Cuando comenzaron los disparos, Jorge Ibarzábal le dijo a su esposa Nélida y a sus hijas Silvia y María José que se tirasen al piso, mientras cerraba las ventanas y bajaba las persianas del departamento que ocupaban, calle de por medio, frente a la guardia del cuartel. Luego, fue a buscar a Robertito, de 10 años, su hijo menor, que dormía en la cama matrimonial. Era la noche del sábado 19 de enero de 1974, hacía un calor de locos y un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo estaba atacando el Regimiento de Caballería de Tiradores Blindados 10, donde también funcionaba el Grupo de Artillería Blindado 1, en un amplísimo predio que ocupaban desde fines de 1967 en la ciudad de Azul.
Afuera se escuchaba un verdadero infierno. Aún Ibarzábal ignoraba que ocurría y decidió cruzar al cuartel. Discutió con su esposa quien no quería que se arriesgase, que antes averiguase por teléfono qué era lo que ocurría. Cuando la mujer levantó el auricular del aparato se percató que las líneas estaban cortadas. “Tengo que cruzar. Soy el jefe”, y salió.
El 15 de diciembre el teniente coronel Ibarzábal, que venía de un puesto en el Comando en Jefe del Ejército, se había hecho cargo del Grupo de Artillería Blindado y en dos meses cumpliría 46 años. Fanático de Racing, escuchaba jazz, tocaba el piano de oído y le gustaba cocinar. Era muy familiero y amigo de los amigos de sus hijos. Cuando hizo el curso en la Escuela Superior de Guerra había sido elegido como el mejor compañero.
El ERP era el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Fundado el 30 de julio de 1970, sus primeras acciones fueron tomas de comisarías, robos de bancos y armerías. Su objetivo era desarrollar una guerra revolucionaria popular que instalase un Estado socialista en el país. Luego harían atentados más grandes, secuestros de empresarios e intentarían instalar un foco guerrillero en los montes tucumanos.
Esa noche era la primera vez que la guerrilla urbana operaba con mucha gente y lejos de la ciudad de Buenos Aires. Unos 80 hombres de la Compañía Héroes de Trelew llegaron al cuartel por la calle Remedios de Escalada en tres camiones, dos Mercedes Benz 1114 y un camión Dodge, pintados como los usados por el Ejército. Al soldado de guardia del puesto 3, Daniel Osvaldo González, le resultó sospechoso, y cuando les negó la entrada, lo mataron, algunos dicen que a tiros y otros que fue degollado. González vivía con su mamá Enriqueta y sus tres hermanos en Villa Tesei; era mecánico, reparaba las motos de sus compañeros y le faltaba un mes para irse de baja del servicio militar.
Cómo fue el ataque
Los delincuentes usaron como base de operaciones la casa quinta del doctor Miguel Ángel Inza, que ya había fallecido, ubicada a unos doscientos metros de los fondos del cuartel. Era un chalet de paredes blancas y ventanas azules, rodeada por un cerco alto de ligustro, que impedía ver desde el exterior. Los guerrilleros maniataron a su casero, Manuel Rodríguez y allí se vistieron con ropas de combate.
Cuando los atacantes ingresaron, se desencadenó un tiroteo infernal, que hizo que muchos vecinos, acostumbrados a la calma pueblerina, corrieran en todas direcciones en busca de refugio. En el almacén El Solito, ubicado detrás de las vías del Ferrocarril Provincial, los parroquianos que estaban jugando al truco voltearon las mesas para protegerse.
La resistencia estuvo encabezada por un puñado de efectivos desde el casino y desde un puesto de guardia, cercano al tanque de agua, y además usaron un vehículo blindado.
Por la forma en que se movían los terroristas no se descartó que hubieran contado con la información brindada por gente que había hecho el servicio militar allí. En el cuartel había pocos soldados; muchos estaban de licencia y era la época de cambio del personal de cuadros.
Dos grupos de terroristas planeaban apropiarse de unas seis toneladas de armamento que debían cargar en camiones, pero éstos terminarían inutilizados por el fuego. Además planeaban secuestrar al jefe de la unidad.
La esposa y los hijos de Ibarzábal se mantuvieron tirados en el piso, lo que les salvó la vida porque un proyectil entró por una ventana. Así estuvieron desde la medianoche hasta las tres y media de la mañana, cuando ese infierno de disparos y explosiones fue espaciándose.
Luego se supo que Ibarzábal había ido a buscar al coronel Camilo Arturo Gay, jefe de la unidad, que vivía en un chalet dentro del cuartel, a pocos metros de acceso al parque de Azul. Gay, un mendocino de 47 años, se había acostado temprano, y lo encontró poniéndose el uniforme. Dejó a su esposa Hilda Irma Cazaux, una pampeana perteneciente a una tradicional familia de Santa Rosa, a sus dos hijos y a un amigo de uno de ellos, y junto a dos suboficiales salieron.
Gay fue abatido a tiros e Ibarzábal fue tomado prisionero. Una vez capturado, los terroristas lo condujeron a la casa de Gay, donde obligaron a la esposa y a los hijos a entregarse. Ellos y los suboficiales y soldados heridos fueron llevados a la herrería.
Entrega negociada
Los guerrilleros intentaron una negociación. Se entregarían, pero exigían que estuvieran presentes periodistas, jueces, diputados y senadores. Accedieron a liberar a los heridos y retuvieron a la familia de Gay e Ibarzábal.
Había quedado al mando el mayo Larocca quien recibió la orden del jefe del Ejército teniente general Leandro Anaya de atacar: uno de los terroristas fue abatido pero otro, antes de caer, le disparó a sangre fría a la esposa de Gay, delante de sus hijos Carlos y Patricia y de Enrique, un amigo de los hijos, que pasaba las vacaciones con ellos. Al momento de recibir los impactos, la mujer acariciaba la cabeza de su hija, apoyada en su regazo.
El fuego intenso se calmó cuando lograron sacar de la unidad un par de tanques, y a Silvia Ibarzábal le quedó grabado el increíble ruido intimidante que hacían las orugas sobre el pavimento y el empedrado.
Cuando los tanques dominaron la escena, los terroristas, comandados por Enrique Gorriarán Merlo y Hugo Irurzún, se retiraron y cargaron a sus muertos y heridos en uno de los camiones en los que habían llegado. No todos los terroristas se enteraron de la orden y se dispersaron como pudieron. Algunos serían detenidos en las inmediaciones.
Pero quedaron dos guerrilleros del grupo que el ERP llamó “secuestro”.
A la mañana, la esposa de Ibarzábal les dijo a sus hijos que iría al hospital a donar sangre para la señora de Gay, gravemente herida. Les llamó la atención que, antes de salir, les dio un tranquilizante a cada uno, cosa que nunca había hecho.
Cuando la mujer volvió, les dijo a sus hijos que la mujer había fallecido y que su papá había sido esposado y sacado del cuartel en el baúl de un auto. Había sido secuestrado.
Se cumplía la premonición del propio Ibarzábal que, cuando miraba por televisión junto a su familia la asunción del presidente Héctor Cámpora y la liberación de terroristas y presos comunes la noche del 25 de mayo de 1973, exclamó “nos van a matar a todos”.
Quedaron gravemente heridos el teniente primero Alejandro Carullo y el cabo Manuel Caballero.
La intervención de Perón
El domingo 20 a las nueve y diez de la noche el presidente Juan Perón, vestido con su uniforme militar, habló por cadena nacional desde la residencia de Olivos. Acompañado por su esposa, el gabinete y los comandantes de las tres fuerzas armadas, se refirió al ERP como una “una partida de asaltantes terroristas”; aseguró que “ya no se trata solo de grupos de delincuentes, sino de una organización que, actuando con objetivos y dirección foráneos, ataca al Estado y a sus instituciones como medio de quebrantar la unidad del pueblo argentino y provocar un caos que impida la reconstrucción y la liberación en que estamos empeñados”. Luego de remarcar la desaprensión de las autoridades bonaerenses, dijo que “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal es una tarea que compete a todos los que anhelamos una patria justa, libre y soberana, lo que nos obliga perentoriamente a movilizarnos en su defensa y empeñarnos decididamente en la lucha a que dé lugar”.
El 22 como comandante en jefe envió una carta a la guarnición del cuartel, felicitándolos por “su heroico y leal comportamiento”, advirtiéndoles que la lucha era larga y la estrategia era sin tiempo. Esa misma noche renunció el gobernador bonaerense Oscar Bidegain, un hombre de la izquierda peronista allegado a Montoneros. Dio la casualidad que al momento del ataque Bidegain, que era de Azul, estaba en su casa de vacaciones.
Todos los partidos políticos se pronunciaron contra el ataque. Mario Santucho, el jefe del ERP, habló de “una derrota militar, pero un éxito político”, porque la operación había servido para desenmascarar a Perón, entendiendo que éste se ponía en la vereda de enfrente de la lucha popular. A Gorriarán Merlo le quitaron el mando por haber abandonado a sus hombres en la retirada.
“El Ejército Revolucionario del Pueblo reafirma su decisión de continuar sin desmayos la verdadera lucha por la liberación nacional y social de nuestra Patria y de nuestro pueblo, por destruir el injusto sistema de explotación y opresión que sufren los trabajadores argentinos y una de cuyas principales fuerzas son las FFAA contrarrevolucionarias”, decía el parte de guerra n° 1 de esta organización terrorista.
Los Ibarzábal se mudaron a Buenos Aires y sorprendió a sus hijos la entereza de su madre, 42 años, a quien nunca vieron bajar los brazos. La forma en que la familia se comunicaba con el militar era a través de pequeños avisos en los diarios. “Solicitada. Al Tcnl. Ibarzábal. Quiero que sepas que tu familia se encuentra bien de salud. Nelly”.
El 16 de febrero el ERP dio a conocer un comunicado en el que advertían que si no aparecían Jorge Antelo y Reinaldo Roldán, dos de los atacantes, el militar sería ejecutado. Al día siguiente el comandante en jefe del Ejército comunicó que daba cuenta de la detención de Santiago Carrara, herido y de Guillermo Altera, muerto, ambos hallados dentro del cuartel, y que fuera del perímetro de la unidad militar actuaba la Policía Federal. Los captores suspendieron la ejecución.
Ante la intransigencia del Ejército a negociar, los terroristas se pusieron en contacto con la familia a través de Natalio Landro, el padrino del hijo de Ibarzábal. Tenía una inmobiliaria en Flores y no levantaría sospechas la entrada y salida de gente y la recepción de correspondencia.
Las cartas del militar secuestrado
En la causa se conservan seis o siete cartas que escribió desde su cautiverio y que eran llevadas por chicas muy jóvenes, que decían ir de parte del “vasco”, que era como todos llamaban al militar. En ellas, el militar les decía que estaba bien, y que los terroristas querían canjearlo por sus compañeros detenidos en el ataque al Comando de Sanidad de Ejército, ocurrido el 6 de septiembre de 1973 y en el que habían matado al teniente coronel Raúl Juan Duarte Ardoy.
En una, escribió que “espero y deseo que sobrelleven todo esto con fortaleza y con fe. Y mientras tanto los guardo en mi corazón con un cariño que no puede dimensionarse”.
En otra se refería a su esposa como “mi pequeña gran mujer”, a la que había conocido en Río Cuarto y que en junio habían cumplido veinte años de casados. La instaba a no encerrarse y a distraerse. Pidió que a través de sus compañeros de promoción se ejerciese presión para lograr ser canjeado. “Este es el gran esfuerzo que les pido a mis compañeros de promoción (la más numerosa del Ejército); es una forma de quebrar la intransigencia que presenta nuestros altos mandos”.
Pedía a sus hijos estudiasen; “la fortaleza y la conducta de mis hijos constituye mi gran orgullo”.
Por Enrique Mendelsohn, un industrial de 64 años que había estado secuestrado por el ERP entre marzo y septiembre de 1974, y que compartió celda con él, la familia se enteró que los terroristas le habían propuesto al militar pasarse a sus filas para recuperar la libertad. Mendelsohn contó que los captores solían discutir sobre política, tratando de convencerlo.
A espaldas del Ejército hubo un contacto con ellos. El ERP propuso a Landro un encuentro cara a cara y para ello debió cumplir una serie de consignas. Debió ir a un quiosco, comprar un paquete de cigarrillos, encender uno y tirarlo antes de subirse a un auto. De ahí ir al baño de un bar, donde en un lugar oculto había una dirección. Así fue como en otro bar, Landro habló durante una hora con dos guerrilleros. Ese fue el único encuentro, en el que no se llegó a nada.
Perón convocó al comisario mayor Alberto Villar, quien cuando Héctor Cámpora había asumido la presidencia, había pedido el retiro y había armado una agencia privada. Perón lo nombró jefe de la Policía Federal y lo ascendió a comisario general y le dio vía libre en la lucha contra la violencia terrorista.
Villar convocó a la esposa de Ibarzábal a una reunión reservada, que se llevó a cabo en Córdoba. Allí el policía le confió que su plan era negociar con el ERP para lograr la liberación. Sin embargo, el comisario murió junto a su esposa por una bomba colocada por Montoneros que explotó en la lancha en la que paseaban por el Tigre el 1 de noviembre de 1974.
Era la madrugada del 19 de noviembre cuando dos matrimonios muy amigos de los Ibarzábal fueron a la casa con la novedad de que había aparecido un cuerpo en San Francisco Solano, en el partido de Quilmes, pero que había que esperar. A las siete sonó el teléfono con la peor confirmación.
Les tomó tiempo darse cuenta que cuando fueron esa madrugada, ya se sabía que el cuerpo era el del militar.
Mientras era trasladado en una camioneta tipo rastrojero, dentro de un armario, amordazado y atado de pies y manos, el vehículo había sido detenido por un retén policial de rutina en el cruce de las avenidas San Martín y Donato Alvarez, en San Francisco Solano, generándose un tiroteo. Entonces, uno de los terroristas, Sergio Dicovsky lo mató de tres disparos de una pistola Magnum 357.
La esposa cayó en una especie de shock. Le pidió a su hija Silvia que avisase a la familia y amigos, sin tener en cuenta que la noticia ya estaba en la primera plana de los diarios y que las radios no hablaban de otra cosa. Hasta fue al colegio Guido Spano a avisar que no iría a clases, y en la puerta se encontró con los directivos y alumnos, conmocionados por la noticia.
Habían pasado 300 días. El cuerpo de Ibarzábal pesaba 35 kilos y tenía las huellas de un profundo deterioro. En sus bolsillos guardaba un poema para cada uno de sus hijos, y además había dibujado a Cristo.
El velatorio fue en el Regimiento de Patricios y se acercó mucha gente a despedirlo. Del gobierno la única autoridad que asistió fue Adolfo Savino, ministro de Defensa, quien lloraba a la par de la viuda. Ella estaba convencida de que la culpa de la muerte de su marido era del general Alejandro Lanusse y razonaba que, al desafiar a Perón que no le daba el cuero para volver al país, que con su regreso había contribuido a alentar a las organizaciones terroristas y que todo eso pudo haberse evitado. Por eso le prohibió a Lanusse concurrir al velorio y las coronas que llegaban del gobierno encabezado por Isabel Perón las devolvía o las hacía tirar en la calle.
En ese momento, según su hija Silvia, su mamá se derrumbó, y ahí la familia tomó conciencia que con el secuestro de su papá, también se habían llevado a su mamá, y que habían secuestrado para siempre la niñez y la juventud de esos hijos que crecieron con dolor. Hasta que falleció, octogenaria, demostró que sus heridas siempre estuvieron abiertas.
Hubo dos causas judiciales que investigaron el ataque y el asesinato de Ibarzábal, que ya prescribieron.
Silvia confesó a Infobae que pudo leer solo una vez el poema que su papá le dedicó, que todos los años concurre a la ceremonia que se realiza en el regimiento, que la sobrelleva bien, pero que cuando regresa a su casa, las emociones le pasan factura y duerme dos días seguidos.
“Los que perdimos a familiares en manos del terrorismo pensamos todos los días en esto y tenemos grabadas todas las imágenes. Pasamos a ser personas diferentes para toda la vida, y somos mirados a veces con compasión, con admiración y a veces nos hacen responsable del pasado”, se lamenta esa mujer que cuando habla parece aquella chica de 18 años a la que una noche infernal de enero le había cambiado la vida para siempre.
Fuentes: Entrevista a Silvia Ibarzábal; La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1973-1976, por Eduardo Anguita y Martín Caparrós; Todo o nada. La historia secreta y la historia pública del jefe guerrillero Mario Roberto Santucho, de María Seoane; diarios La Nación, Crónica y El Mundo