Mirtha Legrand almorzaba con René Favaloro en los estudios del viejo Canal 9, en la intersección de las arterias Bernardo de Irigoyen y México del centro porteño. Martín Falcón almorzaba con su esposa Eugenia Toledo en su casa ubicada sobre la calle Talcahuano, en la localidad de Ricardo Rojas dentro del partido bonaerense de Tigre, con la televisión encendida. Era un mediodía cualquiera en las vísperas del invierno de 1992. Martín Falcón, chaqueño, analfabeto, jubilado por invalidez, escuchó cuando Favaloro le decía a Legrand -y a todos- que en su fundación iba a recibir a cualquier paciente por igual, tuviese o no dinero para pagarle.
Tenía 54 años y una historia vivida. Lo dicho: había nacido el 4 de octubre de 1937, se había criado en el Chaco en el seno de una familia de siete hijos. Había conocido a Eugenia en su ciudad natal, pero establecieron un vínculo cercano cuando se reencontraron en la gran metrópolis. Martín se instaló en Beccar, en las inmediaciones de la villa La Cava. Trabajó de albañil en mil obras. En una, los dueños de la casa lo contrataron. Sirvió de mayordomo y de supervisor: se dedicaba a contratar al personal de limpieza. Nunca había ido al colegio. Hacía las cuentas mentalmente. Su empleador le consiguió una vivienda para que se trasladara con su familia en la avenida Cuyo, cruce con la calle Habana, en Martínez. Martín y Eugenia ya eran padres de Luis y de Olga.
Se compró un terrenito en Ricardo Rojas, al oeste de Pacheco, al sur de Garín, en ese cordón indefinido del gran norte bonaerense. Se mudó a su nueva casa en la década del setenta, cuando su hijo mayor tenía siete años. Cambió de trabajo: se convirtió en personal de limpieza del laboratorio Puig, pero una hernia inguinal mal curada lo excluyó del sistema laboral. Lo operaron tres veces, su cuerpo no toleró los nuevos tejidos, la herida no le cicatrizaba: debió jubilarse por invalidez. Pero no era eso lo que más le preocupaba. A su familia solía decirle que le dolía fuerte el pecho.
Martín era una persona instruida. Sabía que algo en su organismo no le funcionaba bien. Ya había dejado de trabajar, carecía de obra social, era un jubilado con pensión de invalidez. Su recorrida por los hospitales públicos comenzó en los centros de salud de Tigre. Siguió por el hospital Cosme Argerich de La Boca y terminó en el Castex de San Martín, donde le hicieron un cateterismo: el diagnóstico arrojó un cuadro severo, complejo. Lo que no le funcionaba bien era su corazón. Sentía contracciones, parálisis, ataques. La presión aplastante en el pecho, los cansancios abruptos, el malestar agudo habían sembrado un miedo racional en él y en su familia.
Los pronósticos no eran optimistas. Cinco de sus seis hermanos ya habían muerto, muchos de ellos eran más jóvenes que él. Los Falcón arrastraban una patología cardiológica de base, hereditaria. “Todos estaban esperando que se muriera”, dice Luis, su primer y único hijo varón, cuyo primer nombre es Martín. El susto que lo embargaba tenía fundamento. Y la proyección no era benévola con él: el infarto agudo del miocardio representaba un riesgo probable. Su salud estaba en suspenso.
“¿Me llevás?”, le pidió a su hijo el día que René Favaloro anunció por televisión que la fundación (para la docencia y la investigación médica) que había creado en 1975 -cuatro años después de regresar de su periplo por Estados Unidos, donde había desarrollado durante una década en la Cleveland Clinic de Ohio la cirugía del bypass aortocoronario o de revascularización miocárdica, un hito que cambiaría la historia de la medicina- abría sus puertas para recibir a cualquier persona sin importar cobertura médica, estatus social, nivel socioeconómico o antecedentes clínicos. “Siempre operé a todos por igual. Cuando voy a la sala de cirugía, no sé qué paciente es. Para mí son todos José Pérez”, definió Favaloro siete años después de ese almuerzo, otra vez en la mesa de Mirtha Legrand.
Luis no estaba ese día frente al televisor, pero bien sabe qué fue lo que pasó: “Escuchó en un programa de Mirtha Legrand que el doctor Favaloro decía que iba a atender por igual a aquel que tuviese o no tuviese plata. Algo así fue que dijo: al que no tenía plata, le pidió que no se hiciera problema, que lo vaya a ver igual, que si hacía falta operarlo, él lo iba a operar”. No hizo falta que Luis respondiera la pregunta de su papá. Ni siquiera dimensionó que padecería el caos de tránsito de la capital, algo que él siempre había querido esquivar. Se subieron a un Falcon viejo, propiedad de Luis. Eugenia los acompañó.
Habían pasado dos meses del cateterismo y el diagnóstico que sugería una intervención inmediata. El viernes 19 de junio de 19992 partieron rumbo a Avenida Belgrano 1746, a tres cuadras del Congreso, sede del edificio central de la Fundación Favaloro, aún sin inaugurar. Martín ingresó a una sala despoblada. Oscar Mendiz estaba dentro. Era médico de planta de la unidad coronaria. “Se estaban haciendo los ajustes de todos los equipos técnicos y médicos. En la unidad coronaria estábamos preparando todo lo que serían las guías de tratamiento y las guías de funcionamiento”, recuerda el doctor. No estaban abiertos, pero estaban listos.
Lo recibieron en la guardia. Sentía opresión en el pecho. Su estado era agudo y crítico. “Era un paciente que había consultado en diversos hospitales porque no tenía cobertura de salud, se le había realizado un cateterismo en otro centro y se le había indicado que el mejor tratamiento para su caso era la cirugía -reconstruye Mendiz-. Había visto el programa de la señora Mirtha Legrand en televisión donde el doctor Favaloro había contado cómo iba a ser el instituto, cómo íbamos a trabajar y que gracias a un subsidio que iba a proveer el Ministerio de Bienestar Social se iban a poder operar pacientes sin recursos”. Martín Falcón estaba ahí por eso.
Favaloro también estaba ahí por eso. Le transmitieron la situación: un jubilado sin sostenibilidad financiera para costear una intervención cardíaca se había presentado a una convocatoria desinteresada, altruista. Mendiz estaba de guardia ese viernes bisagra. “El señor no se puede ir a la casa así, que quede internado”, ordenó Favaloro. “Yo me quedé esperándolo afuera. Al rato salió mi vieja y me dijo: ‘Luis, andate nomás que el doctor Favaloro vio el estudio y dijo que hasta que no lo operen no se va de acá’”, relata el hijo del paciente.
Martín Falcón fue el nombre del primer paciente del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular (ICYCC) de la Fundación Favaloro, inaugurado ese 19 de junio de 1992 bajo el lema “Tecnología de avanzada al servicio del humanismo médico”. El nombre de la primera historia clínica. “La tuvimos que escribir y reescribir varias veces porque sabíamos que iba a ser una historia que iba a ser leída muchas veces en el tiempo”, precisa Mendiz: las correcciones fueron de forma, para establecer un modelo guía para las siguientes. El nombre del primer internado del edificio central. “Estábamos yo, que era el médico de guardia de la unidad coronaria, el médico de la recuperación postquirúrgica, que obviamente todavía no tenía ningún paciente operado, el cirujano de guardia, que era un médico que se había formado en el Güemes, éramos tres o más médicos para atender a un único paciente”, enumera el cardiólogo.
Pasó de mendigar atención en los sanatorios públicos a concentrar el interés de un cuerpo de profesionales prestigiosos, jóvenes no residentes que habían trabajado en el Güemes, en el Fernández o en el Clínicas. Iba a ser operado por el mismísimo René Favaloro, en un edificio deshabitado de nueve pisos, dotado de instrumental y maquinaria de tecnología avanzada. “No había una fecha estimada de apertura. Lo que el paciente hizo fue empujar a que ese día se comenzara la actividad verdadera, ya no tanto empírica de discutir cómo lo íbamos a hacer, sino que había que hacerlo”, repasa Mendiz. De su memoria también emerge la sorpresa y alegría genuina del paciente, que desconfiaba que lo fueran a recibir, y su delicado estado de salud: “Llegó con dolor de pecho, pero una vez que lo medicamos enseguida se calmó. Era una situación crónica, no súper aguda. Me acuerdo que era una lesión del tronco principal de la coronaria izquierda, en aquel momento no se hacían angioplastia de ese tipo de lesiones y la indicación era claramente quirúrgica”.
“Lo vamos a operar mañana”, anunció Favaloro. El primer bypass, la cirugía de revascularización miocárdica que extendía la vida útil de los corazones, lo había conducido el propio médico argentino en la Cleveland Clinic de Ohio, el 9 de mayo de 1967. La paciente, una mujer de 57 años. “Yo no inventé nada. Eso no me pertenece”, repetía él con modestia. Cuatro años después de esa innovación de ingeniería médica regresó al país para replicar un centro de excelencia en cirugía cardiovascular que combinara la asistencia médica con la docencia y la investigación. “Es como si Lionel Messi, en la época dorada del Barcelona, hubiese elegido regresar al fútbol argentino”, compara Mendiz.
25 años después de esa gesta, a la obra de Favaloro lo ponía a prueba un paciente que había atendido su prédica por televisión. Oscar Mendiz recuerda la tensión que condensaba la atmósfera de la fundación. La preocupación se confundía con ansiedad. Las condiciones eran óptimas pero vírgenes. “Recuerdo los nervios de los enfermeros, a la jefa de enfermería en aquel momento que se llamaba Juana Bustingorri, recuerdo que se chequearan los instrumentadores una y otra vez para que no les faltara nada”, rememora el doctor. Lo que su memoria descartó fue parte del postoperatorio: no recuerda cuántos días permaneció internado. Una semana, diez días, desconoce. Lo que sí sabe es que todo salió bien y Martín Falcón regresó a su casa con una sobrevida de regalo.
“Cuando lo operaron del corazón, quedó mejor que nosotros”, grafica su hijo Luis. No le alcanzó la vida a Martín para agradecerle a Favaloro. Volvió a su plenitud. Volvió a ser campeón de bochas y de truco en la Sociedad de Fomento de Ricardo Rojas, sobre la calle Australia. Volvió al buffet del club Estrella. Volvió a San Bernardo a demostrar su talento en el tejo playero. Volvió a recibir a los vecinos en su casa, donde tenía dos mesas de pool y vendía sánguches de milanesa. “Seguía activo como antes, seguía saliendo. Si preguntás en el barrio por Martín Falcón, todos lo conocen”, dice Luis.
El doble bypass le dio 27 años más de vida. Murió a los 81. No lo mató un infarto. Tenía ya demencia senil. Su hijo se había ido a vivir a su casa y trabajaba de noche. Cada vez que regresaba, se encontraba con una escena dantesca. Una noche, su papá desajustó los pernos y sacó la puerta de la casa a la vereda. Luis se encargaba de bañarlo, cambiarlo, cocinarle, lavarle la ropa. Acumulaba caídas, tenía sendos golpes. Una infección agravada obligó a su corazón a dejar de latir el 19 de mayo de 2019. Un año después, en esa (no tan) extraña simbiosis de quienes compartieron el ancho de sus vidas, Eugenia Toledo también murió.
Martín obró, en 1992, como el detonante operativo del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular de la Fundación Favaloro. “Lo que significó fue decir ‘okay, esto está andando, abramos la guardia’. Empezaron a derivar pacientes desde otros centros. No fue un aluvión masivo. El primer mes y medio hubo pocos pacientes, pero sí después hubo una aceleración muy importante”, asiente el médico. Sus registros conservan la información fundacional. En su oficina, revisa el libro donde anotaba los primeros procedimientos y advierte que recién dos meses después del caso Falcón, hubo un incremento brutal de las derivaciones y el hospital se llenó. Hace 32 años era un cardiólogo con experiencia breve en el Hospital de Clínicas y médico de planta de la unidad coronaria de un hospital cerrado; hoy Oscar Mendiz es el Jefe del Departamento de Cardiología Intervencionista, miembro del Consejo de Administración de la Fundación, declarado Personalidad Destacada para las Ciencias Médicas por la Legislatura porteña.
Recuerda, a su vez, las palabras exactas de Favaloro en esa antesala del invierno del ‘92 después de que un tímido hombre preocupado acudiera a su llamado. “Bueno, abrimos para ésto, así que a este señor lo tenemos que operar, lo vamos a hacer y después vemos cómo lo solucionamos”, firmó el prohombre de la medicina. Mendiz suscribe una opinión no institucional: “Que no lo haya pagado nadie es un hecho en sí mismo, un hecho muy significativo. Demuestra varias cosas. Es el primer paso para poner en práctica el legado Favaloro, que es tratar de ayudar a la gente, a los que más lo necesitan. Hemos atendido desde el presidente de la Nación hasta personas como ésta y siempre hemos tratado de brindarle lo mejor a todos. Eso, por supuesto, tiene sus consecuencias, porque habrá muchos que lo pagaron y unos cuantos que no, lo que generó un déficit fundacional. En otros términos te diría ‘empezamos mal’. Todo eso no lo pagó nadie. Y hasta diría que ese primer acto explica una parte de los problemas que vinieron después”.
Lo que vino después fue el cese del subsidio, la emulsión del colapso y la orfandad. El recorte fiscal del menemismo de 1995 interrumpió la financiación de la Fundación en las tareas de asistencia, docencia e investigación. “Fue una sangría que iba creciendo cada vez más. Nos quedamos solo con el convenio con el ministerio, que contemplaba la cirugía ya sea valvular o de bypass o combinada de pacientes sin cobertura. Incluía el pago de los materiales y los insumos descartables. Los médicos no cobraban honorarios y la instancia hospitalaria no se cobraba”, definió la doctora Liliana Favaloro, sobrina de René. La curva se mantuvo en franco descenso. La crisis económica no tenía freno. Cinco años después, el 29 de julio del 2000, Favaloro se disparó al corazón.
Queda su legado. Un retazo de su causa sobrevive en la mesita de luz de Martín Falcón: una historia clínica de 52 páginas, un recorte del diario Clarín plastificado, con su cara a los setenta años y el recuerdo indeleble de haber sido el primer paciente de la obra de René Favaloro en el país.