Por aquellas vueltas de la vida, la chica de 24 años se ganaba la vida en un show bastante modesto en el cabaret Happy Land, ubicado sobre la avenida Central, en la ciudad de Panamá. Regenteado por Lucho Donadio Demare ella, que en ese momento no tenía trabajo, había sido contratada por Joe Herald, un bailarín y cantante aparentemente argentino que se hacía pasar por cubano, que en su momento se había radicado en Caracas y que había armado un cuerpo de coristas, con los que montaba sencillos espectáculos en diversos clubes nocturnos.
La chica, María Estela, se hacía llamar Isabel Martínez. Había nacido en la ciudad de La Rioja el 4 de febrero de 1931. Su papá Carmelo Martínez era un bancario que había sido enviado a esa provincia, y su mamá se llamaba María Josefa Cartas. Cuando tenía siete años su papá falleció y en Buenos Aires el matrimonio conformado por Isabel Zoila Gómez y José Cresto, a cargo de una escuela espiritista que funcionaba en la calle Tinogasta, la crió como hija propia.
Estudió danza, piano, canto, inglés y francés. Bailó en el Teatro Cervantes, con el que recorrió el interior del país y en 1953 fue su debut como bailarina en el grupo folklórico de Jesús Redondo. A propuesta de éste, adoptó el nombre artístico de Isabel Martínez, aunque se asegura que quiso usar el nombre de su mamá adoptiva, quien la habría iniciado en los secretos del esoterismo.
Esa chica agradable, menuda, luego se sumaría al ballet de Faustino García, un empresario español quien sería palabras mayores en la puesta de zarzuelas y operetas.
Ahí fue cuando ella, con el cuerpo de baile, inició una gira por América Latina, desconociendo lo que el destino le depararía. En Chile se acopló a la compañía de ballet español de Gustavo de Córdoba y de la madrileña Amalia de Isaura, con el que recorrió, además del país vecino, Perú y Ecuador.
Cuando dejaron de realizar las presentaciones en Medellín, el ballet se disolvió y fue cuando Herald la contrató para que trabajase en Panamá. Y hacia allí fue.
En 1955 Juan Domingo Perón, cuando fue derrocado por un golpe militar, emprendió un largo exilio. Se había establecido en Paraguay, pero por presiones del gobierno argentino debió dejar ese país. Tenía intención de ir a Nicaragua, donde el dictador Anastasio Somoza declaró recibirlo con gusto, pero prefirió quedarse en Panamá.
Allí eligió hospedarse en el Hotel Washington, de Colón, pero como era propiedad norteamericana -había sido levantado cuando se construía el canal- un senador de ese país protestó y Perón debió hacer las valijas y ocupar una suite en el Hilton de la capital. Allí conoció a Eleanor Margaret Freeman, una norteamericana que trabajaba en una cadena de restaurantes en Chicago. Se hicieron más que amigos. Con ella, practicó el inglés y él devolvía el favor con lecciones de español. Iban a la playa, a cenar y ella no se quería volver cuando terminaron sus vacaciones. Hubo presiones del Departamento de Estado para que la familia denunciase un presunto rapto por parte de Perón. A la chica no le quedó más remedio que volver a su país.
Finalmente, Perón y su séquito se instalaron en un departamento en el Edificio Lincoln. Allí, un 23 de diciembre un cubano enviado por Joe Herald, llevó el siguiente mensaje: que un grupo de coristas le querían dedicar la velada de la víspera de la Navidad.
Así fue como el ex presidente asistió a un local nocturno que ofrecía un espectáculo de ballet folklórico argentino. Al final de la actuación saludó a los artistas, todos bailarines jóvenes que estaban en una gira que debía terminar en Estados Unidos. Una de las chicas era Isabel, quien quedó encandilada con Perón.
“¿Sabe mi General, que yo he contraído una promesa que debo cumplir, apenas lo vea? -dijo Isabel. “Cúmplala, entonces”, respondió. Isabel lo abrazó con sumo afecto.
Ella, que comenzó a faltar a las funciones en el club nocturno, iba a visitarlo, aparecía por el departamento sin anunciarse. Un día le confesó su idea de dejar la compañía y le preguntó a Perón si no necesitaba una secretaria. El le respondió que sí, pero que no tenía dinero para pagarle. A ella no le importó. Él la desafió: si se animaría a probar todos los días su comida, ya que temía ser envenenado. Ella aceptó y desde entonces vivió con Perón.
A Isabel la describieron como una chica muy linda y extremadamente discreta y para el entorno de Perón era un servicio enviado por los militares que lo habían derrocado. Según Ramón Landajo, uno de sus incondicionales, el general también sospechaba de ella. En los primeros tiempos, ella comía sola en la cocina hasta que fue incorporada a la mesa como una más. Isabel dormía en el mismo departamento, pero en un cuarto separado, destinado al servicio doméstico.
Uno de sus primeros trabajos como secretaria fue el de pasar en limpio “La fuerza es el derecho de las bestias”, un libro en el que analizó tanto su gobierno como el que lo había derrocado. Lo había comenzado a escribir en Paraguay y el título lo tomó de una frase de Marco Tulio Cicerón.
Cuando debió dejar Panamá, país que le prohibía ejercer actividades políticas, se volcó por Venezuela. Isabel protestó porque conocía el país y consideraba que la seguridad de Perón estaría en peligro. Se establecieron en agosto de 1956 y la chica debió soportar la resistencia del entorno, quien quería desplazarla. Tuvo la suerte de hacerse amiga de Olga, la esposa de Roberto Galán, quien le insistía a Perón que legalizase su situación con Isabel.
Perón mantenía en su mesa de luz un retrato de su segunda mujer. “Nunca podré olvidar a Evita”, repetía.
Primero fue un atentado contra su vida y luego un golpe contra el gobierno de Pérez Jiménez, lo que lo convenció de dejar el país e instalarse en Ciudad Trujillo, en República Dominicana. Perón e Isabel vivieron en el Hotel de la Paz y luego se mudaron a una casa. A esa altura, Perón la mencionaba como “Chabela” y compartían salidas a la playa, al cine o a cenar.
El 26 de enero de 1960 partieron a España. El 5 de enero de 1961 se casaron y no se sabe si fue en la iglesia de la Virgen de la Paloma o en la casa de Francisco José Flores Tascón, médico y amigo de Perón.
En 1958 murió su mamá adoptiva, pérdida que la afectó mucho. El padre estuvo viviendo un tiempo en Puerta de Hierro, y se dedicaba a atender el teléfono y preparar asados. Perón decía de él que era “más bruto que un huevo de yegua”.
En abril de 1964 compraron una quinta en el barrio Puerta de Hierro. Ella tuvo su prueba de fuego en octubre de 1965 cuando su marido la envió a la Argentina para neutralizar los esfuerzos del sindicalista Augusto Vandor de armar un peronismo sin Perón. Viajó con un manual de instrucciones que su esposo le escribió. Estuvo nueve meses en el país y su misión tuvo éxito.
El 3 de septiembre de 1971 le devolvieron a Perón el cadáver de su segunda esposa. Isabel ya estaba bajo el influjo de José López Rega, quien habría practicado ritos con el cadáver de Eva para pasarle a Isabel los atributos que la caracterizaban en vida. El 17 de noviembre del año siguiente regresó al país y el resto es historia conocida. Las elecciones del 11 de marzo de 1973, el cortísimo gobierno de Cámpora, su renuncia y la consagración, el 23 de septiembre, de la fórmula de Perón-Perón.
El 12 de octubre de 1973 María Estela Martínez de Perón juró como vicepresidente, mientras su marido presidente, de 78 años, luciendo por primera vez su uniforme militar desde 1955, permanecía a su lado. Imaginaba para ella funciones protocolares y representaciones en viajes al exterior. De todas formas se opuso a que ocupase una oficina en Casa Rosada, quería que se instalase en el Senado, y aprendiera a hacer política.
Cuando su marido murió, se convirtió en la primera mujer en llegar a la presidencia, en tiempos muy complicados por la economía y por la imparable violencia que se vivía. La insólita influencia de López Rega fue clave en el rápido desgaste de su gestión que un golpe militar puso fin el 24 de marzo de 1976. Una vez liberada por los militares, culminó la vida pública de aquella chica cuyo mayor anhelo era darle un fuerte abrazo a Perón.
Fuentes: Las mujeres de Perón, de Araceli Bellotta; Vida íntima de Perón, de Enrique Pavón Pereyra;