal. El nacimiento de un estilo. Las fotos, a esa altura, ya tenían su mirada inconfundible. “Con el tiempo y el trabajo encontré mi voz”, dice Magalí. “El estilo es una búsqueda. Uno nunca sabe bien como lo termina logrando (si lo supiera daría clases sobre eso). Y no es algo estático, es algo que va cambiando, evolucionando. Creo que la clave es seguir buscando que es lo que a uno lo moviliza, lo emociona. Después hay que profundizar la investigación sobre eso”, explica.
Es imposible desmentirla. Sus fotos llevan su firma. Apenas uno se familiariza con su trabajo, puede identificar un Polverino a primera vista, aun si se cruza con una de sus imágenes fuera de contexto, en un ámbito ajeno al habitual o en un sitio impensado. Un ejemplo: cualquiera que se cruce con El Gran Jardín de Lola Rand, libro publicado hace un par de años por Chai Editora, no tendrá que ir a la página de legales para consultar sobre el autor de la foto de portada; sabrá de inmediato que la imagen de ese zapallo con una especie de pera haciendo equilibrio encima le pertenece a ella.
Cuando se le pregunta sobre esos videos que suelen aparecer en Twitter en los que se muestran como algunas fotos publicitarias de grandes cadenas de comida son trucadas, explica: “Hay como un mito en la fotografía de comida en que todo es mentira. Eso no quita que he visto a gente masajear a un pollo con detergente durante un largo rato. Pero la gran mayoría son leyendas de la fotografía de ese tipo de los años 80. Los flashes eran diferentes a los actuales, y se trabajaba con luz muy caliente; los platos debían estar expuestos las ocho o diez horas de la sesión y mantenerse igual a sí mismo sin degradarse. Ahora -sostiene Magalí- eso cambió no sólo por los avances técnicos. Lo que se modificó, también, es el tipo de experiencia que el que consumidor anhela: cuando alguien va a un restaurante lo que está esperando es que el plato que le pongan delante se vea exactamente igual a la imagen que vio en Instagram y lo llevó a estar sentado allí. Otra cosa que se impuso es lo natural. La comida chorreando, por ejemplo. Ya a nadie le gusta esa perfección plástica de décadas atrás porque eso no se ve natural. Yo te tengo que tentar y se ves un plato que parece de plástico no te tienta”.
Además de publicidades, encargos editoriales y trabajos para restaurantes, Polverino dedica buena parte de sus esfuerzos a los proyectos personales. Uno de los principales es Estudio Póster.
Aunque el nombre tal vez no le suene, el lector sabe de qué se trata este proyecto. Vio varios de sus trabajos. Los likeó, comentó y hasta compartió por sus redes sociales. Son imágenes que compilan artísticamente algunas especialidades argentinas en diferentes rubros gastronómicos, muchos de los cuales usualmente son considerados como menores.
La comida como manifestación de nuestra cultura. Y en la búsqueda de esa voz personal aparecieron estas imágenes. “En las imágenes de comida que se suelen producir acá hay mucha referencia a otras culturas, a otras tradiciones. El repasador de lino francés, algún utensilio italiano y así. Cuando me propuse ir por ese camino, busqué cuáles son los elementos que tenemos acá, a cuáles echamos mano, cuáles nos definen. Empecé con algunas preguntas sencillas ¿qué repasadores usamos acá? ¿Qué vajilla tenemos? ¿Qué platos usaba mi abuela? Los franceses eso lo tienen totalmente incorporado, naturalizado. Entonces no sólo se trata de la comida. En el caso de los pósters: las facturas, las empanadas y demás. Sino todo lo que está alrededor y hace a la construcción de la imagen y, claro, de nuestra cultura”.
Las fotos que dan hambre
Hay pósters de galletitas, facturas, empanadas, postres. Cuando uno se enfrenta a ellos se pregunta cómo algo tan corriente, tan cotidiano, puede encerrar tanta belleza. La otra tentación es la de comprobar cuántas galletitas identificamos o cuántos de esos postres autóctonos son nuestros favoritos.
Uno de esos pósters (se venden a través de la página de Instagram y en el primoroso y recién estrenado almacén de Casa Néctar), el primero de ellos, levantó una polémica que la sorprendió y que le mostró el interés que había en el tema. Era un antecesor de los que ahora hace. Lo hizo casi como un juego con una amiga que vive en Estados Unidos. Era sobre facturas. La amiga les puso nombre a cada una de esas tradicionales creaciones de las panaderías locales. Pero les puso nombres de fantasía, inventados. Eso produjo una oleada de mensajes (y hasta algún insulto) cuando lo subió a las redes sociales. La gente defendía con virulencia el nombre tradicional de cada factura: desde los vigilantes a los panes de leche pasando por las bolas de fraile.
“El de las facturas lo rehíce pero con la preocupación de investigar bien los nombres de cada una y sin dar por supuesto que los nombres que utilizamos en la Capital son los que tienen en las diferentes provincias. A las medialunas de manteca sólo acá las llamamos así. En todos lados se dividen entre dulces y saladas. Otro ejemplo: las tortitas negras son las carasucias. Con ese póster descubrí la pasión que levantan las facturas en la gente”.
Después de ese primer éxito, el segundo de la serie fue el de empanadas junto a Toti Quesada que también se viralizó. El tercero fue de postres con la pastelera Coni Borras. Los comentarios de las publicaciones y los mensajes privados explotaron. Amigos, conocidos y espontáneos querían su copia. Era una especie de clamor: Vendeme uno, vendeme uno. “Hasta ese momento no lo había pensado. Pero me insistieron tanto que los comencé a comercializar. Así nació Estudio Poster (@estudioposter en Instagram). Ahora tenemos muchos más, fuimos ampliando el catálogo”, explica la fotógrafa.
El primero en viralizarse fue el de las facturas. Fue tan sorpresivo el fenómeno que la imagen ni siquiera llevaba su firma. Al principio estaba abrumada por la repercusión inesperada. A los pocos días había gente que le avisaba cuando una cuenta subía la imagen sin darle crédito. Pero a ella ya no le importaba: “Sentí que esa imagen ya no era más mía, que era de la gente. Me encanta. La gente los intervenía, le cambiaba los nombres, hacía sugerencias”.
Busca sacar de contexto lo cotidiano, jugar con la ilustración en el modo de las imágenes de la pastelería francesa.
El más exitoso fue el de las galletitas. Rumba, Melba, Boca de Dama, Mellizas, Merengadas, Ópera, Sonrisas, Anillitos y muchas más. Es un canto a la infancia. Evoca otros tiempos. Transporta a la casa de la abuela, a cuando salías del colegio, a las meriendas mirando dibujitos, a algún viaje en auto familiar. Las galletitas no tienen nombre. Uno puede sentir la textura de la galletita deshaciéndose entre nuestros dientes, el sabor en la lengua, las migas en las puntas de los dedos, sólo con mirar el póster.
Sus proyectos personales son abundantes y variados. En muchos trabaja con la chef Toti Quesada; en la actualidad encara otros con Julieta Oriolo sobre el proceso de hacer pastas. Anhela con hacer una muestra; acaso un libro. Cuando se le pregunta por el futuro responde que “en diez años me gustaría estar dedicada a mis proyectos artísticos, viajando para hacer reportajes largos. Me tienta salir del estudio. Estoy muy acostumbrada a estar en el estudio y a tener todo controlado. Me gustaría indagar por ahí. Ahora estoy en un momento de experimentación con paisajes y retratos. Allí uno puedo jugar más con los colores, otras búsquedas. Con la comida hay que respetar sus propios colores, lo natural. Si la lechuga está marrón, todo se empieza a ver raro”.
Antes de despedirnos hablamos de su flamante estudio: “La Casa Néctar es un proyecto de Toti Quesada. Ella fue la que la encontró e hizo todo el minucioso trabajo de restauración y remodelación con la arquitecta Cande Urquiza. Y ella me invitó a ocupar un espacio. Pero muy generosamente puedo utilizar todos los espacios. También está Ati Hoffmann con sus círculos de mujeres. Es una casa muy femenina. Es una cosa muy comunitaria, muy hermosa. Es una casa de oficios, de goce, de encuentros. Tener un estudio me cambió mucho la manera de trabajar. Tener dónde ir, llevar a delante mis proyectos, pensar a largo plazo”.
Magalí Polverino sigue pensando nuevas maneras de mostrarnos la comida. De emocionarnos y darnos hambre con sus imágenes.