Juan abre Google. Hay una duda que lo asalta. No sabe qué es el fútbol australiano. Le basta con ver fotos y treinta segundos de un video. No quiere perder mucho tiempo. Sonríe con displicencia al descubrir que es una versión violenta del fútbol que ya conoce: el australiano se juega con la mano y con una pelota de rugby. Curada la incertidumbre, vuelve a abstraerse. Desconoce todo del Brisbane Roar y del West Coast Eagles. Solo está seguro de que son equipos de fútbol australiano, que están jugando ahora y que Brisbane Roar es probable que gane. Es de madrugada en Córdoba. Hay sol de tarde en el este oceánico. Su esposa y su hija duermen.
Juan apuesta por un triunfo épico del West Coast Eagles. Ya arriesgó -hoy y mil veces- en automovilismo, tenis, básquet, rugby, boxeo, fútbol americano, fútbol de Argentina, de Europa, de India, de China, el fútbol que sea. Se reserva una porción de su capital para quemarlo en las maquinitas. Está escondido en la oscuridad de la noche absorto en su teléfono celular. Hay una pandemia en ciernes, hay aislamiento obligatorio, hay veinte años acumulado de matrimonio, hay cinco años de una hija. Pero ahí, en esas horas vacías, él se siente inmune, impermeable, eterno. Abre un paréntesis en su vida para sumergirse en un mundo sin covid, sin restricciones, sin pesares, sin obligaciones, sin mañana. Es él y lo que proyecta su celular.
West Coast Eagles no gana. Juan tampoco.
Federico escucha la propuesta de su amigo. No lo hace a viva voz. Se asemeja más a un susurro indiscreto: “¿Vamos mitad y mitad con Racing?”, le pregunta. Es el viernes 20 de enero de 2023. Los dos están de vacaciones en Mar del Plata. El favorito es Boca. Pero comparten una presunción futbolera no basada en fanatismos: ninguno es hincha de Racing. Faltan minutos para que empiece la final de la Supercopa Internacional, un enfrentamiento en el Estadio Hazza Bin Zayed de Arabia Saudita que tendría que haber jugado Patronato, pero fue reemplazado por Racing por “una decisión comercial”, como explicó Vïctor Blanco, presidente del club favorecido.
Federico simula que estudia la invitación. Demora la respuesta. Concluye, en un análisis fugaz, que es “una sola” y que “no pasa nada”. Se miente y lo sabe, pero lo minimiza. Es su kriptonita. En la fundamentación del propio engaño arguye llevar meses de abstinencia. No había tomado como una apuesta per sé el prode del Mundial de Qatar porque -como le argumentó a su psicóloga- no exigía una erogación de dinero. Parió una definición filosófica: si la apuesta no implicase un desembolso que lamente desperdiciar, entonces no sería una apuesta. La inscripción era gratuita. Los jugadores eran amigos, compañeros del club, desconocidos: 300 personas en total. El premio: cien mil pesos en una gift card. Lo ganó. Todos lo felicitaron. Era un campeón. Creyó que se las sabía todas y que podía vivir de las apuestas deportivas. Lo comprueba ese viernes de enero de 2023.
Racing gana la final de la Supercopa Internacional. Federico no.
Juan vive un tiempo vertiginoso. Tiene casi cuarenta años y está envuelto en un frenesí finito, insostenible. No duerme porque la noche le sirve para otro menester, más urgente que dormir: saciar su compulsión. Y cuando duerme, para procurar simular normalidad, apenas se acuesta y cierra los ojos. Su cabeza es un procesador desregulado que sólo planea acciones y maniobras para generar más recursos. Es un rehén más de la pandemia. La cuarentena por el covid sembró un campo fértil para su desenfreno. Él, licenciado en administración de empresas y contador público, tiene un puesto encumbrado en una compañía industrial y goza de bienestar económico. Un aislamiento preventivo y obligatorio le concede encierro y tiempo. El dinero lo tiene. Prepara un cóctel explosivo. Aburrido, ávido y permeable, se entrega a la tentación de los casinos online, esas salas virtuales promocionadas por publicidades que brotan intempestivas y coloridas en la televisión, en las calles, en las redes sociales.
Ya no importa qué. Apuesta a toda oferta disponible. No obra por conocimiento previo ni presunciones. Sólo respeta una lógica codiciosa: apostar al que mejor pague. “Los partidos de Primera, de la B, la C, la D, la liga neozelandesa, japonesa, árabe, la liga de Perú, la liga de Ecuador, la liga de cualquier lado del mundo a cualquier deporte. Solo tenía que haber un partido. Apostaba resultado, pero también apostaba cantidad de goles, cantidad de córners, cantidad de tiros libres, cantidad de amarilla, cantidad de rojas. Tenía un universo infernal de posibilidades”, relata Juan -que sólo se llama Juan en esta nota-.
Lo único que hace en su raid compulsivo es depositar dinero. No extrae sus ganancias porque espera que un gran lucro, solo un gran lucro, lo rescate. Pero nunca es suficiente. Lo que gana es abono para su voracidad: ganar le sirve para volver a jugar. “No sé lo que es ganar; yo siempre perdí y disfrutaba de eso. No jugaba para ganar: jugaba para generar reservas para seguir jugando, para juntar más fichitas para seguir apostando. No lo puedo explicar”, dice. La que ensaya una exposición de este fenómeno paradojal es Débora Blanca, psicóloga especializada en ludopatía y otras adicciones comportamentales: “No se puede entender porque rompe el sentido común. ¿Cómo alguien va a hacer algo para perder? Esto es bien freudiano. Muchas veces hacemos cosas para perder, lo que pasa que en el ludópata se ve muy claro. El ludópata necesita perder para volver, como una forma de venganza. Necesita volver para recuperar lo que perdió. Y en ese regreso, vuelve a perder. Muchas veces ganan pero no se conforman. Siempre quieren duplicar, multiplicar. No tiene que ver con la plata”.
Juan sabe que está perdiendo dinero, pero no sabe cuánto. Lleva una cuenta vaga en su cabeza. Es un cálculo infligido: él es muy bueno con los números. Cree, en otra manifestación del autoengaño, que la pérdida es mucho menor. Ya despilfarró los préstamos bancarios que pidió. Ya exprimió todas las tarjetas de crédito. El arrebato es tan procaz, dominante y precipitado que no procura ocultarlo. Lo hace sin reparos ni contemplaciones. Inconscientemente comprende que su desdén es perecedero. El límite es el resumen de la tarjeta y el conocimiento de su esposa de los gastos. El delirio le dura tres domingos. El derroche equivale a trece de sus sueldos. En tres semanas jugó el valor de un auto. “No me frenó nada -dice-. Siempre pensé que el nacimiento de mi hija había sido el broche de oro, lo que necesitaba para terminar con esto. Creí que podía volver a subirme al ring y otra vez me encontré con Tyson. ¿Qué quiero decir con esto? Yo sabía con qué me iba a encontrar, pero igualmente fui y otra vez Tyson se encargó de ponerme en mi lugar”.
El cargo de conciencia le pesa. Dos días antes del vencimiento de la tarjeta, una noche, antes de cenar, le pide a su esposa que lo escuche. No sabe si alguna vez en su vida juntó tanto coraje. Jugó al rugby hasta los 32 años. Era hooker, esos temerarios de cuello grande que empujan en la primera línea del scrum. Ese hombre macizo y venturoso, sentado en su cocina, llora ahora desconsolado, desarmado. La culpa y el remordimiento lo debilitan. La descarga de honestidad lo vulnera. No necesita decir mucho. Su esposa completa el testimonio con su presentimiento, se levanta y lo deja solo, estropeado, chiquito.
Federico ingresa en una disfuncionalidad pronunciada. Tiene 23 años y pasa veinte horas del día apostando. El proceso de degradación social se acelera. Las recaídas -lo sabe- son cada vez peores, más agresivas y radicales. Sus ratos de ocio se circunscriben a los entrenamientos de futsal. Solo cuando juega no piensa en el juego. El excedente del día se dedica a planificar la sostenibilidad del vicio. Está retenido en un vórtice adictivo. “Apostaba en el trabajo, en el colectivo, en el auto, en el baño, en una reunión familiar. Todo lo que veía, todo lo que se podía jugar, jugaba. A veces estaba despierto a las cinco de la mañana y ponía fútbol en vivo, tenis en vivo, ping pong en vivo, ludo en vivo. Lo que estaba ahí apostaba. Jugué infinidad de tipos de apuestas”, reconoce.
No tiene un freno. Ya perdió los escrúpulos. No esquiva fronteras éticas ni comprende contextos. El deterioro de sus relaciones es salvaje. Sus padres ya lo saben, su novia también. Apostaba en frente de ella con descaro. La dejó un día cualquiera sin fundamentos ni razones. Lo único que quería era evadir la recriminación. “Estamos viendo que caminás directo a un precipicio y no te dejás agarrar”, le dicen sus padres. “Me quería seguir dando la cabeza contra la pared sin que nadie me lo reprochara”, asume él. Su papá le propone coordinar un monto máximo de la apuesta y acompañarlo -vigilarlo- mientras juega. Él se niega. Su ex novia, en un balance entre enojada y preocupada, le pregunta cómo está. Él la ignora. No quiere tutores, restricciones ni confusiones. Está enajenado. Nadie sabe cómo proceder. Asiste periódicamente a una psicóloga y con asiduidad a Jugadores Anónimos, una confraternidad de hombres y mujeres que comparten sus experiencias con la esperanza de solucionar la adicción al juego.
Federico -que solo es Federico en esta nota- le debe plata a sus amigos. A algunos casi ochenta mil pesos. Tiene un bloc de notas con los apuntes de su pasivo. La actualización es periódica. “Les inventaba excusas para que me prestaran: que estaba falto de guita, que todavía no había cobrado. Si iba a comer con un amigo al que le debía, les pedía que me pegaran así aumentaba la deuda”, cuenta. Llegó a estafar a los cajeros online. A quienes les había inspirado confianza por la repetición, no les transfería cuando le cargaban la ficha antes. Disolvía la carga ética del fraude cuando repasaba la cantidad de dinero que sí les había pagado.
Elige sacar un préstamo que triplica su sueldo. Lo cuenta en una mesa familiar: confiesa que es para saldar las deudas con sus amigos. Esos déficits que, al principio, eran saldados por su papá en una contribución ambigua. Tarde se dio cuenta de que eso no lo ayudaba. Pero cuando su hijo le habla del préstamo bancario, se alegra, se entusiasma y le arma un excel donde quedan asignadas las sumas y los beneficiarios. “El préstamo me duró muy pocos días. Apenas lo recibí, me lo jugué todo”, narra Federico.
Ese impulso es materia de estudio para el licenciado Martín Miseta, psicoanalista y especialista en adicciones: “En el jugador lo que hay es una desarticulación entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte. La pulsión de muerte se desprende de la pulsión de vida y empieza a hacer su trabajo. Y su trabajo es la autodestructividad. Cuando ese proceso se provocó, esa desarticulación, ese desacople, empieza a funcionar solo la pulsión de muerte. La persona no puede parar. No puede salir de ahí, que es la característica del trauma. ¿Por qué se dice que es una adicción traumática? Porque el trauma lo que busca todo el tiempo es solucionarse. Si vos lo querés solucionar de una mala manera, lo seguís repitiendo eternamente porque el trauma nunca se cansa de repetirse. Ahora, si busco resolver de la manera correcta, es donde logro parar la repetición”.
El declive de Federico es feroz. “No podía parar de jugar un segundo. En todos lados apostaba. Los últimos días fueron tremendos. No me importaba nada”, retrata. Está abstraído del entorno. Carece de vida social. No acude a ninguna cena, desprecia cualquier encuentro. Vive ensimismado en su celular. No incurre en gastos básicos -no almuerza en el trabajo- porque eso afecta el capital de sus fichas. Se nutre únicamente de la cascada hormonal de neurotransmisores que lo elevan a un estatus de bienestar y excitación, sin paracaídas. El ocaso está cerca.
A mitad de junio, cobra el aguinaldo. Pasa lo esperable: lo dilapida en un día. Ya no esconde nada. Con cierta pena, en esos lapsus de conciencia y coherencia, lo admite en su casa. A su mamá le agarra un ataque de angustia. Estalla en una rabia sin proporciones, llora y se descompensa. Respira entrecortado y tiembla. Llaman a la ambulancia. La escena dramática lo asusta: es el umbral de Federico. Es el resumen de la tarjeta, el lamento encarnizado y solitario de Juan. Es el margen, la bisagra, el despertador. A partir de esa noche, nada será lo mismo.
Juan lleva tres años, nueve meses y quince días sin apostar. Federico acumula siete meses y cuatro días sin apostar. Acuden con periodicidad religiosa a grupos de Jugadores Anónimos. Dicen que para ellos el récord mundial es un día y que están siempre a un día de volver a apostar. No se conocen. Uno vive en Córdoba capital. El otro en el sur de la ciudad de Buenos Aires. Uno tiene cuarenta años. El otro 24. Uno apostó por primera vez a los trece años en un casino. El otro, a los quince. Juan entraba porque, por su porte, parecía un hombre mayor. Federico apelaba al documento de su hermano mayor. Sus historias se espejan. Repiten los mismos patrones. El casino online potenció sus deterioros, pero la raíz es otra.
Juan se creía maduro y canchero por hacer planes de adulto a los trece años. Las salas de juego de los noventa no imponían restricciones celosas. Era una travesura esporádica. Terminó la secundaria en su provincia natal y se instaló a Córdoba por estudios. La transición del jugador recreativo al compulsivo fue gradual y destructiva. La mudanza profundizó su pulsión. La diversión se convirtió en adicción. Estudiaba, trabajaba y jugaba al rugby pero recortaba sus espacios ociosos para suministrarse una inyección de adrenalina en las salas de juego. “Al principio entendía que cuando llegara una gran ganancia iba a dejar de apostar. Me di cuenta, con los años, de que esa gran ganancia nunca iba a llegar y por más que llegara nunca iba a alcanzar a cubrir el daño económico, financiero, moral y cognitivo. Me destruyó en todos los aspectos el juego compulsivo”, revela.
Se cuestionaba la moralidad de sus actos. Convencía a su consciencia que lo que hacía, en efecto, era un mero juego de probabilidades. Ganar o perder era una arbitrariedad. Él compraba diversión. “Ese era mi autoengaño: yo en una sala de juego lograba olvidarme de mis problemas sin darme cuenta en realidad de que todo lo que conseguía era multiplicarlos, aislarme, poner en juego mi vida. Fueron muchas las noches de desvelo. Cuando entrás en ese vaivén de la apuesta, toda posibilidad es buena para saciar la sed de juego”, retrata. Cuando discutía con su novia, huía de su casa para jugar. Tal vez -pensó- el casino era un refugio, un recurso para amenizar la pena. Pero cuando atravesaba un idilio con su pareja, también huía de su casa para jugar. “Siempre encontraba un motivo para jugar, mi vida pasaba por jugar”, dice.
Su perdición eran las máquinas tragamonedas. Había entrado en un laberinto. Era híper productivo en el trabajo no por vocación ni compromiso: su propósito era ganar horas para internarse en el casino. Mató a familiares y amigos en sus excusas, planeó partidos de fútbol invisibles, festejó cumpleaños de quince inventados. La compulsión a la mentira es hija de la ludopatía. Su novia ignoraba su perturbación y tormento. Lo que invertía en su adicción era fruto de su trabajo. Cuando los fines de semana volvía a la casa de sus padres, sumaba un ingreso extra. Les robaba. “Yo sabía dónde estaba la plata de casa -aduce-. Lo que hacía era sacarle un porcentaje, un montoncito. Total, yo estaba solo dos días y cuando explotaba ya había vuelto a Córdoba. Siempre la culpa era de otro, nunca era mía porque mi vieja decía ‘el nene no puede llegar a hacer eso’”.
Su familia solicitó un crédito bancario para cubrir las pérdidas fantasma. Él había entrado en el ahogo financiero. No compraba comida para no despilfarrar sus restos. La desesperación no marida con el sigilo y la prolijidad. Las últimas licencias de Juan fueron más audaces y evidentes. Su mamá detectó una tendencia. La ecuación era simple: las desapariciones de fajos coincidían con las visitas de su hijo. Elaboró una estrategia de fácil constatación. Le regaló cien dólares. A los tres días se los pidió. Juan, al principio, dijo la verdad: no los tenía. Después de que su mamá comprobara su teoría, dijo una mentira: negó rotundamente su adicción al juego.
Sus pensamientos estaban cooptados por los compromisos sin cumplir y el caudal del déficit. Interpretó que la confrontación de su mamá le abría una vía de escape. Fue su salvación. Era el amanecer de 2007. Juan se entregó: aceptó la acusación y se dejó ayudar. Pero impuso una condición: asistiría un encuentro de jugadores anónimos en compañía de su papá, un adicto a la quiniela y derivados. “Voy si él también va”, sostuvo. El 7 de enero de 2007 acudieron a la primera reunión de grupo. Su papá lleva diecisiete años interrumpidos en abstinencia. Él completó solo trece: sucumbió en pandemia a la tentación del juego online.
Federico tiene un hermano tres años mayor. La fisonomía es semejante. En el casino de Puerto Madero nadie notó que él no era el del documento. Estaba en tercer año de la secundaria. Tenía quince años. Integraba un grupo de cinco amigos interesados en las apuestas. La primera vez jugó a la ruleta: eligió los números por cumpleaños familiares. Su estreno en el juego -interpretó- fue auspicioso, angelado. Ganó setecientos pesos. “Listo, ya tengo para irme a bailar”, dijo satisfecho. El plan combinaba el casino con el boliche. “Me acuerdo de estar contento de la vida porque había ganado. Pensé ‘es la mía, debe ser una boludez esto’”, relata.
Empezó como empiezan los vicios: disimulado, camuflado en el sentido recreativo, lento. La compulsión no fue inmediata. Tenía su propio dique moral. La frontera del “hasta acá” se fue diluyendo. Estudiaba y a la par trabajaba en la fábrica de su papá. Cobraba los viernes. Los domingos ya no tenía más plata. Su sueldo se escurría en la canaleta del juego. Los regalos de sus abuelos, los préstamos de sus amigos, nada le duraba. La facultad le quedaba cerca del casino. Ya mayor, sin documento prestado, no debía incurrir en falsedades: a sus papás les contó, algún sábado equis, que a veces iba al casino. No reconocía que era una visita periódica: “Les decía que me iba a juntar a cenar con mis amigos. No comía en mi casa y en mi cabeza pensaba hacerlo en el casino. Pero en realidad nunca comía: entraba y me ponía a jugar. Mi idea era comer, pero una vez que entraba no quería gastar en algo que no fuese el juego”.
Lo suyo era el blackjack. En menor medida, punto y banca y las máquinas tragamonedas. Sus límites habían dejado de ser soberanos: dejaba de apostar cuando perdía su capital y cuando había agotado las excusas para escaparse. Invocó incontables veces a accidentes o ruedas pinchadas para justificar su ausencia en cenas o reuniones familiares. Si disponía de crédito en su cuenta, le resultaba imposible irse del casino. Estaba acorralado en un espiral vertiginoso. Lo sabía tanto como lo ignoraba.
Tuvo que concebirse un virus mortal en un mercado o laboratorio chino para que Federico iniciara un proceso de abstinencia forzada. La oferta de casinos online, innovación parida por la pandemia, lo excluía porque al trabajar en la fábrica de su papá no disponía de tarjetas de débito o crédito. Pero en 2021 cambió de empleo. Decretó, así, su pronunciada pendiente adictiva. “No sé qué tenía, no sé qué me gustó de eso, pero estaba ahí metido y no me importaba más nada”, grafica. Nunca retiró dinero. Sabía inconscientemente que iba a desperdiciar todo lo que ganara. El fútbol era su expertise. De Argentina, de Europa, de PlayStation, de futsal: apostaba hasta por el equipo en el que jugaba y si ganaba, ganaba dos veces. Gritaba los goles de cualquier equipo como si fueran del suyo. “Creo que sé de fútbol pero como no tengo un límite, no lo puedo usar para apuestas”, admite.
La curva descendente de su deterioro social y cognitivo encontró su piso en mayo de 2021. Ya no elegía visitante, local o empate porque no podía esperar dos horas de partido para recuperar lo perdido. Sus apuestas eran inmediatas y sustanciosas. Quería ganar ya y mucho. Una jugada de blackjack fue la última. “Había perdido todo. Exploté. No aguanté el llanto. Me vieron mis papás. Tenía que ir a entrenar. Me subí al auto con ellos. Me preguntaron qué me pasaba. Yo no les quería decir. Estuve quince minutos llorando y en silencio. Hasta que se los dije”, relata. La confesión reseteó su vida: empezó terapia y el 28 de mayo de 2021 se presentó en Jugadores Anónimos. Supuso un acto de conciliación, una tregua familiar, no una decisión orgánica. Internamente sabía que volvería a jugar. Estaba esperando el momento. Hilvanó una secuencia fecunda: el prode del mundial de Qatar, el pozo ganado, las loas al campeón, la invitación de su amigo, la victoria de Racing a Boca, la sensación de invencibilidad. La recaída de Federico fue devastadora.
Son dos casos entre tantos. Representan la voz de un drama moderno. Las apuestas deportivas online elevan a la máxima potencia la vulnerabilidad de los ludópatas. El fenómeno es perverso y coral. El fútbol desplegó la alfombra para su desembarco. En 2021 comenzó a proliferar la legalización del juego online, con regulaciones específicas que imparten requisitos técnicos a los operadores. La penetración es de alcance nacional, pero cada jurisdicción establece sus normativas. La oferta es masiva y, en su mayoría, ilegal. Se estima que el mercado convocó a más de veinte millones de personas en el país. No todos son jugadores, no todos pierden; también se reproducen los cajeros o recaudadores clandestinos, aquellos que reciben la transferencia y cargan el crédito de las fichas. Para ellos es un trabajo. Es una industria adherida al tejido social. En 2022, según información de la AFIP, el sector generó ingresos por aproximadamente 2.500 millones de dólares, lo que representa un aumento anual del 80% respecto a balances anteriores.
Es un bombardeo y el fútbol, el mejor canal de promoción. Roberto Parrotino, periodista y autor de notas de referencia, tituló “Casino portátil fútbol club” un artículo publicado en Tierra Roja. Las casas de apuestas deportivas se muestran en las camisetas de River, Boca, Racing, Rosario Central, Newell’s, Unión, Estudiantes y Vélez; en los banners de la Liga Profesional de Fútbol, de la Asociación del Fútbol Argentino y de la selección argentina; en las promociones de periodistas de prestigio; en las publicaciones de los influencers más convocantes. “¡El domingo juega Racing! Registrate ahora y accedé a una supercuota exclusiva para el próximo partido. ¡Podés ganar hasta x20 de tu apuesta!”, tuiteó la cuenta oficial del club el 26 de mayo de 2023. La consultora Seenka realizó un relevamiento en los canales deportivos de la tevé argentina en abril y mayo del año pasado: descubrió que el 66,6% de la publicidad lo cubrían dieciséis sitios de apuestas.
Es una práctica heredada de Europa. Las regulaciones vigentes en el país no accionan sobre las publicidades. En España está prohibido que una casa de apuestas sponsoree las camisetas de los clubes y las promociones se transmiten en horarios no aptos para menores. La medida actuó como morigeración del impacto social y como coto para la monopolización del mercado: solo un club de la máxima categoría no tenía en su camiseta una casa de apuestas online. En Inglaterra establecieron que a partir de la temporada 2026/2027 ningún casino online podrá patrocinar el frente de las camisetas de la Premier League: fue un acuerdo entre las instituciones. El año pasado ocho de los veinte clubes de la primera división tenían como main sponsors a casinos online. Son los primeros “no” corporativos del fútbol.
Los episodios que involucran a futbolistas apostadores y a partidos amañados resienten la integridad de la competencia deportiva. Iván Toney, tercer máximo goleador de la liga inglesa el año pasado, estuvo ocho meses sin jugar por quebrantar las regulación del juego en 262 ocasiones. Kevin Lomónaco, defensor argentino surgido en Lanús y actualmente en Tigre, podrá volver a competir en mayo luego de que se cumpla la sanción de diez meses impuesta por la FIFA en el marco de una investigación de la Confederación Brasileña de Fútbol por manipulación de partidos en el ámbito local. Sandro Tonali, volante italiano por el que el Newcastle inglés pagó setenta millones de dólares, recibió el mismo castigo (no estará disponible hasta agosto) luego de reconocer ante la casa madre del fútbol mundial que apostó por el Milan, club en el que jugaba. El Porvenir, institución de la primera C del fútbol argentino, denunció en 2022 ante la AFA y la Justicia que sospechaba que algunos de sus jugadores habían sido corrompidos por casas de apuestas. Claudio Leguizamón, capitán de JJ Urquiza, club de la cuarta categoría nacional, expresó en sus redes sociales en junio de 2023: “Recibimos un llamado de unos apostadores para perder. El grupo le dice un no rotundo. (...) Nosotros, los laburantes del ascenso, vamos a seguir buscando nuestros sueños por más apostadores y corruptos que se crucen en nuestros caminos”. La firma tenía el hashtag “no maten el fútbol”.
El caso de Valentín Torres Erwerle es paradigmático. Su carrera es corta: tiene apenas 19 años de vida y tres como creador de contenidos en redes sociales. Su tesis es el fútbol. Empezó en Twitter. Siguió en Instagram, TikTok y YouTube. Sus seguidores se miden en cientos de miles. Apostó una sola vez: le jugó a una victoria del Liverpool sobre el Manchester City por la fecha 32° de la Premier League en la temporada 2019/2020. El Liverpool había perdido un solo partido de liga hasta entonces. Ese día cayó 4 a 0. Valentín nunca más volvió a jugar. Lo recuerda con gracia.
“Mis compañeros estaban en clase de geografía festejando córners de la Liga de Baréin”, grafica en diálogo con Infobae. Egresó de la escuela secundaria en 2022. Eran casos contados los amigos que no habían incursionado en las apuestas deportivas. “No aportaban grandes cantidades. Pero era realmente todo el tiempo. En clase o en juntadas se ponían a ver partidos de fútbol o de tenis totalmente intrascendentes. Tengo un amigo que me decía todos los días ‘no apuesto más, no apuesto más’ y cuando lo volvía a ver me contaba ‘no sabés, me gané cinco mil pesos en un partido de la liga italiana’”.
Su interés se había evaporado rápido. Había sido solo un espasmo de curiosidad. Vio, a su alrededor, la propagación de un fenómeno ajeno. Parió una visión crítica y vislumbró el riesgo. Un adolescente de 17 años le envió un mensaje por Instagram que decía: “Hace tiempo empecé a apostar cosas de fútbol y perdí muchísimo dinero. Ya no sé qué más hacer para poder seguir apostando. Vivo mal, sin motivación, sin ganas de hacer nada. Tengo la misma edad que vos y literal no me puedo concentrar para estudiar en el secundario porque todo el día pienso en quitarme la vida como solución a las apuestas de mierda”. Ese relato lo conmovió. Tomó una decisión moral: nunca promocionar casinos online en sus redes sociales. No juzga a quien sí lo hace. Su posición la hizo pública el 30 de mayo de 2023 en un video de nueve minutos de duración.
Todos los días le escriben por correo o por mensaje directo desde cuentas no verificadas. “Son realmente insistentes”, lamenta. Recuerda uno de los ofrecimientos: cuatrocientos dólares por diez tuits a cobrar por adelantado. Admite que era una cifra tentadora, dado que no obtiene cuatrocientos dólares “tan fácil”. “No creo que mi postura haya cambiado algo -sostiene-. Pero al fin y al cabo me siento más tranquilo sabiendo que no voy a llevar a mis seguidores por un camino que no me gusta”.
El flagelo tiene sus preferencias. Se dirige a consumidores púberes: adolescentes, estudiantes. No es restrictivo que sean menores de 18 años: la adulteración de la identidad es sencilla. La ciberludopatía infantojuvenil es el marco. No precisan plata física. No toman dimensión de cuánto vale lo que apuestan. Creen que el dinero es etéreo y lo arriesgan sin contexto. En el colegio se contagian y se potencian. Al principio se divierten. Después se obstinan. Daniela Leiva es profesora de historia de una secundaria platense. No es experta pero es curiosa. Identificó el tormento entre sus alumnos. Recogió testimonios de docentes que la contactaron: el estudiante de apariencia calma que estrelló su teléfono contra el piso del aula luego de haber perdido cuarenta mil pesos en una combinada; los compañeros que compartían gastos alrededor de un celular y en un recreo le confesaron a una profesora que llevaban treinta mil pesos abajo; el avispado con billetera virtual que levanta apuestas y cobra diez por ciento de comisión; los que tiene prohibido el uso del teléfono en el colegio y en vez de apostar online, juegan al truco, al uno o al cubo rubik por plata.
Hay autoridades de colegios secundarios que convocan a especialistas en la materia para recibir asesoramiento. Solicitan capacitaciones, incluyen el tema en las jornadas de ESI, envían notas de advertencias a los padres. Martín Miseta y Débora Blanco, expertos y conferencistas, hablan de un cambio de paradigma. “Reina la idea del todo fácil, todo rápido, todo ya, todo ahora. Los chicos tienen la fantasía de que con eso se van a salvar”, dice el licenciado. “Es todo distinto ahora. ¿Cómo juegan los niños? ¿Cómo nos comunicamos? ¿Cómo se trabaja hoy? Creo que estamos siendo testigos de una modificación de las formas y no sabemos bien de qué se trata hoy vivir. Algunas cosas están todavía muy confusas, en deconstrucción”, dice la experta.
Los dos acumulan veinte años de experiencia en el abordaje de la ludopatía. “De todas las adicciones que conocí, la más difícil es el juego. El juego te barre con todo, te lleva puesto. Si un padre de familia jugara y perdiera todo, su familia no tendría cómo sustentarse. Distinto es con el alcohol o las sustancias, donde el afectado solo es el consumidor”, valora Miseta y agrega: “Se trata, además, de una de las enfermedades más complejas porque es multidimensional: es psicológica, es genética, es antropológica, es sociológica, te agarra por todos lados. Y la tenés que tratar de la misma forma”. Blanca, por su parte, identifica un rasgo identitario en este flagelo: “Vi y sigo viendo a un montón de personas con problemas de juego, pero lo que está pasando ahora es inédito: son pibes, pibes que empiezan tratamiento con tremendas deudas de juego, pibes que no deberían jugar porque son menores de 18 años, pibes con mucha culpa y vergüenza, pibes prestamistas, pibes que se suicidan, padres que no saben qué hacer. Es muy preocupante”.
Para el jugador social, la apuesta es un canal de entretenimiento. Siente lo mismo que cualquier otra actividad ociosa: jugar al fútbol, ir al cine, cenar con amigos. Lo percibe como un instante de placer, de recreación. Y lo respeta: estipula con anticipación un cálculo de tiempo e inversión y lo cumple. “En el ludópata esto es absolutamente distinto. Estamos hablando de un adicto, alguien que lo hace porque está buscando sanar algo que le duele. Hay un dolor en la vida de esa persona que no está pudiendo resolver”, entiende Débora Blanca. Martín Miseta coincide: “Lo que hace el apostador con el juego es calmar un ratito su dolor. En general, tienen personalidades desestructuradas de tipo narcisistas. Algunos autores dicen que lo que hay es una falta básica en la personalidad; otros hablan de una falta de estructuración de confianza básica. Necesitan poner algo en el afuera, algo que calme esa falta. En esa adrenalina de ganar y perder es donde tapan su parte emocional, su angustia, su dolor, su malestar”.
Para Blanca esto es solo el inicio de una decadencia anunciada. Distingue la consolidación de una nueva camada de adicciones alineadas a un mismo concepto: el universo online. Enumera a la ludopatía, las redes sociales, las compras, el trabajo, el teléfono celular. Miseta reflexiona en sintonía y traza una proyección pesimista: “¿Dónde está el punto de inflexión en esto? No lo veo. Creo que está en plena escalada. Esto se va a incrementar y cada vez más los chicos buscan una solución fácil. No tomamos real dimensión de este problema y lo estamos exacerbando”, advierte.
Repiten, en su análisis, una característica común: la transversalidad. “Hace varias décadas atrás estaba reservado a los empresarios, los diplomáticos, al casino no entraban mujeres, salvo que fueran las amantes o las hijas de esos hombres. Después las mujeres también empezaron a jugar. Pero eran adultas. Después la gente que no tiene un mango y se juega el sueldo”, dice la experta. El juego ya no discrimina género, edad ni estatus. “No tiene que ver con una clase social. Esto es absolutamente estructural, cultural. Pero cuanto más plata tenga la familia, más complejo es. Aunque se tiende a pensar que es al revés, los chicos que tienen falencias estructurales en familias de mucho dinero son los que más apuestan”.
Juan ahora tiene su casa, su auto, su moto. Pero podría tener dos casas, dos autos, dos motos si no hubiese apostado. En trece años de abstinencia recompuso su matrimonio, ascendió en el trabajo, creció económicamente. En el último diciembre, luego de casi cuatro años, canceló las deudas patrimoniales que habían ocasionado esas tres semanas de pandemia. Lo que le resta saldar son las deudas morales. Transita el noveno de los doce pasos del programa de recuperación de Jugadores Anónimos. Ahora invierte en ocio compartido en aquellos que quedaron dañados por su desenfreno adictivo: “Trabajo para recompensar. Primero porque entendí que la única forma de hacer plata es laburando, que no hay recetas mágicas y que el juego nunca me va a salvar. Cuando tengo la posibilidad de generar algún ahorro importante, trato de vincular a toda la familia, festejar los cumpleaños todos juntos, irnos de vacaciones. Cosas que antes para mí eran impensadas”. Ellos lo llaman indemnizar.
Lo peor que perdió no fue el dinero, sino el tiempo. “Me pasé toda mi vida dentro de una sala de juegos y me perdí de disfrutar de mi vieja, que se murió y no me pudo ver recuperado como estoy ahora. Perdí tiempo con mi familia, perdí tiempo de ser productivo”, explica. La pulsión energética persiste en su organismo. Él considera que tiene una personalidad proclive a la adicción. Con la ludopatía en proceso de sanación, dedica sus impulsos al plano laboral. “Ahora soy adicto al trabajo, pero prefiero un millón de veces que mi adicción pase por estar doce horas en un escritorio tomando decisiones y no enfrente de una pantalla o asistiendo a una sala de juego”, valida.
El juego online, según la mirada de los especialistas, es una enfermedad silenciada. Martín Miseta habla de un mal invisible, que se exterioriza a través de un patrón de conductas solapadas. Débora Blanca distingue ese vestigio imperceptible de la adicción en la normalización y naturalización del juego a escala social: “No es cierto que es más inocuo que el alcohol o la cocaína. No es inocua la apuesta porque la persona lo que está viendo ahí es la posibilidad de ganar plata rápido y fácil. Esto es una trampa. ¡Tenemos que hablar más sobre esto!”.
Hubo una vez en la que Juan ganó mucha plata en el casino. Fue en 2006. Estima que la ganancia habrá sido doce veces su sueldo. Salió de la sala de juego con suficiente dinero como para comprarse un auto. Recuerda que, por entonces, le daban billetes de cincuenta pesos. Nunca se lo contó a nadie. Lo calló. No pudo justificar semejante ingreso en su casa. Guardó los fajos en una valija. Él, que había previsto dejar de apostar cuando obtuviera una tajada sustancial, volvió a jugarlo y a perderlo en tres días. “Disfrutaba más de perder que de ganar. No sé cómo explicarlo. No tiene una explicación lógica”, insiste.
Prometió, en su segundo proceso de recuperación, hacer algo que nunca había hecho: decir la verdad. Ya no asume como un signo de debilidad confesar en su grupo de terapia o en el seno de su familiar “hoy tengo ganas de jugar”. Admite que la competencia es parte viva de su instinto y lo traduce: “Si alguien me dice ahora que va a organizar un campeonato para ver quién escupe más lejos, yo lo juego. ¿Se entiende?”.
Federico no lo haría. Su carga adrenalínica depende del grado de la apuesta. “Tiene que ser algo que me duela perder, que me lastime. Si hoy jugara cien pesos, no me generaría nada”, explica. Se preguntó infinidad de veces por qué apostaba. A su almohada, a su psicóloga, a un terapeuta familiar. No halló ni elaboró una respuesta. Dejó de castigarse con esa duda: “Solo sé que si juego hago desastres”. En eso anda. No volvió (aún) con su novia. Cuida su silla y su periodicidad en los grupos de ayuda. Progresa en el trabajo y en las relaciones humanas. Entrena y juega futsal. En enero celebró las primeras vacaciones de su vida pagadas con sus ahorros. Dispone de tiempo y claridad para imaginar situaciones aleatorias sin la tortura del juego. “No andar pensando todo el tiempo en apostar es maravilloso”, define.
La semana pasada se sorprendió. Sus papás organizaron una cena familiar en un restaurante. Él fue. Eso ya era extraño: antes elegía quedarse en su casa encerrado en su teléfono celular. Pero no fue eso lo que le sorprendió. Federico, de repente, interactuaba con el entorno. Sus papás estaban contentos porque esa noche su hijo hablaba.