Aunque los años del deliberado “ostracismo” sanmartiniano han sido documentados y estudiados en más de un ensayo historiográfico, sin embargo, sigue apareciendo ante nosotros como un período, si no del todo misterioso, al menos velado detrás de una privacidad doméstica y unos episódicos vínculos europeos que despiertan la intriga propia de un enigma. ¿Cómo transcurrían los días del Libertador, jubilado y burgués, padre primero y más tarde abuelo, en Europa? Conocemos bastante la respuesta, pero he allí que la pregunta regresa y sigue aguijoneando nuestra curiosidad, como una espina.
En setiembre de 1829 y tras un fallido viaje al Río de la Plata, el general San Martín acababa de regresar a Bruselas, donde desde 1824 había fijado su residencia, junto a uno de sus hermanos, y donde había logrado una vacante para la internación escolar de su hija Mercedes. Al no poseer bienes de fortuna, la inscripción se resolvió como una beca.
Fue precisamente el suburbio apacible donde había radicado su discreta morada, el lugar de escritura de las famosas “máximas” para la buena crianza de la niña nacida en 1816, que era motivo de especial desvelo para el padre, desde que, huérfana de madre, su abuela doña Tomasa de la Quintana de Escalada había dispensado no pocas licencias a los caprichos de la mocosa.
Pero la inestabilidad política en los Países Bajos en 1830 lo llevó a Francia (en tanto el hermano marchaba a España), donde antes no había podido obtener su radicación. Las cosas habían cambiado para entonces y hasta el canciller francés había mantenido una reunión con San Martín en Bélgica.
Ni bien supo que en Paris funcionaba un colegio español-americano donde se educaban jóvenes argentinos, chilenos, peruanos y algunos colombianos, allí se dirigió, deseoso de visitar a los hijos de antiguos compatriotas y camaradas, conocer los avances morales de aquella nueva generación sudamericana y, de paso, enterarse por medio de tan prístina fuente de las novedades del Plata y de allende los Andes.
Era aquella escuela el Liceo Hispanoamericano fundado en 1827 por don Manuel Silvela (1781-1832), un intelectual liberal español adscripto al grupo de los “afrancesados”, que prefirió la tutela del Borbón que reinaba en Francia, en canje del despotismo del Borbón que reinaba en España desde 1812. En efecto, y pese a que su conducta como magistrado había desbordado humanismo, temió ser perseguido por el nuevo orden y marchó a Burdeos junto a su mujer, su madre y sus hijos. Allí fue retratado por otro exiliado ilustre, su amigo Goya.
Animado por el éxito de su primer emprendimiento educativo en Burdeos, Silvela había desarrollado una activa campaña publicitaria de su establecimiento parisino en los países independientes de habla española, presentándolo no sólo como un núcleo para la convergencia europea de la etnicidad americana, sino como un instituto pedagógicamente avanzado y dotado de un plantel docente de excelencia, que hacía de cada aula, virtualmente, una academia. Porque dictaban clases el poeta Maury, el jurista Pincheiro Ferreira, el matemático Vallejo, el literato clásico Moratín (otro exiliado, tan amigo del propietario y director) y el erudito Silvela en persona. Y todo ello en el corazón de Paris, que era a la vez el corazón de la cultura occidental.
La visita del Libertador fue relatada por uno de los internados del colegio, el alumno chileno Vicente Pérez Rosales (1807-1886), en su libro de memorias de hechos acaecidos entre 1814 y 1860 titulado “Recuerdos del pasado”, cuya primera edición apareció en 1882, dada a los tórculos como folletín por el diario “La Época” de Santiago de Chile; y a la cual siguieron otras varias ediciones, hasta el texto íntegro que publicó en precioso formato y exquisito papel la editorial Francisco de Aguirre, y cuya impresión se hizo en la Sociedad de San Pablo ubicada en Florida (partido de Vicente López).
Pérez Rosales es un caso paradigmático hasta la médula de la fermentación y la maduración de la élite ilustrada chilena del siglo XIX. Había nacido en Santiago de Chile, en el seno de una familia opulenta, y la vida (“andariega y no siempre afortunada”, según él mismo) lo expuso a intensos contrastes. Alternó actividades mercantiles (incluso el contrabando) y faenas rurales, con una travesía a California durante la “fiebre del oro”, el desempeño de magistraturas públicas y una misión como cónsul y como agente colonizador del sur chileno en Alemania, donde conoció a Humboldt. También fue escritor y habilidoso dibujante de escenas costumbristas (había tomado clases con Monvoisin), y pasó los últimos años en el retiro de la vida privada, en compañía de su esposa, una dama viuda que, al decir de Luis Montt, “le dio su mano y su fortuna”.
Pero retrocedamos en el tiempo: su abuelo paterno español, José Pérez García, había escrito una historia de Chile; su otro abuelo, Juan Enrique Rosales, también era español e inclinado a las letras, y en 1810 integró la “junta gubernativa”, lo cual le valió, luego, el confinamiento en una isla. Huérfano de padre a temprana edad, su madre lo inició en los primeros rudimentos de la lectura castellana y el idioma inglés. Aquella mujer abnegada, doña Rosario, quiso acompañar a su progenitor desterrado al mismo presidio, en un episodio de piedad filial digno de los anales romanos narrados por Aulo Gelio.
Estos hechos obligaron a la familia a mudarse a Mendoza, tras la derrota de Cancha Rayada. Vicente tenía once años y concurrió, como “alumno armado” del único colegio, a integrar la escolta de rigor para la ejecución coram populo de los hermanos Carreras. Este hecho le dejó una marca profunda y, según veremos enseguida, lo sacó a relucir en la conversación con San Martín, apenas pudo y del modo más delicado.
Tras una aventura en las playas lejanas del Brasil (adonde fue arrojado como un deportado) y restituido al hogar materno, se embarcó con otros jóvenes de familias principales chilenas con rumbo a Francia, en 1825. Su propósito era educarse en París y ahí estaba disponible el colegio de Silvela. En tales circunstancias se produjo su encuentro con el Libertador.
Cuenta el memorialista que la llegada de San Martín desde su casa de la Rue Providence al colegio, a pie y sin compañía, provocó la mayor alegría a los chilenos y a los argentinos, aunque menos efusivos fueron los españoles y los peruanos. Vestía un levitón gris abotonado, cubría sus manos con guantes de piel de ante del mismo color y apoyaba el peso de su cuerpo en un bastón grueso, seguramente para mitigar las penurias de su artritis reumatoidea. A sus cincuenta años, era una figura patriarcal nimbada de glorias militares y de circunspección cívica.
El joven Pérez Rosales salió a recibirlo con un abrazo y al grito de “-¡Mi general!-”. Al principio el viejo guerrero no lo reconoció, pero pronto, al interrogarlo acerca de su país de origen y de cual era el apellido de su familia, sus ojos brillaron con la emoción propia de un reencuentro. Luego, abrazó a cada uno de los pupilos, vástagos todos de aquel tronco de estirpes sudamericanas que le debían la emancipación. Según el testigo, era aquella “la más perfecta imagen de lo que acontece en una familia cuando inesperadamente vuelve a la casa un padre querido”.
El narrador se maravillaba de la asombrosa memoria del general, pues casi no quedó un miembro de aquellas familias por el cual no preguntara con verdadero interés.
Curiosamente, y sin poder saber el motivo, los estudiantes españoles y los peruanos comenzaron a hostigar a hurtadillas a los argentinos y a los chilenos, rehuyendo de su compañía, luego de la primera visita. Para colmo, la presencia del general Pablo Morillo “el Pacificador”, en el mismo establecimiento, días después, avivó aún más la flama de los resentimientos. La simpatía de los españoles hacia aquel militar que había consumado la reconquista de Nueva Granada y Venezuela podía ser comprensible, pero ¿por qué los peruanos, aunque evitaron pudorosamente salir a recibirlo, se alegraron tanto con aquel huésped? ¿provenían acaso de familias monárquicas? Más todavía: hubo un colombiano a quien debieron contener sus condiscípulos, para evitar que fuera a insultarlo a Morillo en la misma sala donde ocurrió la audiencia, seguramente sabedor de los ajusticiamientos que había ordenado durante el llamado “régimen del terror” que sucedió a la traición de Arismendi en la isla Margarita.
En cualquier caso, la revolución de julio de 1830 y su secuela de cambios políticos acabó por precipitar el cierre del prometedor colegio de Silvela.
Pero aquella no fue la única ni la última visita del año. San Martín regresaba cada tanto y Pérez Rosales dice haberlo acompañado rigurosamente de vuelta a su casa, aprovechando para entablar conversación sur la même marche, mientras caminaban a la sombra de los árboles de las Tullerías. En una de aquellas caminatas, que debían durar un buen rato por la distancia y por el lento caminar del general, éste recordó -o fingió recordar con benevolencia- que el joven colegial había echado armas al hombro en Mendoza y, por tanto, lo llamó “amado colega”. A lo cual respondió el pupilo con cierto rubor que, en rigor de verdad, había sido un simple recluta suplementario y que su espada había permanecido en la vaina. Y que de ninguna manera quería exagerar el heroísmo de su foja de servicios, dijo, a diferencia de otros militares de su mismo bajo rango, que “ocultaban esa virginidad para darse aires de mujer corrida para mejor optar a premios…” La figura picaresca causó una carcajada al veterano militar.
Luego, San Martín le preguntó al jovencito si aún quedaban amigos suyos en Chile, de los pocos que él había dejado al salir rumbo a Mendoza para emprender el camino del exilio. Y poniendo la mano en el hombro del estudiante añadió: “Porque amigos ‘de nombre’, amiguito, rodean con tanta abundancia al que dispone de empleos que poder repartir, cuanta es la escasez de los sinceros…”-
La respuesta no podía despojarse de cierto dejo de amargura: al entrar Freire al poder, muchos amigos que el Libertador tenía en común con O´Higgins (sometido a juicio de residencia) habían optado por enmudecer para evitar represalias; otros, como el caso de Solar, cuya casa y tertulia frecuentaba San Martín, habían sido llevados al destierro como retribución por el “crimen” de su amistad.
San Martín expresó entonces que su pobre reputación no andaría mejor parada por aquellos lugares. Esta reflexión motivó en el interlocutor el deseo de introducir otro elemento de controversia, aunque se contuvo. “-No me atrevo-”, dijo, temiendo ofender al general, aunque sentía la punzante urgencia de una idea reprimida, tal vez desde muchos años atrás.
Pero San Martín se mostraba deseoso de conocer los detalles de su desprestigio. “-¡Atrévase usted, querido!-” le dijo con llaneza. Pérez Rosales sacó a relucir dos temas sensibles: la ejecución de los hermanos Carrera, que los enemigos juzgaban como un un crimen inútil y atroz, del cual había sido precoz testigo en Mendoza; y la insinuación de que el Libertador había malversado dineros chilenos y los había desviado de la campaña al Perú.
Es evidente que en este punto de la charla el humor de San Martín debió cambiar drásticamente: según el narrador, puso su rostro violentamente entre ambas manos y así permaneció unos largos instantes, dando a entender con este gesto dos contrariedades: el dolor lacerante de aquel recuerdo de la inmolación de los Carrera y, a la vez, la amargura que le provocaba la ingratitud de muchos chilenos.
Pérez Rosales confiesa que comenzaba a arrepentirse de haber sido tan franco, cuando de pronto el general levantó la vista y la posó en la copa de los árboles, diciendo a media voz, como si hablara para si mismo:
“Gringo badulaque, Almirantito, que cuanto no podía embolsicar lo consideraba robo. Dispénseme Usted querido colegial, no se donde se me había ido la cabeza, ¿con que todo esto dicen por allá?...”
Naturalmente, el exabrupto y el diminutivo aludían a Lord Cochrane, su némesis terrena en la campaña libertadora. Reponiéndose, justificó categóricamente el rigor del castigo a los Carrera, aunque dejó abierta la ventana de una concesión honrada respecto de las intenciones patrióticas de los revoltosos. Y añadió, echando un vistazo a su ropa y a sus guantes de gamuza lustrosos por el uso: “En cuanto a la poca pureza, ¡a la vista está!”…
En el prólogo a la tercera edición de los “Recuerdos del pasado”, del año 1910, Luis Montt hace notar la extrañeza de este momento tan expansivo del vencedor de Maipú, contrariando su talante siempre reservado y casi hermético en lo tocante a sus días en la empresa libertadora. A tal punto, señala el prologuista, que el lector primerizo de la anécdota llegaba a preguntarse si sería verdad aquella conversación. Y agrega, en beneficio de la autenticidad de la narración que “la entera franqueza de su joven interlocutor debió sorprenderle y agradarle; y luego debe pensarse que los políticos reservados lo son cuando están en escena con sus iguales que pueden sondearlos; no con los jóvenes que se les acercan a tributarles respeto…”
De alguna manera, el sinceramiento sanmartiniano adquirió el tono involuntario de una justificación según razones de Estado para la eliminación de los Carrera, ya no únicamente delante de aquel muchacho de 22 años, sino ante toda una generación de americanos para quienes la guerra de la independencia era no sólo un recuerdo de infancia, sino, en tantos casos, una trágica interferencia en el destino familiar, salpicado desde entonces de muertes, confiscaciones, presidios y destierros.
Años después, todavía le pesaba a Pérez Rosales el haber traído a colación aquel tema ríspido e ingrato para los oídos de un hombre íntegro, pues, decía, que de cualquier otra cosa podía acusar la maledicencia al general San Martín, “menos de peculado”. Y agregaba que: -”… conocía la pureza de San Martín en el manejo de los dineros que corrían por su mano. Pero ignoraba muchos de sus rasgos de generosos desprendimiento en obsequio del mismo país por cuya libertad lidiaba. Ignoraba que los diez mil pesos, suma enorme entonces, obsequiados al héroe por el cabildo de Santiago para costear su viaje a Buenos Aires, después de la batalla de Chacabuco, los había éste cedido para que con ellos se echasen los primeros cimientos de nuestra actual biblioteca nacional; y entre otras generosidades de aquella hermosa alma, ignoraba también que hasta el fomento de la vacuna costaba a San Martín la tercera parte de los productos de un fundo rústico que poseía en Santiago. ¡Y era pobre!”
He aquí un retrato más de la grandeza moral del Libertador argentino y las marcas indelebles de su identidad como oficial formado en el ejército real español, consistente con la matriz cultural de la Ilustración.
Los encuentros entre el colegial y el general concluyeron a fines de 1830, a causa del regreso del primero a Chile. Luego le perdió el rastro hasta veintinueve años después, cuando halló los vestigios evocativos de su existencia en el relicario que custodiaban las nietas del prócer, en la casa de su yerno Balcarce.
Podrá argüirse que en los “Recuerdos del pasado” de Pérez Rosales, maguer su complexión como un clásico identitario chileno, se alternan episodios autobiográficos de casi imposible verificación, con otros de indiscutible evidencia. Los coloquios peripatéticos con San Martín son ejemplo del primer grupo narrativo. Y sin embargo, superada aquella primera crisis de veracidad que mencionaba Montt, el lector adquiere la plena convicción de hallarse ante una escena y un diálogo que no admiten dudas, porque, sobre la frescura de un relato que conecta la memoria del viejo narrador de 1882 con la espontánea curiosidad del joven que era en 1829, se proyecta la augusta sombra del carácter sanmartiniano.