Puso un lavadero en su casa para estar con su hija y recibió la solidaridad de los vecinos para salir adelante

Hace seis meses tuvo que reinventarse, y se le ocurrió ir puerta por puerta a ofrecer el servicio con su lavarropas. En el patio de su hogar improvisó unas cuerdas y tenders para secar la ropa. De a poco llegaron cada vez más pedidos y gestos que la sorprendieron. La historia de una madre luchadora, que en el pasado sufrió violencia de género y corrió riesgo su vida

Desde junio de 2023 comenzó con un lavadero que funciona en su casa (Fotos: Instagram @dalevida_lavaderoderopa)

La sonrisa de Carla Viné es tan espontánea y transparente como ella. Tiene 39 años, vive en San Miguel, Provincia de Buenos Aires, y a mediados de 2023 se reinventó con emprendimiento, que surgió gracias a su creatividad para afrontar las situaciones más adversas. Le avisó a sus vecinos puerta por puerta y publicó en las redes sociales un listado de precios de lavados de ropa, y puso en marcha su único lavarropas, para salir adelante y poder pagar el alquiler. Es madre de dos hijas, de 15 y 20, y la menor había pasado por una difícil situación de salud, que requirió un mes de internación. Para no irse de su casa y permanecer atenta a su recuperación, Carla improvisó un lavadero en su pequeño patio. Con algunas temporadas mejores que otras, se transformó en su único ingreso, y su fuerza de voluntad despertó muchos gestos de solidaridad. Detrás de su carisma, existe una historia de superación, donde incluso cuando corrió riesgo su vida, volvió a empezar.

Creció en Parque Patricios, y al cumplir la mayoría de edad se mudó a Quilmes, donde se asentó hasta los 33, y hace casi siete se mudó a San Miguel. “Trabajo desde los 15, siempre me gustó el trato con la gente, fui telemarketer, al mismo tiempo iba a la feria vender ropa; revendía accesorios de mascotas y electrónicos, y antes de la pandemia trabajaba en limpieza de casas”, cuenta en diálogo con Infobae. Su esencia es la adaptación a las circunstancias, y cuando se convirtió en mamá apeló a esa capacidad con todas sus fuerzas. Tenía 18 cuando supo que estaba en la dulce espera de su primogénita, Micaela, que ahora ya está independizada y convive con su novio.

“Estaba en pareja con el papá de mi primera hija desde que éramos chicos, y estuvimos juntos hasta que cumplió el primer añito la nena; y es bastante presente en su vida incluso hasta hoy en día”, relata. Cuando la niña ya estaba en jardín de infantes, conoció a quien iba a ser el padre de Tatiana, su segunda hija, que actualmente vive con ella. “Lamentablemente pasé violencia de género, él tenía adicción a la cocaína y actitudes violentas”, revela. Con una beba de ocho meses, tomó la decisión de separarse, después de pasar por agresiones físicas, y aunque en un primer momento parecía que iba a ser en buenos términos, esa ilusión no tardó en desmoronarse.

Carla junto a sus dos hijas, Micaela y Tatiana, los dos luceros de su vida

La pesadilla hecha realidad

“Por teléfono ya habíamos hablado sobre nuestra relación, que no íbamos a seguir juntos, él lo aceptó y me dijo si le podía llevar a la nena para que estuviera un rato con él y con los abuelos, y yo accedí”, relata. Se acuerda como si fuese ayer que la cargó dormida sobre el cochecito, armó una bolsa con un yogur, pañales y todo lo necesario para que la bebé se quedara un par de horas, y salió rumbo al lugar, que quedaba a unas pocas cuadras. “Cuando llegué no vi estacionado el auto de mis exsuegros, eso me llamó la atención, pero pensé que capaz estarían por llegar o habían salido a dar una vuelta, y ni bien entré me agarró de los pelos, me metió para adentro y empezó a patearme en la cabeza, la espalda, donde pudiera”, rememora.

Sus gritos despertaron a su hija, que empezó a llorar, y la secuencia continuó. No sabe cuánto tiempo pasó, hasta que sonó el timbre y aprovechó para encerrarse en el baño desesperada. “El mide 1.90, y yo soy re flaca, no podía frenarlo por más que quisiera, y no sé hasta el día de hoy quién llamó a la policía, si el hermano menor de él, que estaba en una habitación arriba, o algún vecino, pero eso fue lo que me salvó la vida”, explica. Los oficiales intervinieron en la situación, y le pidieron a Carla que fuese a dejar asentada la denuncia en la comisaría. “Yo estaba toda ensangrentada y no quería dejar a mi nena, pero tenía que ir a que me viese el cuerpo médico para registrar cada lesión”, indica.

No le permitían llevarse a su beba con ella, así que se negó a irse hasta no saber que iba a estar bien cuidada hasta que pudiera regresar. “Finalmente volvieron mis ex suegros a su casa, trataron de calmar a su hijo, pero nadie podía hacerlo entrar en razón, estaba fuera de sí; agarró a la nena upa y me gritaba que no me la iba a dar nunca más”, detalla. Luego de que la fuerza de seguridad le insistiera para que radicara la denuncia, y le aseguraran que la niña iba a estar bien, fue a hacer los trámites necesarios y extendieron una perimetral para que el hombre no se pudiera acercar.

Sus dos hijas cuando eran más chicas: "Verlas sanas y con una sonrisa no tiene precio para mí", expresa

“Cuando me trajeron a la nena a mi casa después de varias horas, me volvió el alma al cuerpo, y por tres años él ni apareció y estuve tranquila, hasta que Tatiana empezó el jardín y él rondaba con el auto”, cuenta. En aquel entonces asentó otra denuncia para que la imposibilidad de acercamiento incluyera también a su hija, y durante los siguientes 10 años no hubo más episodios similares. Sin embargo, cuando la niña cumplió 13 tuvo que permanecer internada durante un mes, en medio de un conjunto de síntomas que desconcertaron a Carla, y a los propios médicos, que descartaron varias patologías hasta dar con el diagnóstico.

“Durante la pandemia el encierro le afectó, como a muchos niños, y al principio asumieron que tenía un trastorno de salud mental; en el proceso sufrió una intoxicación que la hizo bajar de peso drásticamente y estuvo al borde de la sonda, hasta que empezó a recuperarse muy de a poquito”, indica. En ese entonces no se podía mover del hospital, y fue en ese contexto que empezó a pensar en alguna alternativa para trabajar desde su casa y brindarle toda la atención necesaria una vez que le dieran el alta. “Después de todas las pruebas le diagnosticaron autismo, retraso madurativo y problemas de aprendizaje, algo que yo no había notado cuando era chica, y que evidentemente se exacerbó después de la cuarentena”, comenta.

En medio de la impotencia y la preocupación por el estado de salud de la preadolescente, Carla contactó al padre de su segunda hija para informarle la situación y pedirle ayuda. “Le tuve que resumir toda la vida de Tati, y le expliqué que estaba muy mal, y me dijo que me iba a ayudar, pero cuando vino a verla el mismo día después de compartir algo de tiempo con ella me dijo que no contara nunca más con él”, confiesa. “Son muchos desafíos diarios, y una vez que supimos el diagnóstico y el tratamiento correcto, había que ir en búsqueda de la cobertura de las terapias para que ella estuviera bien, y todo eso él no lo supo entender”, agrega.

Los rezos al lavarropas

No era la primera adversidad para Carla, que caminó día y noche hasta conseguir todos los turnos médicos para que su hija recibiera la contención adecuada, y en el camino aprendió mucho sobre los trastornos del espectro autista (TEA), y cómo acompañar como madre. “Hay cosas que no quería comer por la textura, o ropa que no quería usar, y tampoco encontraba cómo motivarla a hacer algo que le guste, hasta que encontramos clases de danza urbana y reggaetón, que es lo suyo, es lo que le fascina, toda la coordinación la pone ahí y yo me emociono cuando la veo bailar y sonreír”, celebra.

Como requería del manejo de sus tiempos para poder llevarla y traerla hasta el club donde practica baile, y acompañarla a todas las terapias, buscó una alternativa para trabajar desde su hogar. “Vivo en una casita chiquita, con dos piezas, y somos nueve familias viviendo detrás de un pasillo; aunque no tengo mucho espacio pensé en lavar la ropa de los vecinos y ofrecerles un buen precio, para poder seguir pagando el alquiler”, cuenta. Antes de que estallaran los contagios de Covid-19, era empleada doméstica en varias casas, pero dejaron de llamarla cuando se decretó el aislamiento obligatorio.

En plena jornada de trabajo en el patio de su casa

“Al principio hacía bingos virtuales, porque lo único que tenía era el celular, después me salió un trabajo de creadora de contenidos de videojuegos en una plataforma, pero no me alcanzaba para vivir, y ahí entro en escena mi querido lavarropas, con capacidad para siete kilos, que lo compré usado hace siete años, así que ya tenía sus batallas cuando empecé con el emprendimiento en junio del año pasado”, manifiesta. Había detectado que el lavadero más cercano estaba a 25 cuadras en el Cruce Castelar, y para sus vecinos era una distancia considerable si necesitaban el servicio. Atenta a la demanda y con el carisma que la caracteriza, se animó a probar suerte, con dos ténders en el patio, unas cuerdas que improvisó, una compra mínima de productos a un mayorista de limpieza, y un listado de precios económicos que publicó en su cuenta de Instagram @dalevida_lavaderoderopa.

En cada lavado se quedaba mirando la máquina, y por dentro rezaba sin parar, porque si dejaba de andar por el uso continuo, se quedaba sin herramienta de trabajo. “Si se rompe me muero, no puede pasar”, solía decirse a si misma. Ya le conocía todos los ruidos, la cantidad de minutos que se sacudía cuando centrifugaba, y fue aprendiendo trucos para perfumar la ropa y que dure más. Si llovía, era un día perdido de trabajo porque al no tener espacio techado, no podía colgar la ropa, y en caso de que fuesen varios días, si alguna tanda le quedaba humedecida, tenía que volver a lavar y empezar de cero. Todo hecho con amor, con mucha delicadeza para que el resultado final fuese bueno y atrajera más recomendaciones por la zona. También inventó una promo: cada cinco lavados, el sexto es gratis, y ofreció envíos a domicilio a 15 cuadras a la redonda. “Los hace en bicicleta mi yerno”, acota con agradecimiento.

Su nuevo lavadero

A medida que varias personas empezaron a conocer su historia de vida, surgieron varios gestos de solidaridad de conocidos y desconocidos. “Una señora que también había montado un lavadero en su casa en 2001, me habló por Facebook y me ofreció su secadora de 10 kilos; ella es de Malvinas, así que estábamos cerca y me dijo que fuera a buscarla”, revela.

Carla no suele pedir nada a nadie, no tiene pretensiones de que las ayudas lleguen del cielo, sino que se esfuerza para progresar, y no quería afectar a ninguna persona. “Me daba cosa aceptar algo así, pero me insistió y me dijo que estaba en desuso, que a mí me iba a servir más, y finalmente conseguí la manera de traerla, y estoy chocha porque me salva los días de mal tiempo”, expresa. A raíz de toda la difusión y viralización le empezaron a consultar qué tipo de lavarropas necesitaba para cambiar el suyo, y en cuestión de una semana surgieron tres posible lavarropas que querían hacerle llegar.

Su yerno durante las entregas a domicilio, en un rango de 15 cuadras a la redonda

Un matrimonio le acercó hasta su casa otro usado más moderno, y solo hacía falta un arreglo menor para que pudiera empezar a usarlo, pero en ese ínterin apareció otra oportunidad. “Un señor me mandó capturas con varios modelos, que eran de 10 kilos, y me preguntaba si alguno de esos estaría bien, y yo le dije: ‘Cualquier de esos lavarropas en un sueño, está demasiado bien’”, confiesa con timidez. Días más tarde el flamante electrodoméstico llegó a su casa, y ella no lo podía creer. “Yo lloraba, tanto cuando vi este nuevo, como cuando se iba el mío, me agarró una nostalgia de todo lo que significó ese aparato, mi compañero de trabajo, que ya estaba todo oxidado por estar en el exterior”, explica.

“El otro que me trajeron se lo llevé a una vecina, que está re agradecida”, comenta. Otra persona le trajo un secarropas centrífugo, hubo quien colaboró con litros de jabón, suavizante y perfumina, e incluso un diseñador gráfico se ofreció a renovar sus tarjetas y banners para que pudiera renovar sus publicidades en las redes. “Gracias a esto estoy subsistiendo, y si bien después del 20 de cada mes baja un montón el trabajo, en algún momento remonta y vienen todos los lavados juntos”, asegura. Este presente le brinda esperanza, y la sonrisa de sus hijas la recargan de energía, sobre todo después de haber pasado por tantos obstáculos en menos de medio año.

"Veo este lavarropas con pantalla, que te saluda, y no lo puedo creer", confiesa con timidez

Esta es una más de todas las veces que volví a empezar, porque justo un mes antes que empiece la pandemia, me separé, y hace poco salió el divorcio”, revela. Luego de estar varios años soltera después de la traumática vivencia con el padre de su segunda hija, conoció a un hombre con quien entabló una pareja estable. “Él es padre de dos hijos también, así que nos ensamblamos y funcionaba muy bien la relación, apostamos a la convivencia y como todos nos llevábamos bien, decidimos casarnos”, comenta. Y agrega: “Decidimos buscar ser papás juntos, y como yo tenía 30 años, era un buen momento, pero me hice los estudios y descubrí que tenía obstrucción en las Trompas de Falopio; intentamos implantación por fertilización asistida, que no funcionó la primera otra vez, y un año después de tratamiento prendió el embrión y a la semana tuve un aborto espontáneo”.

Durante tres años averiguó todas las opciones posibles, y cuando optó por una cirugía para intervenir la obstrucción, el destino dio otro giro inesperado. “Ya me había hecho todos los prequirúrgicos, y resulta que tenía una baja reserva ovárica y no se podía hacer más nada; así que a mis 33 años me declararon infértil, y sino hubiera sido mamá a los 19 y a los 25, no habría podido tener a mis hijas”, reflexiona.

El sueño que falta cumplir

Son muchos los motivos por los que está agradecida, pero también la invade una gran preocupación. El lugar donde vive tiene una instalación eléctrica precaria, donde no se puede enchufar más de un aparato por vez, y aunque alquila se hizo cargo de los gastos para poner una térmica y tratar de trabajar en las mejores condiciones posibles, pero al no tener un espacio cerrado, si llueve tiene que tapar los electrodomésticos para que no sufran daños. Y aún así, hay otra razón aún más urgente por la que necesita mudarse. “En febrero nos aumentan el alquiler a más del doble, y yo no lo puedo pagar, ni siquiera con el emprendimiento, y menos por cómo está esta casa, en una situación muy precaria”, asegura.

Un nuevo desafío se presenta par Carla y su hija menor, que están búsqueda de un lugar donde puedan vivir con su perra, de 12 años. “Tatiana estuvo casi dos años en lista de espera para las terapias de salud mental, tampoco puede cambiar de escuela porque sería terrible, el club al que va a hacer danza, ‘Soy de la Virgen nomás’, nos queda cerca, y yo ya tengo mi clientela por San Miguel, así que tendría que ser por la zona”, explica. Además en menos de dos meses la adolescente cumplirá 15 años, y gracias a que el club a donde asiste a sus clases le prestará un salón, están organizando la fiesta.

Carla necesita mudarse con su hija Tatiana a otro lugar en la zona de San Miguel, Provincia de Buenos Aires (Fotos: Instagram @dalevida_lavaderoderopa)

“No tenía pensado festejar los 15, pero con esa ayuda gigante que nos brindaron, me convencí de comprar de a poquito las cosas; su hermana mayor le hizo los souvenirs mirando tutoriales de YouTube, conseguimos un vestido usado, y así vamos poco a poco completando lo que necesitamos; pero ahora lo primordial es mudarnos”, remarca. Se motiva a sí misma, y confía en que alguna oportunidad va a aparecer. “Hubo tiempos en que yo tenía tres trabajos, cuando tenía un Fitito lo usaba de día y de noche le alquilaba el auto a un remisero, mientras seguía con la feria americana y vendía los accesorios por internet; siempre busqué soluciones y ahora voy a hacer lo mismo”, proyecta.

Vuelve a hacer hincapié en que “no quiere que nadie le regale nada”, fiel a su esencia. Le costó mucho conseguir que la acepten como inquilina sin un recibo de sueldo en blanco ni una garantía propietaria, y por eso teme que esta vez vuelva a ser cuesta arriba. “Simplemente quiero que alguien que tenga un lugar en condiciones para vivir, y para que pueda seguir lavando, me diga: ‘Sale tanto’, ver si lo puedo pagar, y si tiene un patiecito techado por más chiquito que sea yo ya sería feliz”, señala. Después de todo el recorrido por los vaivenes de su vida, hace un balance positivo y conserva la fe. “Es mi historia y estoy orgullosa porque seguí adelante, y así pienso continuar”, concluye.

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