Está parado en la galería mirando los árboles del fondo del jardín cuando explica que él no piensa en la piedra con la que tropezó, que siempre va para adelante. Bah, él no dice piedra, eso lo digo yo, pero es exactamente lo que quiere decir. Es coqueto, lleva sus canas prolijas con dignidad y unas bermudas coloradas a la moda. Está erguido muy recto sobre su pierna izquierda y sobre una prótesis derecha de metal articulado que va desde su muslo que no veo hasta la zapatilla. Pienso en el sudafricano Pistorius, no el criminal sino el deportista que logró de todo con sus dos piernas enteramente compuestas de fibra de carbono. Y, también, en que Marcelo Araujo (72), acá apoyado sobre sus pies de carne y de lata, fue un eximio lanzador de jabalina. Tenía que enviar con sus brazos esa lanza enorme, de dos metros y medio, alta en el cielo con una fuerza descomunal empujándose con la fiereza de sus huesos y sus músculos.
Pero eso está lejos en el tiempo. Ya nada es como era entonces.
El primero de abril de 2023 a Marcelo le amputaron su pierna derecha luego de perder una tonta carrera con la puerta eléctrica de su garaje porteño. Así es él: siempre corriendo contra el mundo y provocando. Soportando y arremetiendo.
No fue la única caída en su vida vertiginosa. Lleva corridos infinitos desafíos desde su infancia. Algunos ganados, muchos otros perdidos. Esto me hace pensar que quizá la resiliencia no sea solo algo que se construye con ladrillos de dolor macerado, sino que también pueda ser -por lo menos en su caso- una virtud innata que corra por sus venas con la misma fluidez con que la sangre inunda el cerebro y el corazón.
Pies de estatua
Marcelo nació el 5 de diciembre de 1951 en la base naval de Puerto Belgrano. Era el hijo mayor (después vendría su hermana Liliana) de Héctor, oficial de la marina de guerra, y de Blanca, un ama de casa dedicada a su familia, que había nacido en la provincia de Tucumán.
Cuando Marcelo cumplió los 3 años, una visita al pediatra terminó en otra cita médica con un traumatólogo infantil quien le diagnosticó “pie plano irreductible”. Mandó a ponerle dos yesos hasta la rodilla que inmovilizaron sus pies traviesos hasta los 5 años. Marcelo, el de los pies de estatua, pasó mucho tiempo jugando con autitos en el cordón de la vereda. Cuando finalmente le quitaron los malditos yesos infantiles, su papá Héctor, quien tenía entonces 29 años, fue el encargado, todas las noches, de su rehabilitación en casa. Ejercicio tras ejercicio, volvió a caminar, pero si el pequeño creyó que de ahí en más sus pies serían libres como los del resto de los chicos, se equivocó. Porque lo que siguió él lo recuerda como peor: “Me confeccionaron un par de botas de cuero marrones con unas plantillas durísimas que me dolían un montón”. Eran una tortura y las llevó puestas, invierno y verano, durante un año y medio.
Durante su infancia y preadolescencia, Marcelo vivió de aventura en aventura y, con demasiada frecuencia, eso implicó serias consecuencias físicas. “Me quebré, en total, doce veces distintos huesos del cuerpo. Haciendo tonterías. Saltando en el patio del colegio, en la pileta del club, en el muelle, en todos lados. Los yesos que había tenido en los pies me habían generado dedos martillo. Solo mis dedos gordos tocaban el piso. Así estuve lastimándome, sin quererlo, hasta los 13 años”
La estabilidad no era lo suyo, pero a pesar de eso no dejó de moverse. Nada lo detenía. Nunca. Su madre lo cuidaba, pero no era una mujer sobreprotectora y no pensaba coartar sus libertades.
Tuberculosis y un Winco salvador
En el secundario entró al liceo militar general San Martín, pero nunca tuvo la intención de hacer la carrera militar. En esta época comenzó a practicar un deporte poco común: lanzamiento de jabalina. “Me gustaban los indios, los arcos y las flechas. La jabalina era lo más parecido a una lanza. Así que me divertía muchísimo y lo hacía muy bien. Una vez estaba en la ruta 3, cerca de una parrilla, con unos compañeros de clase. Andábamos practicando con la jabalina cuando de pronto aparecieron tres gallinas. Instintivamente apuntamos y tiramos. Tuve suerte con la puntería y se la clavé de lleno a una que empezó a revolear sus plumas y a chillar como loca. Salió un tano a los gritos, era el dueño de la parrilla. Nos quería matar. Salimos corriendo y nos escondimos en el liceo. Esa tarde apareció en clase el oficial a cargo con el mismo tano de la parrilla y preguntó muy serio: ¿Quién tiró la jabalina a la gallina? Levanté la mano. Tuve que pagarla. Se la comieron asada delante mío ese fin de semana que, por supuesto, estaba privado de salidas como consecuencia de mi osadía”.
Fue en cuarto año que le pasó algo distinto a quebrarse un hueso o ser arrestado. Un día, antes de ir a una prueba física para empezar a jugar al rugby, observó que al toser escupía sangre y se lo dijo al médico. “Me mandó a sacar una radiografía a las 8 de la mañana. Media hora después estaba internado en la sala de infecciones del Hospital Militar de Campo de Mayo. Tenía tuberculosis”.
La tuberculosis es una enfermedad infecciosa, de las más antiguas, producida por una bacteria, y provocó tanto desastre que en la literatura se la conoció como “La capitana de la muerte”.
Esta enfermedad fue un shock para toda la familia. Era algo muy serio que implicó que Marcelo, con 16 años, tuviera que pasar siete meses internado y perdiera su cuarto año en el liceo. Pero andaba con suerte en la desgracia: hacía pocos años que se había hallado la cura de esta enfermedad y unos cuatro que había llegado al país el nuevo tratamiento.Tenía que tomar cuatro tandas de siete pastillas enormes “intragables y, además, me daban una inyección por día. Antes de eso a los tuberculosos le daban pocas chances de vida, con suerte siete u ocho años”.
De esos meses postrado en el Hospital Militar Campo de Mayo recuerda con una sonrisa: “Tengo grabada en mi cabeza la W roja del Winco que tenía en la habitación. Los sábados yo sabía que todos mis compañeros estaban bailando así que bueno solo me quedaba poner música en mi tocadiscos. No tenía otra. Parte del tratamiento era comer lo que quisiera y fui engordando, al principio, sin darme cuenta. Subí 14 kilos. ¡Abajo de la cama tenía un cajón lleno de leches Cindor! Mis padres venían todas las tardes con comida rica. Papá me había tapizado el cuarto con contact dorado, le pareció divertido hacerlo. Él era muy creativo y quería ponerle onda a la habitación del hospital. ¿Sabés? Mi viejo era genial. Escribía para las revistas El Tony, Dartagnan e Intervalo. Lo hacía de noche y con pseudónimo. ¡Un oficial de la marina no podía tener dos trabajos!”.
Dolorosas cirugías exploratorias
Preocupado por los pies de su hijo, Héctor pensó que podría aprovechar esa larga estadía obligatoria en el hospital para arreglar, de paso, el tema de sus dedos martillo.
Marcelo cuenta que por ese motivo “empezaron una serie de operaciones espantosas. Eran muy dolorosas y exploratorias. No sabían bien cómo lograr corregirlo. Me cortaron el tendón de una pierna para probar si así bajaban los dedos del pie. Fueron muchas intervenciones y, en la última, me sacaron las articulaciones de todos los dedos de los pies, menos las de los dedos gordos, y me colocaron unos clavos largos en cada uno. Eso fue de un dolor extremo, con 17 años pedía a gritos morfina. Al tiempo, a pesar del dolor, me volví a parar. Salí del sanatorio curado de los pulmones y comencé a trotar. Otra vez sentía el viento en la cara. Una felicidad. Un día fui al control con el cirujano traumatólogo y había varios médicos más. Todos me miraban los pies. Escuché al doctor decir: Bueno, vamos a probar… Muy decidido lo interrumpí y, por primera vez, él levantó la vista, dejó de observar mis pies y me miró a la cara. Descubrí que tenía ojos celestes, casi transparentes. Le dije: Doctor, podríamos esperar un poco para la próxima operación. Él respondió: Por supuesto, cuando no pueda caminar vuelva. No volví nunca más por los pies. Me los banqué así”.
Marcelo ya había forjado un carácter indoblegable. Decidió que no quería volver al liceo para cursar con compañeros más chicos que él. Se cambió al Colegio Marín de San Isidro.
Al salir del hospital con sus pulmones limpios tuvo la buena noticia de que tenía para cobrar un retroactivo: por ser alumno de tercer año del liceo ya estaba en estado militar y entraba en las reglas del ejército. Eran unos buenos pesos y fue directo a decirle a su padre que con ese dinero se iba a comprar un auto: un Fiat 600 azul. Entró al Colegio Marín manejando.
“¡Pasé de los militares a los curas!”, se ríe a carcajadas.
“Yo venía del liceo donde tenías que hacer lo que te decían sin chistar. Un día, en las fotos que teníamos de nuestros padres en la gaveta del liceo, a una madre le dibujaron bigotes. ¡Nadie dijo quién había sido y nos hicieron ponernos el uniforme y los guantes blancos! Carrera, mar, cuerpo a tierra… pero no podías ensuciarte los guantes blancos porque si lo hacías te quedabas sin salir todo el fin de semana. Te hacías bola, pero los guantes quedaban inmaculados. ¡Si te bancás eso, te bancás todo! Pero los curas también resultaron bravos y estrictos en el aula. Cuando pasé al Marín de San Isidro el maltrato era distinto. Me tuve que adaptar a que los más chicos no te respetaban y te empujaban en los recreos. Para mí eso era increíble. En el liceo los mayores eran sagrados. Un día un cura preceptor muy desaliñado me llamó para retarme porque me había mandado una macana que no recuerdo. Me citó en su despacho y me recibió todo desarrapado, tirado en su silla me empezó a sermonear. Me saqué y le dije en voz muy alta: ‘Usted antes de hablarme se para derecho, se arregla la corbata y después me dice lo que me tenga que decir’. El cura se la bancó, quedó de una pieza y ¡no me dijo nada! Seguro que era razonable lo que me quería decir, pero yo venía educado por los militares y él no se esperaba mi reacción”.
Dos hijas y perderlo todo
Terminado el secundario estudió dos carreras en la UADE: Comercialización y Organización y Técnica de Seguros. En 1977, a los 26 años, se casó por primera vez con Marta y un par de años después tuvo a su hija mayor, Almendra. Se separaron poco después del nacimiento. Marcelo manejaba su vida a una velocidad de vértigo que lo empujaba siempre hacia adelante.
A los 29 compró, con un socio, una compañía de seguros con 110 empleados y, mientras, seguía entrenando como loco con la jabalina.
Un día de 1983, ya separado, volvía a su departamento con Almendra de pocos años. Estaba bajando cosas del auto en el garaje cuando su hija vio a un chico muy rubio, de su misma edad, y se puso a jugar con él.
“Terminé de bajar las cosas y le dije -Almendra, vamos, subimos a casa. En ese instante emergió del auto azul del chiquito rubio que jugaba con mi hija, la madre, una mujer impresionante. Era Raquel Satragno. Era como Michelle Pfeiffer en su mejor momento”.
Raquel era modelo. Alta, rubia, etérea y transparente, con un figurón. Lo noqueó con su belleza.
“Éramos los padres de las criaturas -se ríe- y charlamos un rato. Los chicos volvieron a encontrarse otro día y así fue que empezamos a salir”.
Ella alquilaba el 5 A; Marcelo tenía el 18 B. Tres meses después estaban viviendo todos juntos en la casa de Marcelo.
Estuvieron seis años en pareja, hasta 1989, y con ella tuvo a su segunda hija, Kari. Al chiquito rubio, Ilan (producto de la relación de Raquel con un empresario brasileño), lo quiere como a sus propias hijas y sigue en relación con él.
“Fue una etapa muy linda y divertida con familias ensambladas. Los chicos se quieren mucho hasta hoy a pesar de que Ilan vive en Río de Janeiro”, refiere no sin nostalgia.
Fue cuando su hija Kari tenía unos 3 años que Marcelo se enfrentó a lo que él considera el peor momento de toda su vida: perder la compañía de seguros: “Me acuerdo de estar en un café pensando cómo iba a hacer para sobrevivir… Sin dudas, la tragedia de mi vida fue perder esa empresa, no perder mi pierna, para nada. Aquello era la derrota personal. ¡Lo perdimos todo!”.
Una vez más se repuso. Fundaron con Raquel una escuela de modelos y, cuando se separaron, armó otra nueva. Ni un paso atrás, siempre yendo al frente.
El cable a tierra y un nuevo amor
Mientras los amores iban y venían en la vida de Marcelo, él siguió aferrado a su jabalina. Era, literal, su cable a tierra.
“Mi entrenamiento me demandaba de tres a cuatro horas por día. Me sacaba muchas horas de trabajo. Salía segundo o tercero y competí para Vélez, para River, para Gimnasia y Esgrima. Gané montones de medallas y ese recorrido lo terminé a los 55 años, con un entrenamiento feroz con mi entrenador, cuando fui a Río de Janeiro para los Panamericanos y gané en el Maracaná en mi segmento de edad”.
La siguiente mujer en su vida fue, ex modelo y luego conductora de televisión, Fabiana Araujo.
“La conocí en el Colegio Militar en un desfile. Estaba con Raquel ese día, pero yo morí con su espalda, no sabía que había del otro lado”, hace memoria y se ríe con la anécdota, sabiendo hoy que todas su ex se llevan de lo más bien.
“La perseguí durante cuatro meses. No me dio bola. Ella tenía 23 años y, además de modelar, estaba vendiendo unos terrenos en Punta del Este. Con tal de verla le compré uno. Ella tenía 23 años y era impactante”.
Marcelo ya había incursionado un poco en la televisión estando con Raquel y de la mano de su cuñada famosa: Pinky Satragno: “Empecé a trabajar en televisión en la producción comercial de canal 13 de la mano de ella. En su programa. Me gustó la tele y ella jamás me soltó la mano. Fue una amiga de fierro”.
Dos años después, con Fabiana, tuvieron la idea de producir un programa al que llamaron Donna Moda y que duró 23 años ininterrumpidos.
Fue durante su pareja con Fabiana que, volviendo de unas vacaciones en Cuba, enfrentó un serio problema de salud. Bajó del avión en Ezeiza y fue a parar directo al Hospital Alemán: le había explotado un divertículo en el duodeno. Terminó en terapia intensiva con una colostomía. El mal rato duró varios meses hasta que volvieron a conectar su intestino.
En los años que siguieron su vida fue activa y se permitió hacer de todo. “Tenis, básquet, handball, vóley y, ya de más grande, un poco de golf. Siempre apoyado sobre mis dedos gordos y los demás volando”, dice.
En el año 2013 llegó el final para la pareja con Fabiana. Marcelo seguía enfrentando los desafíos de sus piernas castigadas por el exceso de deporte y las cirugías.
En 2015 una amiga le presentó a quien es hoy su mujer: Lelen Lesa Brown, maestra de Reiki. Con ella y sus tres hijos y cuatro nietos, Marcelo agrandó su familia y volvió a apostar al amor.
Cuando tiene que hablar de las distintas etapas de su vida amorosa él dice con convicción sin negar ninguna: “Tengo mucho respeto por lo que he vivido con cada una de ellas”.
El accidente
Es difícil seguir el itinerario de las cirugías de piernas de Marcelo Araujo. Primero una, luego la otra, cambiar un fémur por uno de metal, reemplazar una de las caderas para que ese fémur se agarre como debe… Así una operación iba siempre encadenada a la siguiente. Dos luxaciones dolorosas en 2022 y más operaciones continuaron en su hoja de ruta y, aunque la cosa se complicaba cada vez más, Marcelo no perdía las ganas de moverse, trabajar, hacer, seguir.
Así llegamos a diciembre del 2022 y la carrera inútil que perdió contra una puerta de garaje.
“Fui un tarado en pensar que podía apurarme y llegar a pasar. Lo hacía siempre. Esta vez perdí. La puerta bajó, me golpeó y voló la prótesis. Me hicieron una operación brutal. Salió más o menos bien y ya andaba con un andador cuando yendo a tomar un café con mi yerno se me desarmó la pierna entera que me habían arreglado. Volvieron a operar. La herida no cerraba, había que probar con injertos. Okey. Adelante. Me quitaron músculo de la espalda, pero apenas agarró un 60 por ciento. Me harté. Lo miré al cirujano y nos entendimos con la mirada. Le dije: ‘No boludeemos más, cortemos’. Los dos sabíamos lo que había que hacer. Lo que tocaba hacer. Había que cortar el hierro que yo tenía reemplazando al fémur y poner uno más corto para poder amputar mi pierna. Iba a ser la primera operación de ese tipo en el Hospital Aleman.”
Había que soltar para poder seguir y Marcelo de eso sabe. Se había entrenado toda la vida en esa práctica.
Un adiós “estético”
Ante semejante decisión es inevitable la pregunta que él no esquiva.
-¿Cómo te despediste de tu pierna?
-La noche anterior cité a una podóloga. ¡Quería que se fuera bien prolija! Era como un divorcio anunciado. Me dolía mucho así que nada… ¡Tuve con ella una atención estética! Y listo.
El sábado primero de abril de 2023 le amputaron su pierna derecha. Al salir del quirófano no se miró ni intentó tocar el hueco que habían dejado. Reconoce: “Me costó un buen tiempo hacerlo. Me daba mucha impresión. Veía que mi gato se acomodaba más fácil en ese espacio (de nuevo combate la aspereza de la realidad con sonrisas) Habré estado un mes más ahí y, cuando cicatrizó, me mandaron a una clínica de rehabilitación en Pacheco donde estuve dos meses. No pensaba cómo iba a hacer. Iba día a día. Fue recién en ese lugar que empecé a vislumbrar que podría tener una prótesis y volver a caminar. Todos mis amigos me empezaron a mostrar tipos que bailaban el tango o que corrían con prótesis. Cuando la fisiatra me hizo la orden para los primeros conos, eso es lo que contiene al muñón que se va achicando, me di cuenta de que sería posible volverme a parar y dar pasos. En julio ya estaba con un andador, después vino la prótesis y mis bastones canadienses o, también el scooter que me regaló una amiga llamada Aída a instancias de otro amigo Alberto Kañevsky. ¡Hoy lo que me resulta más cómodo es el scooter! Lo uso hasta en casa. Porque tengo una canastita y eso me permite tener las manos libres y no ocupadas con los bastones canadienses. El 31 de diciembre de 2023 lo pasamos con Lelen en Mar del Plata y como acto de independencia, en un momento en que me quedé solo en el Museo Provincial de Arte Contemporáneo, agarré mis bastones y di la vuelta completa al lobo de mar gigante de Marta Minujín. ¡Me sentí muy bien!”.
Hace unos días, al llegar con su scooter al café Tabac de la porteña avenida del Libertador, una mujer intrigada se le acercó y le dijo:
-¡Qué tipo pintón! Podría ser actor de cine…¿qué le pasó?
-Solo exceso de deporte y ¡ahora la vida me regaló un nuevo desafío!
Después de 35 cirugías, su humor lo resume en cuerpo y alma.
-¿De qué depende la resiliencia?, le pregunto.
-Es no dejarte vencer nunca. Te caes y tenés que levantarte. No tengo que pensarlo, me nace. No me enrosco con lo que debería haber sido. Es lo que es y actúo en consecuencia.
-¿Qué pensás cuando escuchás que la gente se queja por pavadas?
-Tuve una gran quejadora en mi vida, mi adorada amiga Pinky. Siempre llegaba y me decía: “Marcelo, dejame que me queje”. Hasta el último día de su vida demostró ser una buena amiga, pero se quejaba de todooo, ¡era insoportable, pero genial! Hoy si me encuentro con alguien que se queja le digo que agarre un papel y escriba lo que tiene a favor y lo que tiene en contra. Estoy seguro de que cuando termine siempre será más larga la lista de lo bueno que la de lo malo. Tenía una amigo que la gente le huía porque vivía quejándose de todo y hablando de enfermedades. Un día, harto, le recomendé que fuera a la Iglesia, cosa que yo no hago. ¿Por qué? Porque la Iglesia es un sitio para ir a hablar y a pedir sin molestar a nadie. ¿Sabés qué me respondió? Que estaba peleado con Dios (larga una carcajada). Le dije que entonces tenía que perdonar a Dios y olvidar un poco para poder ser feliz. Yo siento que tuve mucha suerte en mi vida. No me puedo quejar de nada. Soy feliz. ¿Sabés lo que fue volver a sentir el vientito en la cara y ver las flores amarillas en el pasto? Antes lo sentía corriendo sobre mis pies, ahora cuando voy con el scooter. Pero es la misma sensación de libertad. Estamos vivos.
Marcelo está de pie. Con su tolerancia a la frustración indemne y lleno de proyectos en su día a día. Mañana irá a remar al gimnasio para fortalecer brazos y, luego, piensa dedicar un buen rato a trabajar en su computadora con sus nuevos proyectos televisivos. Algo tiene para enseñarnos. Porque vamos a darle la razón al filósofo alemán Nietzsche: lo que no nos mata nos hace más fuertes.