Rodolfo Ranni: “Ningún actor es millonario en este país”

El reconocido actor nació en Italia y llegó a la Argentina cuando tenía diez años. Su sueño siempre fue convertirse en actor para hacerse millonario y volver a su pueblo natal para echar a los responsables de su exilio. Cuando empezó a actuar se dio cuenta de que su proyección era pura fantasía. Las crisis, los miedos y las manías del italiano más porteño, a sus 86 años

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Puede que para Rodolfo Ranni todo se trate de una gran fantasía. O de varias. No es casual que recurra a esa palabra varias veces a lo largo de la entrevista con Infobae. La primera fantasía se remonta a su llegada a la Argentina desde Italia, cuando era apenas un niño: soñaba con ser actor para regresar a su pueblo natal, Trieste, cargado de dinero. La segunda es, en realidad, su propio derrumbe: muy pronto entendió que no ganaría demasiada plata subiendo a las tablas. “Que todos los actores somos millonarios es una fantasía de la gente”, advierte el más porteño de todos los tanos.

Y está la fantasía final, la más trascendente, aquella que lo atraviesa por completo. Surgió hace 71 años cuando abrazó el oficio que, mucho después, prometería no abandonar jamás. Se concreta cada vez que pisa un escenario o que se posiciona a frente de una cámara: allí, en cada uno de esos personajes que construye con maestría, Ranni experimenta “una vida que no es la tuya”.

Nunca creí en la especialización. Actor dramático, actor cómico, actor de comedia, actor de… No, no, no. El actor tiene que hacer de todo. Y tiene que hacerlo bien, que para eso le pagan. A mí no me sorprende que alguien haga bien lo suyo. Lo que me sorprende es que lo haga mal, y encima le paguen, ¿no?”, sostiene Rodolfo, quien tres décadas después de la rupturista Zona de riesgo -aquella miniserie que lo consagró junto a Gerardo Romano- vuelve a cruzarse con Esther Goris.

“Hicimos varios programas en televisión con Esther, pero bueno, después cambió su vida: fue casi gobernadora. Montones de cosas y nunca habíamos hecho teatro, hasta que nos reencontramos acá. Estoy muy contento de trabajar con ella”, confiesa el Tano sobre Divino divorcio, la obra que de jueves a domingo presentan en el Teatro Carreras, de Mar del Plata, mientras que martes y miércoles salen de gira por la Costa. “Es una comedia muy particular de Alfredo Allende, muy sarcástica, muy irónica, que cuenta la historia de un matrimonio que tiene la fantasía de hacer una fiesta de divorcio como si fuese una fiesta de casamiento, pero al revés. La gente se identifica mucho: se ríe, caen algunas lagrimitas también…”.

Rodolfo Ranni: “Soy un viejito jubilado que labura de actor cuando se le da”
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—A esa fiesta de divorcio van los abogados, y también va el cura que los casó.

—Van todos, todos, todos a esa fantasía.

—¿Tus divorcios fueron así?

—No, no, no. Yo me divorcio y ya está. Se terminó. De casualidad puedo llegar a hablar o ver a mi ex. Mis tres divorcios siempre fueron en buenos términos, fundamentalmente por los hijos. Hay que cuidar la salud mental de los chicos.

—Y la propia.

—También. Pero si está cuidada la salud mental de los chicos, la propia funciona bien.

—¿13 nietos?

—Entre los míos, los tuyos y los nuestros, tenemos 16. Yo tengo cuatro mujeres, cuatro hijas, dos con mi segunda mujer y dos con mi mujer actual, Silvia. Y Silvia tiene tres, de un matrimonio anterior: dos varones y una mujer. Así que imagínate: todos tienen hijos, así que sí, son 16 nietos. Y yo soy papá de nenas: nunca tuve la fantasía del hijo varón. Y mirá una cosa: hubo embarazos que se perdieron, y eran varones.

—¿Sos buen suegro?

—Sí, creo que soy muy buen suegro. No sé si los yernos son tan buenos como yo, que como suegro no hablo: me callo la boca cuando de pronto tendría que decir cosas terribles.

—¿Terribles?

—Terribles. Algunas veces…

—¿Has echado a alguno?

—No, no, no. Pero todo se ha hablado un poco fantaseando, porque solo Carolina está casada; las demás, todas separadas. Carolina está con Matías: son un amor los dos.

—¿Cómo anda el campo?

—Y… ahí está. Mi chacra de Maschwitz. Nos fuimos a vivir cuatro años a España cuando yo hacía el programa de cocina y ahí vendí todos los animales grandes, digamos: me quedé sin caballos, vacas y ovejas. Y me quedé sin gallinas después de que los perros de unos vecinos me mataran como 150. Fui al teatro, dejé a un señor que cuidara y se olvidó de cerrar el gallinero. Cuando volví, la imagen… fue horrible. Entonces dije basta.

—¿El campo nunca fue para comercializar?

—No, no, no. Nunca hice nada. Siempre fue para nosotros. A veces tenía fantasías, pero con nuestro trabajo es imposible: necesita gente que se encargue, y hoy en día es bastante difícil. Estoy hace casi 60 años ahí, cuando eso era campo, campo. Era el paraíso. Los domingos teníamos carreras cuadreras, en la esquina estaba el boliche con la cancha de bochas, andaban los gauchos a caballo. Era muy particular. Pero ahora ha cambiado mucho.

—¿Estás instalado allá?

—Estoy instalado un tiempo ahí, un tiempo acá. Depende de las ganas que tenga.

—¿Y Silvia que prefiere?

—No, a Silvia no le gusta mucho. Es más urbana. Lo que pasa es que en el ‘87 pasamos un momento bravísimo por un robo que nos hicieron. Estábamos con todos los chicos y entraron dos tipos: nos tuvieron desde las 21 hasta las 3 de la mañana con el revólver acá. Y nos asustamos mucho. Por un tiempo tampoco fui yo, pero después volví. Pero Silvia, después de eso... no es muy feliz quedándose a dormir.

—¿Cómo fue el robo?

—Me entregó un jardinero que yo tenía. Le descubrí todo. Fue un momento durísimo, pero por suerte no pasó nada. Por supuesto, se llevaron todo lo que pudieron, como te podrás imaginar. Yo volvía de grabar, eran las 19:30 y no sé por qué, yo quería que Victoria, que tenía tres años, se fuera a dormir. Algo presentía, pues ya había habido una cosa que nos pareció que había sido un robo. La acuesto a Victoria. Y teníamos a Carolina en el moisés, arriba, en el dormitorio. Me voy a pegar una ducha. Y de pronto mi mujer me llama de la cocina, abajo: “Mi amor, vení, vení, vení…”, me dice. “¿Qué pasa?”. Yo pensé en un bicho, o en un loco que se aparece y hace cosas que no debe. Y cuando me asomo así, a la cocina, los veo a los dos con cosas, relojes, todo. Yo estaba en pijama, en pantalón corto, acababa de ducharme: me pasé hasta las 5 así. Fue muy particular. Casi como alguna película que yo hice. Y bueno, se llevaron el auto con todas las cosas.

—¿Los agarraron?

—En realidad yo no hice la denuncia porque se llevaron la foto de una de las chicas: “Si hacés la denuncia, no la ves más”, me dijeron. Después encontraron el auto en la calle, con la foto adentro, y en la comisaría me dijeron: “Tano, vos no hiciste la denuncia, nosotros no podemos hacer nada”, y todos sabíamos quiénes eran. Pero bueno, ya está. Fue todo horrible, horrible. Lo bueno de eso es poder contarlo, sin preocupación. Es una cosa que pasó, una experiencia. Hice poner postigos en todas las puertas y rejas, en todas las ventanas, y ya está. No puede entrar nadie más que yo.

Rodolfo Ranni con Tatiana Schapiro en Infobae
Rodolfo Ranni con Tatiana Schapiro en Infobae

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Italia?

—Hace bastante que no voy, muchos años.

—Me contaste alguna vez que tu fantasía, cuando llegaste a la Argentina, era volver millonario a Trieste.

—Claro. A mi pueblo. Por eso me hice actor: para ganar guita. Después me di cuenta de que no era así. Pero bueno, es mi trabajo.

—¿Y lo disfrutás?

—Sí, lo disfruto mucho.

—¿Sigue generando adrenalina subir a un escenario?

—Me pongo más nervioso que cuando tenía 17 años. Mi fantasía es que estrene otro actor, y yo sigo al otro día con la obra. Es terrible: así tenga mil funciones (hechas), antes de entrar al escenario quisiera irme a mi casa.

—¿Da miedo no acordarse la letra?

—No. Es vivir una vida que no es la tuya. ¿Qué pasará? ¿Qué imprevisto tiene este personaje? Porque los actores además tenemos una suerte en ese aspecto: hay un ángel guardián que nos cuida muchísimo. Yo, por ejemplo, puedo tener 42 de fiebre, y en el escenario vos me tomás la fiebre y yo no tengo fiebre, porque el personaje no tiene fiebre. Eso es lo que nos salva.

—¿Te acordás la peor función de tu vida?

—La peor función de mi vida… Yo estaba en España y con (Carlos) Rottemberg hacíamos un espectáculo que se llamaba El televidente. Debutamos, tenemos la primera función: bárbaro, lindísimo. A la gente le encantó. “Si llenamos hoy, a partir de mañana ya no nos preocupamos”, pensamos. Al otro día antes de entrar le digo a Enrique, al boletero: “¿Cuántas?”; “30″. Bueno, hicimos la función. Al otro día llego: “20″. Al otro día, el domingo, cuando pregunto “¿cuántas?”, ahí le dije a Carlitos: “Termino acá. Terminamos acá”. No nos fue bien.

—No fue con esa obra con la que te ibas a hacer millonario para volver a Italia...

—Sí. Lo que pasa es que nosotros somos prófugos del mariscal Tito (ex presidente de Yugoslavia): fuimos exiliados en nuestra propia patria. Entonces yo tenía la fantasía de hacerme millonario, volver a mi pueblo y echarlo a Tito. Era una fantasía de chico, no más. Después la cosa pasó. Además, me hablaban de América, y yo pensaba que llegaba a Nueva York…

—Y llegaste a Retiro.

—Llegué a lo que era el puerto de Buenos Aires en ese momento. Y lo primero que dije: “¿Dónde están los rascacielos?”. Por suerte me crié en la esquina del Kavanagh.

—Empezaste a trabajar de chico. ¿Había que ayudar en casa?

—Sí. Siempre entregué el sueldo a mi madre, hasta los 20 años.

—Y tu papá muere muy pronto.

—Sí. Mi papá ya estaba enfermo y vinimos acá porque él tenía dos hermanos. Y al año de estar acá, muere. Mi mamá se quedó con tres chicos en un país extraño, con mi hermano de 15 años, yo con 11, mi hermana de dos, tres años. Viuda, con 33 años, en la Argentina. Yo lloraba todos los días, quería volver a mi casa, y ella me decía: “No, está papá…”; “Pero papá está en el cementerio. Yo quiero volver a casa”. Y bueno, no volvimos. Nos fuimos quedando. Y acá estoy.

—Tano, en Argentina estamos pasando una crisis, que viviste muchas. ¿Qué te pasa con eso?

—Mira, yo llegué a la Argentina en el ‘47 y le digo a mi papá: “Nosotros dejamos un señor en un balcón y venimos a un país con un señor en un balcón”. “Y bueno, es así”, me dijo. Fui cadete en una compañía de seguros en plena Plaza de Mayo desde los 14 años. Me comí tres revoluciones, tres bombardeos escondidos en el tercer subsuelo. Mi mamá no estaba preocupada porque… si veníamos de eso. En un momento dije: “Pero, ¿qué es mi vida en la Argentina? ¿Una eterna posguerra?”. De la misma manera que salí con el COVID pensando que era la posguerra. Entonces, ¿sabes qué hice? Me hice una huerta en la terraza. Si el COVID cree que yo, por tenerme encerrado, me voy a mamar, voy a tomar agua con limón. Y si cree que por tenerme encerrado yo voy a engordar, hago dieta.

—Adelgazaste en pandemia. Y con Silvia, estaban fantástico.

—Fantástico. Dos meses hermosísimos que pasamos con mi mujer encerrados. Ella bajaba un poquito para hacer unas compritas y nada más. Yo no bajé por dos años. Y creo que uno tiene que hacer eso ante la adversidad: tiene que saber cómo actuar, porque como no depende de uno, ¿qué puede hacer? Estamos en una crisis, ¿qué puedo hacer yo? Nada.

—¿Algo de lo que viene te da esperanza?

—Siempre tengo la esperanza de que este país sea como el que yo conocí cuando llegué. Esté quien esté, que la gente esté bien. Mi familia es gastronómica, y cuando nosotros llegamos mi tío tenía un restaurante en Andreani y Paraguay. Sopa, pan, un plato de comida, postre, 1/4 de vino y café: un peso. Un peso, y la gente comía. El que ganaba 300 pesos era millonario. Y después nos comimos que nos sacaran 13 ceros...

—Hoy tenés un 62% de los chicos y adolescentes por debajo de la línea de pobreza.

—A mí me dan ganas de llorar, me dan ganas de llorar… Yo tengo una gran esperanza de que vamos a salir de cualquier manera. El que venga. Si vienen los japoneses, que vengan los japoneses. Como yo soy un apátrida, me echaron de Italia, me tuve que ir, yo vendo para que la gente viva bien. Que tengan trabajo para que puedan mandar a sus hijos al colegio, darles de comer, para que no te roben más por un celular. Las cosas que están pasando en este país, no se pueden creer. Hay gente durmiendo en la calle. ¿Dónde se ha visto esto? No sé bien qué, pero algo hay que hacer... Si alguien lo sabe, hágalo, viejo, porque esto no puede ser. Lo que pasa también es que el argentino tiene un grado de generosidad casi inconsciente, de decir: “¡Sí, viejo, chau! Me voy afuera con mis hijos y que se metan todo en el coso y se terminó. Y tarjeteo”. ¿La gente es así o no es así?

—Vos tenés nietos. Y verás que la gente joven, ¿cómo hace para irse de su casa? No te hablo de la casa propia: es imposible alquilar.

—No, es imposible. Estábamos hablando con nuestro productor ejecutivo, que en Riobamba y Lavalle hay una señora que vive una carpa iglú, con su perrito y con sus cosas, hace muchos años. Una señora que vos la ves… Nunca lo hubieras imaginado. Y enfrente hay un kiosco de diarios. ¿Sabes dónde vive el señor del kiosco de diarios? Adentro del kiosco. Pero… ¿qué pasó? ¡¿Qué nos pasó?! Adentro, en el kiosco…

—¿En qué momento nos rompimos así?

—Lo sabemos, lo sabemos… Se rompió hace muchísimos años. Pero no importa. No es un tema.

—Recién decías: “Que vendan lo que tengan que vender”.

—Sí, yo no tengo problema. Que privaticen todo para que la gente esté bien, que tenga trabajo, que esté feliz. ¿Italia cómo salió? Con el Plan Marshall. Cambió la historia. Y la gente vive feliz y está fenómeno.

—Vos estás jubilado.

—Yo estoy jubilado: cumplí 86 años. Pero voy a trabajar hasta que me muera. Hasta que me muera… Se lo prometí a mi hija Estefanía.

—¿Y trabajás por necesidad o porque lo disfrutás?

—Porque lo disfruto y porque es lo mío. Pienso además que la vida es movimiento. Ponele que yo, a los 80, no trabajo más. ¿Vos te pensás que puedo vivir con la jubilación que pagan? Tengo que laburar, como tiene que laburar todo el mundo.

—Te lo pregunto porque en el imaginario de mucha gente, los actores están salvados.

—Esa es la fantasía de la gente, la misma que tenía yo cuando era chico: quería ser actor para ganar plata. Y una vez que me hice actor me di cuenta de que era mentira. ¿Vos conocés a un actor millonario? Te voy a contar una anécdota. Estando en mi chacra, una mañana voy a la carnicería en bermudas, alpargatas sucias de bosta, de oveja o de gallina, la que vos quieras, y despeinado. Me pongo detrás de dos señoras muy paquetas, esperando que me atiendan. Una señora se da vuelta, me mira y le dice a la otra: “¡Mirá, Ranni!”. Y la otra señora me mira de arriba abajo: “¡Qué va a ser Rani!”. Se pensaría que uno va de smoking a la carnicería, o que uno no va a la carnicería… Pero no son los actores los que hacen funcionar esa fantasía, sino lo que está alrededor. Todos tienen canje de ropa, canje de esto… Y es mentira. Ningún actor es millonario en este país. Tienen que seguir trabajando. Y además, hay actores que están sin laburo.

—¿Te preocupa esa situación que viven muchos de tus colegas?

—Claro. ¿Cómo no me va a preocupar? Todos los países del mundo han aprendido a hacer ficción con nosotros, como los españoles. Y nosotros no tenemos más ficción. Hace cuatro años que la gente no trabaja, no solo actores: también autores, técnicos, sonidistas.

—¿Eso no cambió un poco con las plataformas?

—No. Odio las plataformas. No veo nada de eso. Me parece todo un mamarracho. Además, no las veo por principios.

—¿Tiene que ver con los derechos de los actores o con la calidad de lo que se produce?

—Tiene que ver con que nosotros sabemos hacer cosas magníficas y no sé por qué se dejaron de hacer. Se cambió la forma de producir. Se empezó a producir como si fuera cine. Zona de riesgo la hacíamos en dos días: un día de exteriores y un día de piso. Y seguimos viendo Avenida Brasil todos los días a las 3 de la tarde. Yo te juro que no lo entiendo. Yo quiero que todos trabajen, pero no solo los turcos. ¡Que por lo menos nosotros también estemos en Capadocia!

—¿Ahorraste? ¿Tenés inversiones?

—No creo en el ahorro. No tengo inversiones, no tengo nada.

—¿No hay un resto?

—No. No me interesa. Porque creo que la vida no es esa.

—Hablábamos recién de la jubilación. ¿Estás jubilado con la mínima?

—Claro. Un viejito jubilado, que labura de actor cuando se le da.

—¿Y qué haces con la jubilación?

—Nada. No sé… Pagar las expensas. Pagar un kilo de papas: 1.800 pesos. Comprar un dentífrico, que cuesta 4000 pesos. No sé qué se hace. De eso se encarga mi mujer. Mi jubilación se la doy a mi mujer.

—¿Tu mujer maneja las finanzas de la casa? ¿Es la que se ocupa de que no te corten la luz?

—Sí, sí, sí. No me interesa hacer una cola en un banco para pagar la luz. ¡Ni loco! Que me la corten.

—Bueno, pero eso es porque nunca te amigaste con la tecnología: hoy, nadie hace una cola en el banco para pagar la luz.

—No, nunca. Ni me voy a amigar.

—¿Seguís sin WhatsApp?

—Sí, totalmente. No escucho mensajes, no sé mandarlos, no sé leerlos ni me interesa. Quiero escuchar la voz de la gente. Nos estamos olvidando de mirarnos a los ojos, de escucharnos, de decirnos “hola”, “te amo”, “te quiero”, “¿qué hiciste?”. No. Todo es así, y ahí uno miente tanto, con este dedo… En vez de decir “buen día”, lo primero que hace la gente es mirar si tiene un mensaje en el teléfono. De verdad: no me gusta eso. Tengo una teoría: dentro de 15 años el cerebro se va a revelar. Y va a decir: “Muchachos, basta. No me usan más, ahora la van a pagar”. Y dos años después lo escucho a (Facundo) Manes diciendo exactamente lo que dije yo. Y dije: “Bueno, si lo dice este señor, entonces no estoy tan equivocado”. Y creo que falta poco. Y va a ser bravísimo lo que va a pasar. Bravísimo.

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