“Soy jubilado. Soy la casta”. Escrita a mano, con dos colores de birome, sobre un pequeño pedazo de hoja de cuaderno, la credencial artesanal está agarrada a la chomba de Pepe Benvenuti con un alfiler. Una gota de agua destiñe apenas la S de “casta”, cuya panza inferior se estira hacia abajo con forma de lágrima. Parece un chiste, o algo pensado, pero no.
“¿Si la hice para traerla hoy? Nooo. La llevo puesta desde el día que ganó Milei, por eso está un poco manchada. Tiene su uso”, dice Pepe, jubilado, y sonríe a medias, con el gesto del jugador de truco que tiene un siete bravo, aunque cargado de resignación.
Pepe llegó solo desde el barrio de Pompeya, en el sur porteño. Dice que no se aguanta más esto. “Pero a Milei lo puso el gobierno de mierda que hicimos nosotros, los peronistas, hay que hacerse cargo”, aclara. Su primer trabajo fue a los 9 años. Les lustraba los zapatos y botas en la esquina de Lima y Brasil a los laburantes que iban y venían por Constitución. Después hizo muchas cosas. Y sospecha que las volverá a hacer: “Sesenta años trabajé para que no me alcance la plata, voy a tener que salir a vender pañuelos al subte”.
Benvenuti tiene 75 años. Como jubilado gana 105 mil pesos. Por una pieza con cocina en un hotel de Pompeya paga 52.600 pesos por mes. Y tiene otros 25 mil por gastos mensuales para la medicación que controla la presión alta y un problemas de várices. La cuenta se saca sola. “Voy a tener que volver a laburar. Porque yo robar nunca robé. Pero resulta que soy la casta”, reitera Pepe, parado en la esquina de Montevideo y Rivadavia.
A unos metros, el ex jefe de Gabinete Agustín “Chivo” Rossi saluda a militantes que piden sacarse una foto con él. De fondo, un colectivo decorado con parafernalia nac & pop (de Belgrano a Hebe de Bonafini, de Evita a CFK) hace de escenografía perfecta para los instagramers. Pepe mira de lejos. De repente, la cantidad de gente que hay en la esquina se multiplica. Pequeñas corrientes humanas que van y vienen arrastran a Benvenuti hacia la avenida. Pepe se despide con una mano. Con la otra sostiene su credencial.
En la otra cuadra, Máximo Kirchner llega junto a la extensa columna de La Cámpora. Unos metros más allá, Axel Kicillof saluda como un rockstar de camisa blanca a la multitud que le pide besos, abrazos y selfies. Hay dirigentes por todos lados. Gabriel Katopodis llegó en tren. Pero esta vez no son el centro de atención. Son uno más una multitud impresionante de trabajadores anónimos.
Cientos de miles de personas pusieron a prueba el protocolo antipiquetes promocionado por la ministra de Seguridad en la movilización que acompañó el primer paro de la CGT contra este gobierno. Una enorme mayoría marchó encolumnada en sus sindicatos, gremios o colectivos (de artistas, por ejemplo, o religiosos) sobre las calles que confluyen en el Congreso. Desde la 9 de Julio hasta Callao/Entre Ríos, desde Corrientes hasta Belgrano, por las calles paralelas y transversales a Rivadavia había gente caminando o hacia la plaza bajo la cúpula.
Taxistas, camioneros, trabajadores de la cultura, periodistas, enfermeros, aceiteros, estibadores, empleados estatales, desocupados y muchos jubilados colmaron el centro porteño ahogados en dos gritos esenciales: “La Patria no se vende” y “El que no salta votó a Milei”.
Amalia Boselli, educadora y narradora, camina por Avenida de Mayo con un cartón pintado con la leyenda: “Nunca ómnibus - siempre colectivo”, en un doble juego de palabras que apunta a la ley de más de 500 artículos que presentó el Poder Ejecutivo y la idea colectivista que el propio Milei repudia en sus discursos.
“Estoy en contra de la ley. Esto me hace acordar a los ‘90 y me preocupa el futuro, por los jubilados, por las infancias”, comenta bajo un sol intenso que obliga a muchos a buscar los conos de sombra que aparecen como manchas sobre la avenida. Detrás suyo, alguien pasa con otro cartel que resume el espíritu de la marcha: “Sin igualdad de oportunidades la famosa libertad es una estafa”.
Cerca de la plaza, bajo una bandera que reproduce la frase “No odies”, del mártir riojano Wenceslao Pedernera (beato, ruralista, asesinado delante de su familia en 1976 por un grupo de tareas del Ejército), el cura en opción por los pobres Paco Olveira grita “la Patria no se vende” con un megáfono. Lleva bermudas y remera blanca. La gente que lo reconoce lo saluda, lo abraza.
Paco cuenta por qué está en la marcha y por qué camina con la bandera blanca que dice “No odies”: “Siempre se acusó al K de odiar pero es la derecha la que odia. Espert es un claro representante. Y Milei es otro, para él cualquiera que piense distinto es el demonio, incluso el Papa”.
El sacerdote considera que este gobierno “es una dictadura encubierta” y remarca que la situación en los barrios es angustiante. “Literalmente no alcanza para comer. No es un eufemismo. La gente no tiene guita para comer. Los comedores son una incógnita. El precio de las garrafas se duplicó. No te alcanza para nada”, dice.
Detrás de la columna de los trabajadores de la cultura (se la ve a la actriz Nancy Dupláa en familia, y al actor y director Martín Piroyansky, entre otros) están los del Estado, nucleados en ATE. En la misma cuadra conviven los laburantes de la Defensoría del Público, cuya desaparición contempla la ley ómnibus, y un grupo de empleadas que opera la Línea 144 de violencia de género en CABA.
“A través de la derogación de dos artículos de la ley de servicios de comunicación audiovisual buscan eliminar la Defensoría del Público. Es un atentado a la libertad de expresión y al derecho a la comunicación. Pero además es un ataque a los 140 trabajadores”, comenta un hombre que prefiere, por razones obvias, no revelar su identidad.
Las mismas razones que tiene un grupo de chicas jóvenes, recientemente desvinculadas de su trabajo en la Línea 144 del gobierno porteño. “Nos cortaron los contratos de locación. Y más allá de que perdimos nuestro trabajo, las tres trabajábamos en el turno tarde, por lo que ahora solo quedaron dos personas. Un llamado por violencia de género que no se atiende puede ser un femicidio”, comenta la chica.
Más cerca de la cúpula está Rodrigo Manigot, cantante y letrista de la banda de rock Ella es tan cargosa, que llegó en tren desde Castelar, zona oeste. Ocupa una pequeña porción de la plaza frente al Congreso junto a su amigo Andrés Rodríguez dueño de la librería De la Mancha, de una de las históricas de avenida Corrientes.
“En la ley ómnibus y en el DNU hay ataques a la propiedad intelectual y los derechos de intérprete, que vienen siendo apuntados por el liberalismo, que quiere sacarles esas cajas. Me importa marchar por la sociedad en su conjunto, que está amenazada fuertemente por las políticas de este gobierno”, consideró el autor de la popular canción Ni siquiera entre tus brazos.
“Hay una idea antiestatal, incluso entre muchos artistas, que es un serio error, que implica que un montón de música no tenga difusión, que solo quede para los grandes intérpretes. Esa no intervención es un serio error porque implica que muchos músicos no se puedan subir a grandes escenarios o conectar con otros artistas de otras provincias. Hay cosas para revisar pero estas leyes no vienen a mejorar lo que está, sino para aprovechar y liquidar lo que queda de país”, agregó Manigot.
Rodríguez tiene hace 21 años su propia librería pero lleva más de tres décadas en el rubro. Asegura que si se cambia la ley, que incluye el final del precio único del libro, “se concentrará la venta en las grandes cadenas, un filón para Mercado Libre, y hará que se cierren librerías pequeñas y será difícil que las editoriales chicas subsistan”.
Para el librero, no se trata de una búsqueda de ahorro. “Es solo maldad, el Estado no viene poniendo un peso para que las cosas ocurran así. Tenemos 1.500 librerías en el país con una gran variedad, reconocidas en todo el mundo y eso se va a terminar”, comenta. Su voz se pierde entre las voces de la multitud. Una ola de sonido llega y lo tapa todo. Una única voz que grita, otra vez: “La Patria no se vende”.
Fotos: Gustavo Gavotti, Adrián Escándar y Franco Fafasuli