Pasaron 30 años, pero Nicolina Ivanoff no puede olvidar -ni quiere- cada detalle de aquel 21 de enero de 1994. Ese día fatal, su hija Alicia Giúdice murió atrapada por el fuego en un campo cercano a Puerto Madryn. Junto a ella perdieron la vida otros 24 bomberos. Con paciencia y mucho dolor, reconstruyó las últimas horas de la joven, que tenía 22 años. Supo, por ejemplo, que a pesar de las primeras versiones, su cuerpo no estaba junto al de su novio, Cristian Meriño, con quien estaba a punto de casarse. “Dentro del cuartel se trataban de usted, había respeto. En la desesperación para huir no creo que se hayan encontrado. Se habían elegido para vivir juntos, no para morir…”, intuye con el dolor todavía en carne viva.
Desde el teléfono solo llega el débil llanto de Nicolina y sus palabras entrecortadas: “No olvido nada, se iban a casar el 5 de febrero, 15 días después... Ya son 30 años que me quedé sin ver nietos por parte de ella, sin ver más a Alicia. La sigo esperando. Para mi se fue de luna de miel y ya va a volver. Pero se hace muy largo, y a veces siento que estoy cansada de esperarla”. Luego, la mujer de 74 años hace un silencio para respirar profundo, y regresa con la necesidad de recordarla, que todos sepan quién era su hija: “Alicia era la flor de la casa. Siempre estaba contenta, alegre. Llegaban las fiestas y ella sólo quería adornar su arbolito de Navidad. Era inteligente, tenía el título de Técnica en Administración de Empresas y estaba en segundo año de Organización Industrial. Y era habilidosa; tocaba la guitarra, el órgano, tejía, bordaba, cosía vestidos, pintaba muy lindo y escribía poesías. Yo no sé dónde aprendió todo. Le gustaba mucho vivir”.
Desde chica, Alicia también encontró que una de sus pasiones era ayudar a los demás. Formó parte de los Boy Scouts, llegó al escalafón más algo y un día, cuenta Nicolina, le dijo: “‘Má, acá cumplí, cuando el cuartel de bomberos incorpore mujeres me voy a anotar’. Ya tenía 17 años y mucho no me gustó. Pero el hermano, Nahuel, también se anotó, ya estaba Cristian también y no le pude decir que no. Un día la vi pasar colgada de la autobomba. Hasta llegó a manejar el camión…”.
Con Cristian se habían conocido en el Instituto Politécnico de Madryn. Y comenzaron a salir cuando coincidieron como voluntarios en el Cuartel de Bomberos. Él era Cabo 1°, y ella, Cabo. El 21 de enero, cuando sonó la sirena llamándolos, pintaban la casa donde iban a vivir luego de casarse en la Parroquia La Sagrada Familia. Habían preparado cascos de tergopol para el carnaval carioca de la fiesta, el ramo de gladiolos color salmón y acordaron que la torta la haría Silvana, la hermana de Cristian. Dejaron todo y corrieron hacia el cuartel. El hermano de Alicia, Nahuel, también escuchó, pero estaba jugando al fútbol y no podía dejar a su equipo con uno menos. No lo sabía, pero tampoco iba a dejar sola a su mamá.
Nicolina, como todos, aún se pregunta por qué. Por qué, por ejemplo, en el grupo de los 25 que murieron había 11 menores de edad. “En 30 años nunca nos dieron una explicación. ¿Qué es lo que realmente pasó? ¿Y cómo no hubo culpables? Hubo gente que tenía que estar presa y se tapó todo. Hacía cinco años que no pasaba ningún inspector de Defensa Civil para ver cómo trabajaba el cuartel. Está el libro de actas… Nadie se preocupaba, sonaba la sirena y los chicos iban y se metían, algunos salían a apagar los incendios en alpargatas. Ese día varios estaban en la playa y fueron en short y ojotas, y así los encontraron. Alguien tenía que haber pagado por la vida de esos chicos. Pero no hubo culpables”, lamenta la mujer.
Los menores de edad que lucharon y murieron contra llamas de siete metros de altura (¿qué podían hacer?) fueron Paola Romero, de 17 años; Juan Manuel Passerini y Ramiro Cabrera, de 16; Lorena Jones, Alejandra López, Néstor Danco y Juan Moccio, de 15; Cristian Zárate, de 14; Mauricio Arcajo y Carlos Hegui, de 12; y el más pequeño, Marcelo Miranda, de apenas 11.
Chelito, como le decían a Miranda, era adoptado. Su papá, de nacionalidad chilena, se llamaba Santiago Fierro. Nacido en la isla de Castro, se mudó de océano y de país en 1986. Justo cuando sucedió la tragedia, le había comprado un ciclomotor a su hijo, que nunca le pudo regalar. Según contaba en 1994 (Fierro murió en 2018), al niño le habían firmado una autorización para ayudar en el cuartel, pero no para acudir a los incendios. No obstante, recordaban que cuando sonaba la sirena, Chelito agarraba su bicicleta y salía pedaleando para la estación de bomberos. El último de su familia que lo vio con vida aquel 21 de enero fue su hermano Fernando, que le gritó “¡Chelito, dejá, no vayas…!”. Pero no lo escuchó.
Nada positivo se puede rescatar de una tragedia semejante, pero al menos, desde ese momento se abrió una escuela para bomberos junto al cuartel y se tomó la decisión de prohibir que menores de edad participen de operativos de tamaña magnitud.
El fuego
Según la pericia policial, firmada por los comisarios Evaristo León y Antonio Ruscelli y el subcomisario Guillermo Schanz, que fue entregada a la justicia el 2 de febrero de 1994, el incendio se inició al mediodía, cerca de una ermita ubicada junto a la ruta 3, a 15 kilómetros de Puerto Madryn y a metros de la rotonda sur del acceso a la ciudad. En un verano seco y caluroso, la vegetación (jarilla, piquillín, coirón, algarrobitos y moyes) encendió en forma veloz y el fuego se disparó hacia el campo que, por esa época, pertenecía a Ana Gallastegui.
El primero que se percató del humo fue un adolescente que alertó a la policía. A las 14.30, desde la seccional Primera llamaron a los bomberos.
Desde el cuartel partieron en dos grupos. Uno estaba a cargo de Daniel Zárate, y el otro, de Cristian Meriño. A bordo de sendos móviles, ingresaron unos 3.000 metros dentro del campo. Alcanzaron una construcción abandonada, a la que llamaban Puesto Gallastegui. A las 16.15, en el Móvil 8, arribó un tercer grupo a las órdenes del suboficial principal José Luis Manchula. De todo el personal del cuartel, ese día era quien tenía mayor autoridad. El jefe, Ricardo Vera, estaba en la localidad de Rawson. Con Manchula iban varios menores de edad. El equipo de protección del que disponían era limitado: botas de goma y overoles. También tenían cinco radiotransmisores para comunicarse entre ellos. Caminaron 400 metros en dirección oeste.
Cuando llegó Manchula, la temperatura era 28.8° y la velocidad del viento había trepado a los 25 kilómetros por hora, un 36% más que cuando se inició el fuego. Según se estableció, en ese momento las llamas avanzaban a una velocidad de 6 km/h hacia el oeste y a 3 km/h hacia el sur. Una hora después, el viento amainó hasta los 18 km/h.
Pero se sabe, o se supo luego de la tragedia, que el viento juega con las llamas, y es traicionero. Cinco minutos más tarde, el sargento Julio Laportilla llamó a la avanzada que combatía el fuego y los alertó sobre un cambio en la dirección y la velocidad del viento. Recibió la respuesta de Cristian Meriño, quien le dijo que podía ver, a unos 300 metros de distancia, el Puesto Gallastegui. Y que estaban todos bien. Pero Laportilla sabía de qué hablaba: en ese instante -según las pericias- el viento soplaba a 40 km/h (122% más que unos momentos antes) y la temperatura ambiente alcanzaba los 32°, la máxima de aquel día.
Cinco minutos más tarde, Laportilla insistió. Con cierta alarma, les advirtió que por el aumento de la velocidad del viento, las llamas tomaban mayor altura. Esta vez, nadie respondió. Se encontró con un silencio alarmante. Recién a los diez minutos de llamar con urgencia, escuchó la voz de Manchula: les pedía auxilio, porque las llamas los estaban cercando.
Laportilla, entonces, acudió en ayuda de sus compañeros. A las 17:38, según el reporte, las llamas impidieron que alcanzara el lugar que, intuían, podrían estar sus camaradas. Dos minutos más tarde lograron superar la barrera de fuego y llegaron hasta una tranquera. No vieron a nadie ni recibieron respuesta a sus llamados de radio. Pensaban que el grupo había buscado una vía de escape en dirección sur o por el oeste.
Recién a las 17:55, al no hallar a nadie, Laportilla se comunicó con el Cuartel Central y solicitó que hicieran sonar la sirena de alarma general.
Entre las 18:00 y las 18:15 se escucharon los últimos y angustiantes pedidos de socorro del grupo. El informe pericial lo señala con claridad: “Siendo lo último que captan probablemente la voz de un menor, que lo hacía con bastante desesperación”.
Ya no hubo más nada que hacer.
Los cuerpos fueron hallados recién a las 7.30 de la mañana del 25 de enero. Una patrulla encontró, entre animales calcinados, algunos cascos y palas. Siguieron caminando y hallaron, metros adelante, los primeros cadáveres. Y luego, al resto de los 25 bomberos que habían muerto la tarde anterior, encerrados por el cambio de dirección del viento y la fiereza que habían cobrado las llamas, sofocados y asfixiados por el calor y el humo.
Vera, el comandante del cuartel de Puerto Madryn, que había regresado de inmediato, reconocía la zona desde un avión al mismo tiempo que hallaban a sus bomberos fallecidos. Al ver el espantoso panorama, sufrió una crisis nerviosa y debió ser internado en la Clínica San Jorge de Puerto Madryn. Nunca más dirigió el cuartel.
El fuego se terminó de apagar 40 horas después. La desesperación de las familias de los muertos recién comenzaba.
30 años de adiós
El sábado 22 por la noche, 23 de los 25 cuerpos fueron velados en el Gimnasio Municipal (Ramiro Cabrera y Marcelo Miranda, por razones religiosas, tuvieron una despedida aparte). El domingo 23, al atardecer, los 25 féretros fueron colocados sobre un camión. La caravana ocupó varias cuadras. Había enviados de cuarteles de bomberos de todo el país. En el cementerio municipal, los nichos del número 268 al 293 esperaban a los fallecidos.
Nicolina decidió que el vestido de novia que iba a usar Alicia para su boda recubriera su ataúd. Y luego pidió su uniforme de bomberos, para que también la acompañase por siempre.
La tarde que Alicia murió, su madre permaneció aferrada a una radio para conocer las novedades. Por la noche, preocupada, se dirigió al cuartel. Hasta las dos de la madrugada esperó noticias. Cuenta que le dijeron “que estaban bien, que necesitaban agua y fruta”. “Crucé a una verdulería y le pedí al sereno que por favor me diera una bolsa de naranjas”, dice. Al día siguiente, oyó los gritos de un vecino, presa de un ataque de nervios al enterarse de la muerte de sus amigos. Nicolina salió corriendo hacia el cuartel. Antes de llegar, unas compañeras del hospital donde era radióloga la detuvieron y la abrazaron, para contarle que su hija estaba entre los muertos.
“La pérdida de un hijo es lo peor que le puede pasar a un ser humano. No te recuperás nunca”, admite. Nahuel, su hijo varón, se fue a vivir a Pinamar, porque no podía soportar la ausencia de su hermana. Allí se casó y le dio dos nietos, Juana y Felipe. Dice que la nena, “es un calco de Alicia”. Nicolina tiene otra hija más que aún vive con ella. Es Marisa, que adoptó por pedido de Alicia y Nahuel cuando en el hospital le avisaron que una niñera iba a abandonar a la beba porque no la podía criar. Desde la navidad del ‘94, además, la mujer adorna un arbolito sólo para Alicia, como a su hija le gustaba.
La causa judicial, como recordó Miriam Battistesa, (bombero, casada con Daniel Zárate -que ese día combatió el incendio- y cuñada de dos víctimas, Juan Carlos y Cristian, que tenía apenas 14 años) “terminó en nada, literal. El que llevó a los chicos murió con ellos.”
Hoy, en Puerto Madryn, habrá homenajes para los 25 bomberos muertos hace 30 años. El actual intendente, Gustavo Sastre, era compañero en la escuela primaria de Alicia. El 21 de enero fue declarado como “Día del Mártir Bombero Voluntario”. Una placa se va a colocar en el monumento al Bombero Alado. Y otra, en la plaza del barrio Mapu Ngefu, donde las calles circulares llevan el nombre de los muertos. Desde la página de Facebook de la Asociación de Bomberos Voluntarios Puerto Madryn, a partir de las 9.00 de la mañana, se transmitirán las ceremonias.
Porque lo único que puede ayudar a que no se repitan las tragedias es una mejor preparación, y el ejercicio permanente de la memoria.