Después de una exhibición en Londres, René Lavand se quedó – como muchas veces hacía – conversando con el público. Un muchacho joven, que se confesó maravillado por su habilidad con las cartas, levantó la mano y le preguntó:
-¿Qué hay que hacer para conseguir hacer la magia de forma tan profunda y personal como usted?
El ilusionista argentino pensó unos segundos, con la manga derecha del saco, vacía, metida en el bolsillo, y le contestó:
-Pierda una mano.
Cuenta su colega español Woody Aragón, que también estaba entre el público, que la gente se rio, creyendo que se trataba de una broma de Lavand sobre su propia discapacidad. Sin embargo, en esa respuesta – muy seria - radicaba la clave a partir de la cual el argentino había construido una carrera espectacular y despertado la admiración de sus colegas de todo el mundo, hasta el mismísimo David Copperfield.
Lavand lo explicaba así: “Tuve la suerte de no poder copiarle a nadie. Porque no hay libro ni maestro que te enseñen técnicas para mano izquierda, así que tuve que hacerme autodidacta. Porque yo tenía la suerte de tener una sola mano. Y así surge el estilo, la personalidad, lo que no se puede copiar”, contó en “El gran simulador”, el documental que Néstor Frenkel sobre su vida.
A René Lavand no le gustaba que lo llamaran mago, ni tampoco prestidigitador. Quería que lo consideraran un ilusionista. “Ilusionismo, ilusión, ¡qué bien suenan estas palabras! Me gustan más que magia, magos, prestidigitación, prestidigitadores. Me gustó el término de por sí y, además, a mi juicio, es el que más se adapta para calificar nuestro arte, pues somos precisamente eso: creadores de ilusiones. ¡A lo que puede hacernos llegar una ilusión!”, decía.
Héctor René Lavandera, que así se llamaba en los documentos detrás del nombre artístico que había construido omitiendo el primero de sus propios y acortando el apellido, sabía muy bien de lo que hablaba, precisamente porque él mismo era el resultado de una ilusión que había acunado desde chico, quizás desde el día mismo en que perdió su mano derecha en un accidente.
“No cruces la calle”
Nació en Buenos Aires el 24 de septiembre de 1928, de una madre maestra, Sara, y un padre zapatero, Antonio. Héctor también tenía una tía, Juana, que fue la primera que lo puso en contacto con el mundo de la magia – del ilusionismo, diría después Lavand – al llevarlo a una presentación del mago Chang.
Tenía 7 años y esa tarde vivió una mezcla de fascinación. Lo que lo fascinó fue la habilidad de ese hombre de rasgos orientales para hacer trucos con las manos; la desesperación, porque no podía descubrir cómo los lograba.
Casi al final del número – esto podría leerse como una leyenda, pero lo contó el propio ilusionista muchos años después – la desesperación pudo más que todo y lo hizo gritar: “Que lo haga más lento”.
Lavand no contó, en cambio, respondió a su pedido, o si siquiera lo escuchó, pero del recuerdo de ese lejano episodio, nació su frase más famosa, esa que repetía después de muchos de sus trucos con las cartas: “No se puede hacer más lento”.
Ese mismo año la familia se mudó a Coronel Suárez, donde el padre zapatero consiguió un nuevo trabajo, como viajante, y la madre maestra se puso al frente de un aula en otra escuela. Por entonces, Coronel Suárez era un pueblo tranquilo del interior bonaerense, de modo que Sara le permitía a Héctor salir de la casa con una sola recomendación que no olvidaba repetir todos los días: “¡No cruces la calle!”.
Era un chico obediente, pero una tarde del Carnaval de 1937 algo tentó al grupo de amigos con que estaba jugando a cruzar a la vereda de enfrente. Todos llegaron a salvo menos Héctor, que cayó sobre el asfalto atropellado por un auto que, además, le pasó con una de sus ruedas sobre el brazo derecho y se lo destrozó.
En la clínica quisieron cortarle el brazo entero por temor a que se gangrenara, pero un cirujano ortopedista le salvó una parte: solo le cortó el antebrazo y la mano. Héctor era diestro y tuvo que aprender todo de nuevo: a escribir, a prenderse los botones de la camisa, a atarse los zapatos, a jugar al ping pong y a la paleta e, incluso, a hacer los trucos de magia que venía intentando desde el día que había quedado fascinado por el mago Chang.
Tenía 9 años y le llevó mucho tiempo construir la habilidad de la única mano que le quedaba. Lo de las cartas le resultó muy difícil: se le caían, no podía manipularlas bien, pero no se dio por vencido. Incluso se consiguió un libro de trucos que leía con avidez: “Secretos de Cartomagia”, de Joan Bernat y Esteban Fábregas.
Muchos años después, Lavand contó la tristeza que podía ver en la mirada de su padre cuando lo veía leer ese libro. “En sus ojos podía leer sus palabras: ‘Pobre hijo mío’. Él sabía, tanto como yo, que ese libro estaba escrito para hombres con dos manos. Pero lo que él no sabía era de lo que yo iba a ser capaz”, recordó en una entrevista con la revista “Orsay”.
Antonio, el padre zapatero y viajante, nunca llegó a saberlo, porque murió de cáncer en 1955. La familia ya vivía en Tandil, donde Sara trabajaba como maestra y Héctor había entrado a trabajar en un banco.
Nace René Lavand
Para entonces, Héctor manejaba su mano izquierda con enorme habilidad. En el banco contaba dinero, escribía a máquina y hacía cuanta tarea se podía hacer con una sola mano. En los ratos libres, sacaba del cajón de su escritorio un mazo de cartas y deslumbraba a sus compañeros con sus trucos, que renovaba una y otra vez.
Uno de esos compañeros le sugirió que montara un espectáculo con sus números de cartomagia y también le consiguió un contacto en el Hotel Continental, donde debutó ante un público que no superaba las cincuenta personas, casi todas ellas conocidos y amigos que fueron a hacerle el aguante.
En poco tiempo se corrió la voz y trabajaba a sala llena. También se animó a más: se inscribió en un concurso de ilusionismo que se iba a realizar en Buenos Aires y lo ganó. Con eso se le abrieron las puertas al mundo del espectáculo, con presentaciones en varios teatros porteños.
Corría 1960 y Héctor René Lavandera decidió que para darle impulso a su carrera debía buscarse un nombre artístico. Eligió jugar con los que ya tenía y así nació René Lavand, como se lo presentaba en los afiches y avisos publicitarios del Teatro Nacional, del Tabarís y también en la tele – ese medio que estaba revolucionando los hogares argentinos -, donde debutó en uno de los programas más vistos, “El show de Pinocho”, que conducía Juan Carlos Mareco.
Su espectáculo iba mucho más allá de un simple número de cartomagia o ilusionismo, porque mientras desarrollaba sus trucos con música de Beethoven, Bach o Andrés Segovia de fondo, Lavand citaba a escritores famosos o contaba historias que le aportaban dos grandes amigos y colaboradores, Rolando Chirico y Ricardo Martín.
En tono calmo, mientras su mano jugaba con las cartas, Lavand contaba la historia del fullero griego, que usaba para su truco de poner las cartas en blanco; la del pistolero Cumanés para otro juego de cartas, o recitaba un poema que adjudicaba al chino Li Po para adornar el número que hacía con tres migas de pan y un pocillo de café.
Lavand no solo asombraba con su habilidad de ilusionista sino también con su calculada – pero nunca rimbombante - teatralidad y una cuidadosa creación de climas que capturaban al público.
Uno de los momentos culminantes era cuando hacía el juego donde separaba las cartas rojas y las negras. Lo repetía cada vez a menor velocidad, para que el público se desesperara tratando de encontrar el truco, igual que aquel pequeño Héctor que se había fascinado con el mago Chang. Cuando lo remataba con la frase que todos esperaban: “No se puede hacer más lento”, la sala siempre se llenaba de aplausos.
(Pequeña aclaración del cronista: aquí no se contarán los trucos, porque eso no tiene la más mínima gracia: hay que verlos. Los lectores que se interesen pueden encontrarlos en grabaciones que están disponibles en Youtube).
De Argentina al mundo
Pronto los teatros de Buenos Aires, las giras por el interior y las presentaciones en programas de televisión le empezaron a quedar chicos a René Lavand. Era hora de conquistar el mundo y el primer paso fue una gira por México, que luego repitió en otros países de América latina. En Colombia hizo una función privada para el jefe del Cártel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, y sus invitados.
La consagración internacional le llegó cuando se presentó en Las Vegas y lo vio uno de los productores del programa de Ed Sullivan. Tuvo una audiencia de 50 millones de espectadores, maravillados por ese ilusionista que hacía todo con su mano izquierda mientras guardaba la manga vacía del saco dentro del bolsillo derecho. “Nunca olvidaré la cara de Sullivan y el asombro de quienes nos rodeaban. Un norteamericano llevando a la televisión a un prestidigitador manco... Era como presentar a un bailarín rengo”, relató después.
Después de eso, saltó a Europa de la mano de otro ilusionista, el español Juan Tamariz, que lo llevó primero a Madrid y más tarde a Francia y Alemania donde, a pesar del impedimento del idioma, trabajó a salas llenas.
De sus presentaciones en Madrid, queda un secreto que reveló Ricardo Sánchez, el propietario de Magia Estudio: “Lavand medía sus sesiones de magia con una copa de vino. Empezaba con una llena y se la iba bebiendo con cada juego. Y cuando acababa la función, coincidía con la copa vacía. Es una forma fantástica de medir el tiempo de una actuación”, contó.
David Copperfield, el más famoso de los ilusionistas de la época, fue a ver a ese enigmático colega manco cuando se presentó en Lausanne. Al final de la presentación, se acercó a saludarlo y le dijo que le resultaba admirable. Lavand se lo agradeció, pero más tarde dijo: “Me hizo sentir muy halagado, por más que Copperfield no tenga nada que ver con lo que yo hago. La diferencia es abismal. Él viaja con cinco toneladas de equipaje y yo con cincuenta gramos, lo que pesa una baraja; él viaja con miles y miles de dólares en materiales y yo con cinco dólares, que es lo que cuesta una caja de cartas”.
Lavand volvía siempre a su querido Tandil, donde vivía con su esposa Nora. La fama nunca se le subió a la cabeza y se divertía enseñando sus trucos en “Pata de Fierro”, un vagón de ferrocarril que compró y adaptó como salón de magia.
Héctor René Lavandera, aquel chico manco que se convirtió en René Lavand, murió de neumonía en Tandil el 7 de febrero de 2015.
Pese a la humildad con que siempre tomó su éxito, se sabía un verdadero artista. Así lo dijo en una de sus últimas entrevistas: “¿No le parece curioso que la gente pague para que la engañen? A mí me parece bello. Todas las artes mienten. Yo no le creo a ningún poeta, pero me encanta que me mientan. Lo dijo Picasso: La única misión del artista es convencer al mundo de la verdad de su mentira”.