Esa mañana de enero, el barrio de Palermo perdió su tranquilidad habitual. En su local de avenida Santa Fe y Fitz Roy, el farmacéutico Julio Schectman no pudo hacer nada para que el teniente coronel Héctor Benigno Varela siguiera con vida. En vano le aplicó dos inyecciones, el cuerpo tenía 17 heridas, muchas provocadas por las esquirlas que había despedido una bomba que un anarquista había arrojado a sus pies. Además, tenía varios impactos de bala de revólver Colt, los más comprometidos eran el del pecho y el que le había afectado la yugular.
Del Regimiento 2, que estaba cruzando Santa Fe, llegaron con una camilla y llevaron el cuerpo sin vida al casino de oficiales, donde lo cubrieron con una sábana.
Fue una gran conmoción. A mitad de la mañana se acercó a la unidad militar el general Agustín P. Justo, ministro de Guerra, acompañado por Jacinto Fernández, jefe de policía y otras autoridades. “Esto no quedará impune, el castigo será ejemplar”, aseguró. Una hora después se hizo presente el presidente Marcelo T. de Alvear.
Hubo un tumulto provocado por el joven nacionalista Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, miembro de la Liga Patriótica Argentina, que a los gritos amenazó a los periodistas con dispararles cuando intentaron acercarse a ver al muerto.
Varela había nacido el 25 de enero de 1875 en la localidad puntana de Renca, una de las más antiguas de la provincia, de donde eran oriundos tres granaderos que cayeron en el combate de San Lorenzo. Egresado en diciembre de 1896 del Colegio Militar, había participado en la revolución radical de 1905 y en enero de 1917 había sido ascendido a teniente coronel. Dos años después estuvo involucrado en la represión durante la Semana Trágica.
Cuando a fines de 1921 estalló un conflicto entre obreros patagónicos y sus patrones estancieros, Varela -viejo conocido de Hipólito Yrigoyen- fue enviado por el gobierno como mediador, tarea que creyó haber cumplido cuando regresó a Buenos Aires. Sin embargo, la patronal había desconocido lo acordado y nuevamente los trabajadores retomaron las medidas de fuerza.
Varela entonces fue nuevamente comisionado a la Patagonia al frente de 150 hombres pertenecientes al Regimiento 10, y unos 50 del 2. Costó reunir a los soldados, ya que era tiempo de baja de conscriptos y los que ingresaban no tenían aún instrucción. Asistido por miembros de la Liga Patriótica Argentina de Río Gallegos, adoptó otra postura: la de perseguir, capturar y realizar fusilamientos en masa de obreros. Pegarles cuatro tiros, es lo que ordenaba cuando le informaban de alguna captura de trabajadores.
Centenares fueron pasados por las armas y otros degollados y eran obligados a cavar su propia fosa. No hubo un registro minucioso de las muertes, y se calcula que Varela ordenó la ejecución de entre 1000 y 1500 personas, entre ellas la del entrerriano José Font, alias Facón Grande, un líder entre la peonada que se entregó cuando le aseguraron que respetarían su vida; otros tantos fueron detenidos. Las tumbas quedaron desperdigadas en la soledad patagónica, muchas de ellas sin cruces y con los años, algunos despojos se dejaban ver en la superficie.
Con la satisfacción del deber cumplido, luego de ser homenajeado por los estancieros en el sur, Varela regresó a Buenos Aires donde imaginó una recepción oficial a toda pompa acorde a los resultados obtenidos. Pero fue ninguneado por el gobierno de Yrigoyen, y su ministro de Guerra lo hizo esperar interminables horas antes de atenderlo y de pedirle un informe por escrito. Nadie quería quedar asociado a la masacre que había cometido y no hubo autoridad que se hiciese cargo.
En el congreso hubo fuertes debates, y se denunció que Varela carecía de las atribuciones de juzgar, condenar y menos de aplicar ejecuciones sumarias. El bloque radical de diputados frenó la creación de una comisión investigadora.
A los meses Varela -convencido de haber cumplido con su deber- fue nombrado director de la Escuela de Caballería en Campo de Mayo, y el ascenso que esperaba a coronel quedaría cajoneado en el Senado. Ni una vez muerto lo conseguiría.
Kurt Gustav Wilckens había nacido en Alemania en 1886. Pacifista y vegetariano, se había dedicado a la jardinería. Había emigrado a Estados Unidos donde tomó contacto con grupos anarquistas y fue deportado cuando participó de manifestaciones obreras. En 1920 vino a Buenos Aires, donde se ganó la vida en varios trabajos, como el de estibador en el puerto y trabajador en chacras en la zona de Cipolletti.
Cuando se enteró de los fusilamientos de los obreros, decidió hacer justicia por mano propia. Como ignoraba cómo se armaba una bomba, un compañero anarquista le proveyó de una.
Ese jueves 25 de enero de 1923 Wilckens salió temprano de la pensión donde vivía y se dirigió en tranvía, que tomó en Entre Ríos y Constitución, a Plaza Italia. En su mano llevaba un paquete. Simulando leer un diario, aguardó pacientemente en el número 2493 de la calle Fitz Roy que apareciese el militar, que vivía en el 2463. A las 7 y media lo vio en la puerta en compañía de una niña, pero inmediatamente volvió a entrar. Cuando salió, cerca de las ocho, lo hizo solo.
En el momento en que iba a arrojarle la bomba, se cruzó una nena de 10 años; Wilckens la apartó, la nena corrió y el explosivo detonó. Las esquirlas hirieron a Varela, que atinó a apoyarse en un árbol, porque le había afectado sus piernas. Mientras se deslizaba por el tronco, intentó desenvainar su sable.
Wilckens, con su peroné fracturado porque las esquirlas también lo habían alcanzado, sacó un revólver Colt y le vació el tambor. Un disparo impactó en el pecho del militar y otro en la yugular.
El anarquista quiso escapar, pero estaba muy herido y se dejó detener. “He vengado a mis hermanos”, le dijo al agente de policía Nicasio Serrano, de la comisaría 31ª. El alemán le tendió el revólver Colt que había usado. Serrano lo golpeó en la boca y le propinó un rodillazo en la entrepierna. Y junto a otro compañero, lo llevaron a la rastra a la comisaría, donde hubo que protegerlo porque ya se habían congregado militares para hacer justicia por mano propia.
La viuda, Mercedes Giovaneli, y sus ocho hijos, se encerraron en su casa. Desde el zaguán, el mayor Jorge Giovaneli, cuñado del muerto, explicó a los periodistas que el militar siempre recibía amenazas pero que nunca había solicitado custodia.
En veinte días hubiese cumplido 48 años.
Fue velado en el Círculo Militar, donde concurrió el ex presidente Yrigoyen acompañado por sus ex ministros. Cuando llegó Alvear, se retiró. Luego el cuerpo fue llevado a su casa y posteriormente se le practicó la autopsia.
Wilckens fue encerrado en la Penitenciaría Nacional y Millán Témperley decidió, a su vez, vengar la muerte del militar, de quien era pariente lejano y había sido subalterno.
El 15 de junio, se hizo pasar por guardiacárcel y mató a Wilckens en su celda de un disparo de fusil Máuser. Cuando la condena a cadena perpetua era un hecho, lo hicieron pasar por insano, y lo internaron en el Hospicio de la Merced, más conocido como el manicomio de Vieytes. Le recomendaron fingir locura y le aseguraron que al poco tiempo quedaría libre.
Vivía cómodamente en una habitación y otro detenido, el yugoslavo Esteban Lucich, oficiaba de su asistente.
Mientras tanto, en el penal de Ushuaia, el anarquista ruso Boris Wladimirovich, afectado por la muerte de Wilckens, decidió a su vez tomar venganza. Sabía que si lograba convencer a las autoridades del penal de que estaba loco de remate, lo encerrarían en una celda del manicomio de Vieytes, tal como era el procedimiento, y tendría oportunidad de matar a Millán Témperley.
Su cometido lo logró, pero a medias. Fue trasladado pero lo encerraron en un pabellón distinto, porque desconocía que su blanco gozaba de un trato preferencial. Luego de convencer a Lucich de que debía ser el brazo ejecutor, le dio un revólver que amigos anarquistas habían logrado hacerle llegar.
El 9 de noviembre de 1925 Millán Témperley esperaba que Lucich le sirviera el desayuno, pero éste, apuntándole con un arma, le dijo que “Esto te lo manda Wilckens” y le disparó. Murió al día siguiente.
Wladimirovich, el instigador, falleció al tiempo. Había quedado paralítico por los malos tratos recibidos, y Lucich moriría en el Borda, años después, lo que sería la última muerte de una larga cadena que había comenzado con la violenta represión a los obreros, que solo reclamaban mejoras en sus condiciones de trabajo.