Carta de la bellísima joven de 21 años, Elizabeth Haysom, a su novio Jens Soering de 19, fechada el 18 de abril de 1985, exactamente dieciocho días después de los salvajes y sangrientos homicidios de los padres de ella en su mansión de Virginia, Estados Unidos: “Querido Jens. Hay un par de cosas que me gustaría decirte. Te quiero mucho. (...) Te quiero completamente y si me dieras la chance de demostrarlo serías muy feliz, más feliz de lo que sos ahora (...) La devoción ciega te puede parecer a vos la expresión perfecta del amor, pero no lo es. (...) No me siento feliz en el pedestal de la devoción. Necesito apoyo, no responsabilidad. Necesito amor, no presión. Debemos apoyarnos el uno al otro, por duro que sea o por extraño que suene. (...) Solo soy una persona luchando con las tensiones que nos rodean. Seguramente te rías con la idea de que estoy sosteniéndote cuando sos vos quien me ha tenido del brazo estas dos semanas pasadas (...) Amenazaste con entregarte, con suicidarte. (...) Creo que estaremos siempre juntos. (...) El deseo libre y la elección son esenciales para el hombre, de otra manera es un animal, un esclavo. La muerte de mis padres me libera de esa posición. Soy libre de a quien entregar mi amor. Esa elección libre es esencial porque lo hago voluntariamente. (...) Me quedé totalmente horrorizada cuando dijiste ‘no hice esto para que te llevaran tus hermanos´. Pensé que lo hicimos para que yo pudiera ser libre. Jens, te elijo ahora, te elegí antes. Pero querido, me debes dejar elegir. Si me coaccionás, ¿cómo podrías estar seguro de que te amo y que no es porque me obligás y porque temo las consecuencias de no hacerlo? Soy dura con vos y lo seré más porque te amo y quiero amarte siempre. Me niego a que mates eso”.
La carta continúa hablando de dinero, Elizabeth le reprocha que él se sienta dueño de parte de la fortuna que le tocaría de su padre. “Te daré todo lo que tenga, me fuerces o no. La libertad de elección de lo que haré con él, con mis regalos o con mis posesiones, o con quién paso mi tiempo, es lo único que deseo. ¿Entiendes lo que digo? No es un sentimiento feliz que vos necesites algo más que amarme. Te amo y te necesito, pero dame espacio físico y psicológico para demostrártelo. Por una vez, dejame elegirte y seguiré eligiéndote y empezarás a entender el placer divino de ser elegido. Por favor, mi querido Jens, trata de entender. No deseo que tu sacrificio se convierta en una carga para nosotros y tampoco deseo que nuestro amor se desvanezca. Piénsalo y nos encontraremos para cenar. Iré por vos”. (Retrato, en puño y letra, de un amor tan adictivo como manipulador y fatal).
Internado, drogas y una novia
Elizabeth Roxanne Haysom nació el 15 de abril de 1964 en Rodesia -hoy Zimbabwe-, África, como ciudadana canadiense. Era la hija menor del segundo matrimonio conformado por el rico empresario de Canadá, nacido en Sudáfrica, Derek Haysom (72 años al momento de su homicidio, y presidente de las compañías Sidney Steel y Metropolitan Area Growth Investments) y Nancy Astor Benedict (53 cuando fue asesinada, artista norteamericana). La pareja se casó en Sudáfrica en 1960 y juntos tuvieron a Elizabeth. Ambos venían con más hijos de sus casamientos previos: dos por parte de Nancy (Howard y Richard, quienes decidieron adoptar el apellido de su padrastro) y tres por parte de Derek (Varian, Julian y Fiona). Elizabeth por ser la más chica enseguida fue la preferida de todos y resultó ser muy compañera de su madre.
Derek y Nancy habían viajado y vivido en muchos países y pertenecían a lo más selecto de la sociedad. Querían para su hija menor la mejor educación. Por ello, en la primaria, Elizabeth pasó un tiempo en un internado suizo. Y, durante la secundaria, estuvo pupila en el colegio Wycombe Abbey, en Londres, Gran Bretaña, donde tenía un régimen estricto de estudios. Elizabeth se destacaba en actuación y en música. Pero la rebeldía de la joven empezó a notarse en su estilo punk y en sus deseos de contrariar las normas. Debido a un incidente con drogas terminó en penitencia y las autoridades escolares le restringieron el contacto telefónico con sus padres por varios días. Enojada optó por escaparse del colegio. Terminó estando ausente cinco meses. Después de varias discusiones con sus padres regresó, pero sus amigas ya habían avanzado en sus respectivos cursos. En la oscuridad de su habitación del internado comenzó a macerar un odio extremo hacia sus padres. Recordaba con rabia la vez que, cuando tenía 10 años, ellos habían ignorado un incidente sexual en el colegio suizo. También, cuando minimizaron un ataque de un adolescente donde había perdido dos dientes frontales. Eso les repetía a sus compañeros. Sus familiares ya sabían de su facilidad para la manipulación de los recuerdos y conocían sus fantasías. Nada era como ella lo contaba, siempre exageraba o deformaba los hechos. El supuesto abuso a los 10 años había sido un caso de exposición indecente casual y la pelea con el joven adolescente había sido tan leve que no habían quedado cicatrices. Jamás había perdido ningún diente.
La exigencia de sus padres sí era cierta. Elizabeth se había vuelto problemática e inmanejable para ellos, pero Derek soñaba que siguiera sus pasos en ingeniería. Pretendía que tuviera un mejor nivel en matemáticas y lo lograron con clases especiales, cursos y un año más de formación en el secundario. Ese año extra fue cuando ella comenzó a experimentar con drogas pesadas como la heroína y el LSD y con su sexualidad. Practicaba abiertamente la homosexualidad.
En aquel tiempo tanto desafío no era bien visto y las autoridades del internado inglés le advirtieron que si seguía así la devolverían a su casa en Canadá.
Pensó que eso frustraría sus deseos de entrar a la universidad que había elegido y encima a su novia la habían rechazado en Oxford. Rebeldes, optaron por desafiar a todos: se irían a vagar juntas por Europa.
De julio a octubre pasaron por diferentes países y sobrevivieron haciendo trabajos horribles y robando comida. Dormían en casas de extraños y conseguían dinero prostituyéndose. Pasaron por Francia, Italia, Alemania hasta que no dieron más y terminaron en un consulado británico pidiendo ayuda para volver a Gran Bretaña. Regresaron en tren. La cosa terminó de manera previsible con Elizabeth volviendo a vivir con sus padres.
No sabían qué hacer con ella, pero querían tenerla bajo su control. Justo a Derek le ofrecieron un buen puesto en Virginia, Estados Unidos. Consideraron que el cambio de país era un movimiento necesario para encaminar la vida de su hija menor. Intentarían que ella fuera aceptada por la Universidad de Virginia. Se mudaron y Elizabeth ingresó a la universidad.
Pero en su mente la rabia contra sus padres se multiplicaba de manera exponencial. Sentía que controlaban su vida, que la asfixiaban, que esperaban demasiado de ella. Los odiaba. Estaba profundamente resentida.
El rechazo al elegido
Corría el año 1984. Ella era rica, bella e inteligente. De pelo alborotado y ojos claros, alta y elegante, de marcado acento británico. El primer día que el joven alemán Jens Soering (18 años, nacido el 1° de agosto de 1966 en Bangkok por el trabajo diplomático de su padre Klaus) la vió en el campus universitario, quedó impactado. Él era bajo, de enormes anteojos y apariencia nerd. No parecía el joven popular y buen mozo al que ella podría aspirar. Nadie, en toda la Universidad de Virginia, creyó que él tendría alguna chance con ella. Era imposible.
Fue una equivocación. La mente brillante de Jens sedujo enseguida a la alocada Elizabeth de 20 años. Él tenía el coeficiente intelectual de un superdotado lo que le había valido una beca universitaria. Jens se la creía: era prepotente, arrogante y discutidor. A ella le divertía.
Enseguida sintieron que tenían mucho en común y se enamoraron con obsesión. Elizabeth le hablaba horas y horas sobre todo lo malo que le habían hecho sus padres: como no se habían preocupado por los abusos que había sufrido, que se la habían sacado de encima para mandarla al otro lado del océano e incluso le confesó algo terrible: su madre había abusado sexualmente de ella. Le reconoció: “los querría muertos”. Jens por su lado le contó sus propias miserias como que su rica abuela materna le había negado a su madre dinero para divorciarse de su estricto padre.
Eran tal para cual.
En una de sus primeras cartas Elizabeth le escribió: “Querido Jens. Te amo con egoísmo y dolor. Durante diez años me he despreciado y vos cambiaste eso. Todas mis defensas están bajas. Sos la única persona a la que he amado. La edad y la decrepitud no me causan temor. La pérdida y la vicisitud no me horrorizan. Ni siquiera la muerte me desanima fijada en una certeza del amor indisoluble, me siento completamente segura contigo. Soy una parte tuya. Elizabeth”.
Jens quedó impactado con esta declaración de amor total.
Desde el principio, a los padres de Elizabeth, Jens no les gustó. Lo veían cínico, en exceso dramático y que exacerbaba la inclinación de su hija por los cuentos estrafalarios y sus fantasías. Estaban preocupados y no lo escondieron. Nancy era controladora y sentía que Jens, además, no tenía ni el apellido correcto ni el status adecuado para su hija. Le dijeron a Elizabeth todo lo que pensaban de su novio. Le sugirieron que conociera a otros chicos y le hablaron de todas las oportunidades que tendría. Eso la enfureció.
Sin saber, los Haysom estaban construyendo su final aceleradamente. Porque lo primero que Elizabeth hizo fue revelarle a Jens lo que pensaban sus padres de él. Alimentó con habilidad el odio de su novio hacia ellos.
Ya eran dos odiando al matrimonio Haysom. Dos contra el universo. Y, cada intento de control, era el combustible perfecto.
Él escribió en una de las decenas de cartas que se enviaban: “Cuando vea a tus padres tendré el arma que necesito”. En marzo de 1985 pusieron en marcha su plan para terminar con la opresión. Sería el adiós definitivo a los Haysom.
Alquilaron un auto y partieron a Washington DC. Iban a pasear para establecer una coartada que los pondría a salvo de sospechas y fuera del estado de Virginia.
1985: el año siniestro
A las 8 de la noche del sábado 30 de marzo alguien golpeó la puerta de la casona de los Haysom llamada Loose Chippings (Virutas sueltas), en las afueras de Lynchburg, Virginia.
Nancy y Derek se sorprendieron. Era tarde, estaban cenando y no esperaban a nadie. Derek abrió y se encontró, en los escalones de la entrada, a Jens, el novio de su hija. Le preguntó por Elizabeth y él le dijo que estaba solo y de paso. Lo hizo entrar y le ofrecieron algo de comer y de beber. Según Jens, hablaron un buen rato. Derek estaba sentado en la cabecera de la mesa y comiendo con una cuchara helado de un bowl de porcelana azul. Nancy, estaba sentada en frente de él. Su suegro, siempre según Jens, habló de los planes que tenía para el futuro de Elizabeth donde Jens no era contemplado en lo más mínimo. Discutieron. Derek lo habría amenazado con hacerlo echar de la facultad si continuaba la relación con su hija. En un momento de distracción, Jens se puso detrás de Derek, quien estaba sentado, sacó de su bolsillo un cuchillo y lo atacó. Le rebanó el cuello. Jens dijo que su víctima llegó a decirle algo como “¿Qué hacés?”. Se sorprendió por cómo caía la sangre sobre el regazo de su suegro. Nancy asustada corrió a la cocina para tomar el teléfono o para salir por la puerta trasera… No llegó a hacerlo. Jens la alcanzó y, también por la espalda, la degolló y la apuñaló varias veces. La dejó desangrándose en el piso de la cocina. Volvió rápidamente hasta donde había caído Derek y lo encontró intentando pararse. Pero el pequeño Jens tenía todas las de ganar porque el inmenso Derek ya no tenía fuerzas. Estaba casi desangrado.
La casa, teñida de rojo, quedó en silencio. Jens se limpió la sangre de sus manos y sus huellas dactilares y salió hacia su auto para conducir hacia Washington DC donde lo esperaba Elizabeth.
Ella, tal como lo habían planeado, había ido al cine (habían sacado dos entradas para varias películas). Luego, en el hotel Marriot donde se estaban hospedando ese fin de semana, había encargado comida para dos y más tarde había vuelto al cine para ver el tercer filme: Rocky Horror Picture Show.
Una carnicería
La mañana del miércoles 3 de abril de 1985 después de que alguien denunciara que no podía contactar a los Haysom, la policía fue hasta la casa del conocido empresario y su esposa. La gran casa de dos pisos, de ladrillo a vista y madera, quedaba sobre la calle Holcomb Rock, un exclusivo barrio de clase alta, y estaba rodeada de enormes jardines.
Pensaban que sería un chequeo de rutina, pero al entrar se encontraron con una escena dantesca. Una verdadera carnicería. Los dueños de casa habían sido asesinados a puñaladas y degollados. El agente de 29 años, Ricky Gardner, estaba shockeado. Derek Haysom estaba tirado sobre su costado izquierdo cerca de la entrada y al lado de una chimenea. Tenía una docena de puñaladas en el pecho, la garganta cortada y la cara desfigurada. En total le habían proporcionado 36 puñaladas. Nancy, tirada en el piso de la cocina, tenía la cara contra las baldosas y el cuerpo envuelto en una bata estilo oriental. Tenía puestos todavía sus zapatos con taco. Su grueso collar de oro (más de un centímetro y medio de espesor) estaba hundido en su tráquea. Su cuello había sido rebanado, al punto que podría decirse que había sido decapitada, y presentaba múltiples cuchilladas. Enormes manchas de sangre oscura formaban dibujos macabros sobre el suelo.
Dinero no faltaba, de hecho la cartera de Nancy fue hallada rebosante de billetes. Objetos valiosos, tampoco. No había indicios de que las puertas o las ventanas hubiesen sido forzadas. La mesa con la cena estaba puesta. Vasos a medio beber, platos a medio comer.
Por el estado de los cadáveres, todo había ocurrido dos días antes, presumiblemente el 30 de marzo de 1985.
La principal prueba que hallaron fue una huella: la silueta de un pie enfundado en una media ensangrentada.
No parecía un robo y la forma en que habían sido ultimados indicaba de que el o los homicidas tenían un odio descomunal.
Kilómetros de más
El funeral de los Haysom fue organizado por la hija menor de la pareja quien había dicho que al momento de los crímenes estaba en Washington DC con su novio. Escogió leer un pasaje de la Biblia para recordar a sus padres. Leyó con seriedad y tristeza. Sus hermanos estaban sumamente conmovidos por la fortaleza que demostraba la menor de la tribu Haysom.
Al principio, el agente Gardner descartó a Elizabeth como sospechosa y se investigaron otras pistas. Parecía obra de una pandilla asesina. Los vecinos estaban aterrados de que hubiera un extraño homicida suelto.
Sin embargo, cuando más hablaba Elizabeth, más sospechas despertaba entre sus hermanos y la policía. Su falta de emociones, sus disparatadas teorías. Elizabeth, una chica compleja y mentirosa, se comportaba de una forma no esperable. La joven no parecía suficientemente consternada por la tragedia ocurrida. Además, ese personaje llamado Jens Soering, el novio, se negó a dar la huella de su pie para que fuera comparada con la hallada en el sitio de los crímenes. Adujo que su padre era el vicecónsul de Alemania Occidental en Detroit y que por ser una familia diplomática podrían enfrentar problemas.
Cuando los investigadores chequearon el auto alquilado en Charlottesville, algo no les gustó. Los kilómetros para ir y volver a Washington DC no cerraban. La pareja había hecho 1075 km, pero el trayecto de ida y vuelta a la ciudad sumaba 380 km. Sobraban 695 km. ¿Qué había pasado allí?
Elizabeth y Jens sabían que los estaban mirando de cerca. Siete meses después de los crímenes, sintiendo que las pisadas de la policía se acercaban, decidieron volar. Dejaron educadas cartas a los oficiales y a sus familiares. Ahora eran prófugos que se habían evaporado en las narices de la policía.
Prófugos enamorados
Se subieron, por separado, a un vuelo rumbo a Nueva York. Siguieron a París, Luxemburgo, Yugoslavia, Trieste y llegaron hasta Tailandia. Jens pensó que podría pedir en ese país la nacionalidad tailandesa por haber nacido en Bangkok, pero no tuvo éxito. Con documentos falsos siguieron viaje y volaron a Gran Bretaña.
Sabían que no podían tener un trabajo formal porque corrían riesgos de ser descubiertos y “no podíamos hablar con nadie porque teníamos un secreto terrible”, revelaría Jens, décadas después, en el documental de Netflix. Para hacerse de cash compraban ropa con cheques y tarjetas y luego iban a devolver lo comprado para obtener el dinero físico. Hábiles y cultos sabían manejarse para sobrevivir.
En mayo de 1986 un custodio de seguridad de la tienda departamental Marks & Spencer en Richmond, un área de Londres, los vio moverse extrañamente y sospechó de ellos. Cada uno iba por su lado, haciéndose los que no se conocían. Llamó a la policía quienes le dijeron que los detuviera y esperara a que llegaran. Las autoridades les hicieron varias preguntas y terminaron yendo al departamento donde vivían. Allí estaba todo lo que necesitaban saber: había varias identificaciones falsas que habían conseguido en Tailandia, registros con distintos nombres, certificados de nacimiento, chequeras, tarjetas, pelucas y, lo más importante, los pasaportes verdaderos con sus nombres reales. Se llamaban Jens Soering y Elizabeth Haysom. Curiosamente había también decenas de cartas que ellos habían intercambiado a lo largo de su relación. La policía inglesa se tomó el tiempo de leerlas con cuidado. Enseguida detectaron que, en esos textos, había serios indicios de que algo grave había ocurrido con los padres de ella. El 25 de mayo de 1986 llamaron a la policía de Bedford, en los Estados Unidos. Les preguntaron si conocían a esos jóvenes y si tenían un crimen sin resolver. Corroboraron todo. El agente Ricky Gardner y el fiscal Jim Updike viajaron de inmediato a Londres.
Cartas delatoras y una confesión
La historia explotó en los diarios y en la televisión. Nadie hablaba de otra cosa. La prensa moría por esta historia que tenía todos los condimentos necesarios para despertar el morbo: odio brutal, asesinos jóvenes bellos y educados, dinero mezclado con sangre y una fuga de película. A eso había que sumarle que también que se hablaba de magia negra y vudú por algunas señales encontradas en la escena del crimen: una herida en la barbilla de Derek con forma de V y un dibujo sanguinolento en el suelo que sugería el 666, el número de la bestia, del diablo, según el Apocalipsis.
Las cartas encontradas ayudaron a rearmar el rompecabezas y dejaron en evidencia la obsesión de la pareja con la muerte de los progenitores de Elizabeth.
El 21 de diciembre de 1984, justo antes de Navidad y unos cien días antes de los asesinatos, Elizabeth le había escrito a su novio: “Mi querido Jens. Es un día soleado reinante. Me levanto y sigo sola. (...) Esta mañana le armé a mi padre un escritorio para su computadora, me llevó toda la mañana. No fumé. (...) Mi madre dijo hoy que si le ocurría un accidente ella sabía que me convertiría en una aventurera sin valor. Lloro (...) ¿Sería posible hipnotizar a mis padres? ¿Hacer magia vudú? ¿Eso los mataría? (...) Parece que mi concentración en su muerte les está causando problemas. Mi padre casi se cae, al mediodía, con el auto por un precipicio y mi madre casi se prende fuego. Creo que tomaré en serio la magia negra. ¿Por qué no se recuestan y se mueren ya? Los desprecio tanto (...)”.
El 31 de diciembre Jens le respondió: “Querida Elizabeth. Te amo. Je t’aime. Ich liebe dich. El amor es una forma de meditación y la mejor arma contra tus padres. Dependiendo de su estado mental y su flexibilidad emocional tu padre, por ejemplo, podría morir en un enfrentamiento. ¡Dios mío cómo tengo planeada la escena de la cena! Por cierto el vudú sí es posible (...)”. En otro párrafo agregó: “No he explorado el lado de mí que desea apelar a los extremos. Todavía tengo que matar, quizá ese sea el extremo que busco”.
Ella siguió escribiendo sobre el tema: “Podemos esperar a graduarnos y, luego, dejarlos atrás. O podemos deshacernos de ellos pronto”.
En medio del espíritu navideño ellos, enamorados, planeaban el doble crimen.
Justamente en una de las más de mil fotos tomadas por la policía científica en la casa donde ocurrieron los homicidios se ve perfectamente la escena dispuesta que tanto había soñado Jens: los elegantes platos azules con restos de comida, los vasos y la muerte roja invadiéndolo todo.
Detenidos en Gran Bretaña, a los jóvenes ya no los dejaron estar juntos en la misma habitación. De ahora en más, no podrían ponerse de acuerdo en qué decir.
La confesión de Jens no demoró en aflorar. El 5 de junio de 1986 contó que él había manejado solo el auto desde Washington hacia la casa de los Haysom para asesinar a sus suegros. Jens confiaba en su inmunidad y en su origen alemán y no quiso un letrado. Se adjudicó los crímenes y dijo que Elizabeth se había quedado en Washington donde había ido al cine. Cuando le preguntaron si ella sabía que él iría a la casa de sus padres y si conocía la razón por la que lo hacía, reconoció que su novia lo sabía, pero agregó con cuidado: “No creo que ni ella ni yo tuviésemos claro lo que iba a pasar”.
Su padre Klaus Soering llegó a Londres y, apenas lo vió, le preguntó sollozando si era verdad lo que le habían dicho. Él respondió que sí.
Elizabeth sí tenía abogado y había dejado de cooperar con los detectives, pero cuando el 8 de junio se enteró de la confesión de su novio pidió enseguida hablar con el agente Gardner. Le dejó en claro que los dos eran igualmente culpables.
Fue su último acto de amor.
El miedo a la silla eléctrica
Jens podría tener la pena capital así que peleó contra la extradición a los Estados Unidos durante tres años. Quería ser llevado a Alemania donde la pena sería mucho menor. Y dijo que de ir a Virginia lo “freirían”.
Un mes y medio después de ser detenidos Elizabeth le escribió a Jens desde su celda inglesa, seguramente aconsejada por su abogado. En esa carta le dijo que ya no lo amaba y que su relación estaba terminada. Que cada uno seguiría su camino y ella volvería a los Estados Unidos y se haría cargo de su parte en la muerte de sus padres.
Jens quedó desolado. Si había asesinado para “tenerla”, no lo había conseguido.
El abogado de Jens no consiguió su extradición a Alemania y decidió ir hasta la Corte Europea de Derechos Humanos para lograr que quitaran el cargo de la pena capital. Jens quería evitar ser ejecutado. Consiguieron el apoyo del tribunal europeo y el fiscal norteamericano Jim Updike no tuvo más remedio que quitar esa posibilidad para que el detenido volviera a Bedford, Estados Unidos, para ser juzgado.
Juicio a la bella hija “enojada”
Dos años después, en 1987 y con 23 años, Elizabeth Haysom fue extraditada y se declaró culpable en calidad de cómplice. El juez que la juzgó le preguntó por qué habían muerto sus padres. Ella respondió muy seria, luego de una tensa pausa: “Mis padres murieron porque Jens y yo estábamos obsesionados el uno con el otro. Y él estaba celoso de cualquier otra cosa en mi vida”. Relató en el estrado que cuando Jens volvió de matar a sus padres se encontraron el cine donde ella estaba viendo Rocky Horror Picture Show. Ella dijo que se acercó al auto, lo vió envuelto en una sábana ensangrentada y él le anunció que los había asesinado. “Me metí en el auto y fuimos al hotel. Entramos por el estacionamiento. En la habitación él se duchó y me pidió que limpiara la sangre del auto”. Así lo hizo y cuando subió al cuarto, él ya dormía. Se acostó a su lado. Ante el estupor de quienes la escuchaban agregó: “Para ser sincera mis primeros sentimientos fueron salvar a Jens y a mí misma. Suena extraño, pero después de que había matado a mis padres lo necesitaba más que nunca. Habría hecho cualquier cosa por él, lo hice todo por él. He traicionado a todos, traicioné a mi familia, a mis amigos, a mis padres (...)”.
Durante su alocución respondió también preguntas: “Nunca pensé que Jens podría matar a mis padres. Pensé que podría hacer muchas cosas, pero matar a alguien, clavarles un cuchillo a mis padres, masacrarlos, nunca creí que haría eso. Todavía me cuesta creerlo”. Cuando le preguntaron por qué ella deseaba que murieran, Elizabeth habló de furia, de rechazo, de cómo la habían enviado lejos y de cómo la querían controlar cuando ella volvió. El fiscal no fue concesivo y habló de padres que la amaban, que le habían dado la mejor educación, que la habían traído de vuelta para cuidarla. Remató sacando el tema de la acusación que ella había hecho sobre el abuso sexual de su madre.
Updike: -Usted dijo que tuvo con su madre una relación sexual. (...) Su madre ha sido masacrada. (...) Durante su testimonio de ayer la llamó mentirosa y alcohólica. (...) ¿Era también una abusadora sexual? ¿Ella abusó sexualmente de usted? Si no lo hizo limpie su nombre ¡ahora!
Elizabeth: -Ella no abusó sexualmente de mí.
Updike: -Gracias.
Quedó claro: lo del abuso sexual que le había relatado a Jens había sido una manipulación más para lograr que su novio furioso cometiera los crímenes.
Durante el juicio Elizabeth, bella e inmutable, también dijo que aquel fin de semana en Washington habían intentado solucionar el problema de la impotencia sexual de Jens, algo que luego de los crímenes había desaparecido. Estos comentarios sobre su sexualidad molestaron mucho a su ex novio.
Las declaraciones de la acusada y las intervenciones del fiscal tuvieron también ribetes culturales. Una de las discusiones apuntó a la manipulación que ella ejercía sobre Jens. Updike le preguntó si era verdad que ella se veía como Lady Macbeth (el personaje de la obra teatral de William Shakespeare) quien persuade a su esposo para que cometa un crimen para convertirse en reina de Escocia. Elizabeth con cara desolada admitió que sí.
Ella era Lady Macbeth.
Elizabeth: “De mi irresponsabilidad y de mi manipulación sobre Jens, sí soy totalmente culpable y responsable en la muerte de mis padres. Acepto eso. Pero quiero que usted sepa que Jens actuó por su propia voluntad. Él tenía opciones. Tuvo un viaje de cuatro horas, no importa lo que yo haya dicho ni lo que le hubiera escrito. Tenía dos opciones: matar o no matar a mis padres”.
Cuando subió a declarar su hermano mayor por parte de su madre fue lapidario: dijo creer que su hermana Elizabeth estaba en la escena del crimen y que ella debía recibir la pena más severa posible.
El veredicto fue culpable. La sentencia se dictó el 8 de octubre de 1987: 45 años de cárcel por cada una de las muertes, 90 en total.
Juicio al novio alemán
El turno de Jens para ser juzgado llegó años después. Fue extraditado a los Estados Unidos el 12 de enero de 1990 y acusado por dos homicidios en primer grado. El juicio comenzó el 18 de junio, duró tres semanas y fue televisado.
Cuando el joven acusado, de aspecto infantil y anteojos de marco negro grueso, empezó a declarar estalló la sorpresa. Inesperadamente, se declaró inocente.
Su historia era exactamente al revés de lo que había confesado cuatro años antes. Ahora, su versión era que la ejecutora había sido su novia Elizabeth. Por un problema de deudas por drogas, ella era quien había conducido desde Washington hasta Lynchburg, donde vivían sus padres, a buscar un paquete.
Él había sido el encargado de justificar su coartada comprando las entradas de cine y pidiendo la comida para dos a la habitación del hotel. Ella volvió del periplo sangriento y le confesó haber matado a sus padres, sostuvo que la droga la había obligado a hacerlo. Fue entonces, según Jens, que ella le solicitó ayuda para salvarse de la pena de muerte. Planearon que él asumiría la culpa: “Se me ocurrió sacrificarme para salvar a la mujer que amaba”. Como era hijo de diplomático, pensó que tendría inmunidad y que, en todo caso, lo enviarían a Alemania donde no serían tan duros. En cinco años estaría fuera de la cárcel y ella esquivaría la silla eléctrica. Valía la pena.
Luego de esto, el abogado de Jens señaló que la investigación policial había sido pésima. Para abonar la teoría de que la asesina había sido Elizabeth mencionó un par de detalles que beneficiaban a su cliente: en la entrada de la casa de los Haysom, la policía había hallado colillas Merit, los cigarrillos que fumaba Elizabeth -Jens no fumaba-; en la escena había una huella de zapatilla talle 8, lo que calzaba la joven, y una botella de vodka con sus huellas dactilares.
La defensa del acusado apuntaba a confundir al jurado conformado por doce personas, seis mujeres y seis hombres. El abogado sabía que solo tenían que convencer a algún miembro del jurado para que hubiera duda razonable y su cliente pudiera zafar.
Entre los presentes ese día estaban en la sala el padre de Jens, Klaus Soering, y su hermano menor, Kai.
Jens creía que podía dominar la situación y quiso subir al estrado para declarar. No funcionó. El fiscal Jim Updike lo acorraló usando su confesión inicial y los detalles que había proporcionado al hacerlo. Eran demasiado precisos. Con eso y las declaraciones de Elizabeth, Updike consiguió convencer al jurado. La clave fue la huella plantar hallada cerca de los cuerpos. Le pertenecía. Era su pie. Calzaba exactamente con el moldo. Además, el luminol en las pericias había indicado las pisadas con sangre que iban desde la casa hasta donde había dicho Jens, en su confesión, que había dejado estacionado su auto alquilado. Además, aclaró Updike, las huellas de Elizabeth en el vodka podían ser del fin de semana anterior al que hablaban, cuando Elizabeth fue a visitar a sus padres para el cumpleaños de Derek. Igual que las colillas de cigarrillos. Por otro lado, la ausencia de huellas de Jens en la escena coincidía con lo que había dicho en su confesión: se había dedicado a limpiarlas con cuidado y lo había conseguido.
Había un detalle curioso: Jens había dicho en su confesión que “temía” haber atropellado a un perro en su huída de la escena de los crímenes. Gardner le preguntó por qué se preocupaba tanto por un perro cuando había asesinado a dos seres humanos. Su respuesta lo dejó helado: “Es que ese perro nunca me había hecho nada a mí”.
La testigo más esperada contra Jens fue la propia Elizabeth que llegó elegantemente vestida, con el pelo corto y maquillada. Parecía muchísimo mayor que él.
Contó más o menos lo mismo que había confesado Jens en 1985.
Elizabeth: -Era una sensación rara estar en una habitación con alguien que ha matado a dos personas. Empezás a tener pensamientos raros, si se dará vuelta y te matará a vos también.
Fiscal: -¿Usted quería que matara a sus padres?
Elizabeth: -Sí lo quería.
Había existido un complot. Al día siguiente, volvió a presentarse. Estaba muy nerviosa y le temblaban las manos. Cuando el abogado de Jens le preguntó si el abuso de su madre había existido, ella ahora respondió que sí.
¿Cuándo decía Elizabeth la verdad y cuándo mentía? Difícil saberlo.
Jens fue declarado culpable y la sentencia estableció dos cadenas perpetuas. En reflexiones tardías, Jens siguió sosteniendo su inocencia y dijo: “Me veía a mí mismo como la víctima de una joven mujer mentalmente enferma”, aunque admitió que sentía algo de responsabilidad en lo ocurrido porque “podría haber prevenido los crímenes. Si no hubiera sido un cobarde, este doble crimen no hubiese ocurrido”.
Pasaron los años y muchos pedidos de libertad condicional le fueron denegados. Para el agente Gardner, el primero en la escena y que llegó a comisario en Bedford, Jens se terminó convenciendo a sí mismo de que no cometió los crímenes.
En prisión, el convicto se convirtió al catolicismo y escribió varios libros El camino del presidiario, Pensamientos mortales, Una manera onerosa de hacer a la gente mala peor (un ensayo sobre reformas en cárceles) y Cristo convicto.
Elizabeth escribió, durante algún tiempo, una columna quincenal para un periódico local que se titulaba: Destellos del interior. Y luego guardó silencio. Un callado y supuesto arrepentimiento a lo Macbeth, pero sin suicidio. Un mutismo que rompió cuando Jens casi consigue ser llevado a Alemania. En ese entonces ella dio una entrevista a The New Yorker para decir: “Ambos merecemos estar donde estamos”. Ya no quedaban ni cenizas del supuesto amor.
En octubre de 2016 un filme alemán sobre el caso, Matar por amor, fue exhibido en el Festival de Munich, y luego en Virginia, Estados Unidos. En Gran Bretaña la BBC lo exhibió, en 2017, en seis capítulos.
La historia era un éxito en la pantalla, en podcasts y documentales. Ese mismo año el gobernador del estado de Virginia ordenó que las pruebas recolectadas de casos como el de Jens y Elizabeth fueran sometidas a la moderna técnica de ADN para ver si podían descubrir algo más. Lamentablemente no aportaron nada.
Liberación doble inesperada
La presión que consiguió ejercer Jens para ser liberado con la ayuda de algunos personajes influyentes tuvo éxito en 2019. El gobernador de Virginia Ralph Northam pensó que no podía liberar solamente a uno de ellos, tendría que ser a los dos. Ya no constituían un peligro, habían pasado 33 años presos. El 25 de noviembre de 2019 lo anunció. Ella tenía 55 años. Él 53. Eran liberados bajo palabra para que volvieran a sus respectivos países, no absueltos. No podrían volver a pisar los Estados Unidos.
Ese día estuvieron más cerca que nunca, solo a pasos en un mismo edificio. No se vieron.
Jens fue deportado a Alemania el 17 de diciembre de 2019 y aterrizó en Frankfurt. Siguió escribiendo, hablando con la prensa y dando charlas.
En enero de 2020, justo previo a la Pandemia, Elizabeth fue conducida por migraciones hasta su casa en Canadá. Solo se sabe que sus hermanos por parte de padre mantienen buena relación con ella y la habrían perdonado con la exigencia de que no volviera a hablar públicamente sobre el caso.
En 2022 salió un podcast de ocho capítulos titulado El sistema Soering. En noviembre de 2023 se lanzó la docuserie de Netflix con el título Hasta que el asesinato nos separe: Soering vs. Haysom. Jens había firmado un contrato de exclusividad con la plataforma para hacer este documental. Aún a la distancia Elizabeth logró tener control legal sobre lo que dice Jens y, en Alemania, no la puede acusar de los crímenes. ¿Lady Macbeth sigue activa?
Solo ellos saben con certeza lo que pasó esa noche de marzo de 1985 en el hogar de Elizabeth. Quién hizo qué, si fueron los dos hasta la casa de los Haysom o si solo concurrió uno de ellos y cuál fue el papel preciso que le cupo a ambos en la trama siniestra.
La única verdad es que Nancy y Derek perdieron la vida de una manera atroz, plenamente conscientes de lo que les estaba sucediendo. Ellos sí supieron lo que nosotros no sabemos: quién o quiénes fueron los verdugos.
Elizabeth y Jens con su pasión enferma solo consiguieron destrucción mutua, muchos años de cárcel y buenas ganancias económicas para las pantallas del true crime. Al leer sus cartas y tantas promesas de amor “indisoluble” queda claro que el cruce en la ruta de sus vidas fue la horrorosa génesis de una profunda y macabra enfermedad.
Aunque no quieran ellos lo saben bien, no solo porque lo han estudiado sino porque lo han experimentado, la famosa frase culposa de Lady Macbeth los perseguirá por siempre: “¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera dije! Me lavé las manos. (...) ¡Y está todavía el olor de la sangre!”.