Lo que se propuso hacer era una locura. Quiso ir a la imprenta de Genaro Bontempo, que funcionaba en un sótano de Callao 335 a revisar personalmente las pruebas del tercer tomo de los Escritos Sociales de Eliseo Reclus, un geógrafo francés anarquista. En plena dictadura de Uriburu, todas las imprentas estaban vigiladas por la policía precisamente para evitar la proliferación de volantes y propaganda anarquistas.
No hubo cómo convencerlo. Cuando esa tarde del viernes 30 de enero de 1931 estaba en la vereda hablando con Bontempo, alguien que corría hacia él, le gritó: “¡Di Giovanni! ¡Parate! ¡Estás listo!”
Escapó hacia Sarmiento, donde vio que otro policía le cerraba el paso. El anarquista sacó su Colt 45, mientras los policías, haciendo sonar sus silbatos, gritaban que atrapasen al ladrón.
Enseguida comenzaron los disparos en pleno centro porteño y los transeúntes corrieron en todas direcciones. Fueron muchas las detonaciones que se escucharon. Un tiro dio en la espalda de una nena, Delia Berardone, quien cayó en la vereda, intentó levantarse y se desplomó, muerta. Di Giovanni cruzó Callao, y en Sarmiento tomó para el oeste. En la esquina de Rio Bamba le salió al cruce el policía José Uriz, a quien el anarquista dejó fuera de combate con un disparo en una pierna.
Se fue por Rio Bamba y dejó de correr. Cuando dobló en Cangallo, media docena de policías, que iban pegados a las paredes, le dispararon.
Al ver que por Ayacucho venían tres policías, optó por entrar al hotel de Cangallo 1975. “No se asusten”, les dijo a los dos españoles de la recepción, quienes creyeron que había entrado un loco. Se dirigió al ascensor pero se arrepintió y fue hacia la escalera.
Desde la entrada le dispararon. El respondió y mató al agente Ceferino García. En los fondos del hotel y con una escalera de mano se subió a un muro. De ahí a una terraza y con mucho esfuerzo saltó a otra. Por un poste se deslizó a un patio de una casa de la calle Ayacucho. Fue hacia la puerta de calle y sorprendió a una sirvienta espiando la calle desde el zaguán. El la empujó y salió a la calle.
Fue recibido por una lluvia de balas. Corriendo en zigzag llegó a Sarmiento y Ayacucho, donde lo esperaban. Estaba rodeado. Entonces dio media vuelta y por Sarmiento corrió de nuevo hacia Callao.
Se refugió detrás de un árbol y luego entró al garage de Sarmiento 1964. A los policías que le disparaban desde la entrada, respondió con un solo tiro. Se apuntó al corazón pero el tiro solo le afectó el hombro.
De una patada le sacaron el arma de su mano. El médico policial dijo que había que internarlo. Lo llevaron esposado al Hospital Ramos Mejía. Los policías que lo custodiaban lo hacían con sus armadas desenfundadas.
Gobernaba el gobierno de facto del general Uriburu y había estado de sitio. El ministro de Guerra general Francisco Medina dispuso que en una hora se conformase el tribunal militar para juzgarlo y que debía dar su fallo esa misma noche.
El juicio fue en la Penitenciaría Nacional, donde ahora está el parque Las Heras. Los testigos aseguraron que él había disparado primero y que había provocado la muerte de la nena. El fiscal pidió la pena de muerte. Luego de un cuarto intermedio, Di Giovanni volvió a comparecer y se negó a ser esposado, lo que desencadenó un forcejeo con una docena de guardiacárceles. Tenía la camisa rota y manchada con su sangre y estaba en medias.
La nota la dio su defensor de oficio, el teniente primero Juan Carlos Franco. Aseguró que la ley marcial estaba contemplada solo para los casos de conmoción interna grave de guerra o en casos en que estuviera en peligro la estabilidad social. Y como la Argentina no estaba en guerra, no correspondía la ley marcial, y que Di Giovanni no había agredido a la policía, sino que había respondido la agresión.
El defensor dijo que no se había hecho ningún peritaje sobre el arma de su defendido y que fueron 50 revólveres los que dispararon contra él, que no se probó que de su arma había salido el proyectil que mató a la nena, y que por lo expuesto pidió al tribunal -que no podía creer lo que estaba escuchando- no ser juzgado por la ley marcial.
Sin embargo, el tribunal militar, compuesto por diez oficiales, se pronunció en forma unánime por el fusilamiento y de nada sirvió la apelación de Franco, que fue rechazada de plano.
Severino Di Giovanni había nacido en el pueblo de Chieti el 17 de marzo de 1900. Había comenzado a estudiar de maestro y cuando abrazó las ideas anarquistas, perseguido por el fascismo, en 1923 llegó a nuestro país con su esposa Teresa Mercalli, a quien él llamaba Teresina. Tendrían cuatro hijos: Laura, Aurora, Ilvo y María.
Vivió primero en Morón, en la calle Yatay, trabajaba en la imprenta de Polli y se relacionó con trabajadores anarquistas. Editó un periódico “Culmine” y creó una librería, donde ofrecía libros libertarios a bajos precios.
A los dos años de haber llegado al país, los Di Giovanni alquilaron una habitación en la casa de la familia Scarfó, en Villa Crespo. Allí captó para su causa a Paulino y Alejandro Scarfó, y mantuvo un intenso romance con su hermana Josefa América, “Fina”, de quince años, quien cursaba en la Escuela Normal N° 4.
Se hizo conocer el 6 de junio de 1925 cuando en una función de gala del Colón por el 25° aniversario del reinado de Víctor Manuel III, de la que participaba el presidente Alvear, llenó la platea de panfletos contra Mussolini, mientras vociferaba consignas antifascistas. Antes de liberarlo, fue fichado como “temible agitador anarquista”.
Mientras se sustanciaba en Estados Unidos el proceso contra los italianos Sacco y Vanzetti, encaró su propia campaña en favor de sus connacionales: colocó una bomba en la puerta de la embajada de Estados, en Arroyo y Carlos Pellegrini; también hizo estallar otra en el monumento a Washington, en Palermo y en la agencia Ford, de Perú y Victoria. Cuando el dueño de los cigarrillos “Combinados” decidió sacar una marca que llamó “Sacco y Vanzetti”, tarde comprendió su error: una bomba voló su establecimiento, en Rivadavia al 2200.
Era un rubio de ojos claros, que siempre vestía ropas oscuras, lo que llamaba la atención. Trabajaba prácticamente solo y armaba sus bombas. Cuando los dos italianos fueron ejecutados, colocó una bomba en el Citibank que provocó la muerte de dos personas; ese mismo día, víspera de Navidad, hizo estallar otra en el Banco de Boston.
La que dejó debajo de una escalera en el consulado italiano, en el flamante edificio de Quintana 475 lleno de gente, dejó un saldo de nueve muertos y 34 heridos. Ese día le quedaba una bomba -al consulado había llevado dos- y decidió colocarla en la farmacia de Almirante Brown y Aristóbulo del Valle, donde su dueño, Benjamín Mastronardi, era el presidente del subcomité fascista de La Boca. Entró a comprar un medicamento y al salir, dejó la valija con el explosivo debajo de una silla. Esto lo vio un niño que, inocentemente, la abrió y sin saber qué hacía, separó el tubo con los ácidos que producen la explosión. Había desarmado la bomba.
También dejaría otra en la catedral metropolitana, que mató a un empleado bancario que se la acercaba a un policía, sin saber lo que era.
Para financiar sus actos, se dedicaba al robo, y asaltó a pagadores de Obras Sanitarias, donde se alzó con un botín de 286 mil pesos y robó la compañía de ómnibus La Central.
Comenzó a ser buscado por sus atentados, que muchos de sus compañeros desaprobaban; cambiaba permanentemente de domicilio, y mantenía un profundo romance con la adolescente Scarfó. Cuando no podía verla, llegó a escribirle tres cartas por día. Lo hacía en italiano y ella respondía en español. En los últimos meses, vivían en la quinta Ana María, en Burzaco.
Di Giovanni quedó en capilla en la Penitenciaría Nacional. Recibió la visita de su esposa y de sus hijos, quienes reían de las bromas que les hacía; luego recibió a Fina, a quien le aconsejó que se casase con un buen hombre de ideas libertarias.
A las 4 de la mañana del 1 de febrero de 1932 fue sacado de su celda. La Penitenciaría era un mundo de gente, entre funcionarios, militares, políticos y curiosos. Di Giovanni caminaba ligero hasta que un sargento le ordenó detenerse. Un herrero le colocó una barra de hierro en sus pies. Como a los guardiacárceles les ordenaron esperar, Di Giovanni pidió un café dulce. En cuatro sorbos vació la taza. Se secó la boca con un pañuelo y dio las gracias.
Tres veces rechazó el auxilio espiritual de dos curas. Lo llevaron al patio, en cuyo fondo había una pared alta, con garitas para centinelas. A unos tres metros de ese muro, colocaron la silla donde sería ajusticiado.
Cuando apareció, caminaba lentamente por los grillos en sus pies. Roberto Arlt describió que se movía como un pato. Tenía un traje nuevo, de mecánico, color azul. Las manos las tenía esposadas por delante.
Le leyeron la sentencia y cuando quiso decir unas palabras, se las negaron. Rechazó la ayuda de sentarlo en el banquillo, un tanto elevado, y lo hizo solo. Le cruzaron una soga a la altura del pecho y quedó sujeto al respaldo de la silla.
Miró a todos los soldados que integraban el pelotón. Agitó su cabeza de izquierda a derecha para que no le vendasen los ojos. “¡Venda no!” Cuando el sargento dio la orden de apuntar, Di Giovanni se afirmó en el respaldo y elevando la cabeza para ser mejor escuchado, gritó: “¡Evviva l’anarchia!”
Ocho disparos hicieron impacto en su cuerpo. Cayó sobre su costado izquierdo. El respaldo de la silla terminó hecho astillas y la soga que lo ataba se cortó. Recibió el tiro de gracia en la sien derecha.
Quedó con los ojos entreabiertos. El herrero le quitó los grillos, mientras un médico certificó su muerte.
Al día siguiente fusilaron a Paulino Scarfó, que también había sido capturado. Los cuerpos no fueron entregados a sus familias sino, que por disposición del gobierno, fueron enterrados en secreto en la Chacarita. Fue en vano. Al día siguiente la tumba de Di Giovanni apareció cubierta de flores.
El teniente Franco, su defensor de oficio, fue arrestado y luego dado de baja. Se lo quiso enviar a Ushuaia, pero luego se exilió en Paraguay, de donde volvió en 1932. Se lo reincorporó al ejército y se lo destinó a Jujuy, donde compuso piezas folklóricas. Falleció el 3 de febrero de 1934 de fiebre infecciosa.
El 28 de julio de 1999 Fina Scarfó, de 86 años, fue recibida en la Casa Rosada por Carlos Corach, ministro del Interior. Le entregó a la mujer una caja azul que contenía 48 cartas y poemas de amor que Severino le había escrito y que estaban guardadas en el Archivo de la Policía Federal, mudos testigos de una época de pasión y violencia.
Fuentes: Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia, de Osvaldo Bayer; colección revista Caras y Caretas y Todo es Historia